sábado, 30 de noviembre de 2013

Reflexión intimista: Sobre calaveras y modelos. O como no sirve de nada contar hasta diez y proponerse no declararle la guerra a nadie cuando tu contumaz enemigo viene y te planta una bomba en la cabeza. O de como ArteBA es la quintaescencia de la INVOLUCION CULTURAL ARGENTINA.



 
 
 
     Ayer tarde en un blog de arte contemporáneo (pero donde más que de arte como “abstracto” se habla de cómo viven el “hacer” arte los que intentan mantenerlo como centro de su vida) alguien de los que vendrían a ser el establishment del medio cultural local hizo un PATETICO Y LAMENTABLE despliegue de su miseria humana. Nuevamente (ya que aunque resulte increíble no es la primera vez) esta presunta curadora/galerista utilizó alegremente como argumento de desacreditación de otro ser humano su condición de padecer una enfermedad.
 
      Y poco importa que el epíteto que más le guste a esta gentuza usar sea “sidoso” ya que, evidentemente por su calidad ética, debe desacreditar a cualquier otro por sufrir cáncer, ser ciego, haber perdido un miembro, y, prolongando su evidente argumento, por ser mujer, o gay, o blanco, o negro o de la comunidad quom. Y así al infinito: por ser cualquier cosa que no integre su “selecto” grupo de pertenencia.



 
 
 
     Anoche me enfurecí por este tema, máxime cuando la persona (la llamaría bestia, pero sería insultar a los animalitos de dios que no se lo merecen) en cuestión es uno de los curadores seleccionados para el próximo ArteBA. Una de mis voces bufa dentro de mi cabeza: -Y ya empezamos otra vez…”. Cierto. Mi poca simpatía a la “feria de galerías de Buenos Aires” es un tema conocido y, me temo, reiterativo. ¿Resentimiento porque me ignoran? Si, probablemente. ¿Así funciona el mundo, no? Como me dejan fuera los odio y los critico. Poco importa que hace 22 años, en el primer evento, tuviera participación con una de esas asociaciones de artistas que supe conformar, que por entonces conociera la cocina y los cocineros del asunto; que a lo largo de sus primeras ediciones haya observado el desarrollo cada vez más parcial, más turbio, más alejado del sentido original de todo. Que con el paso de los años la legitimidad de la feria fuera en caída en paralelo a la proscripción de la gente con más honestidad que ambiciones mercenarias.
 
      Los que no entendemos al arte como un negocio sin más regla que el mercado quedamos al margen y miramos desde afuera como aquello que alguna vez creímos podía ser el referente del arte en la América hispanohablante se convirtió en una tienda snob, fashion y acorde a la movida top de temporada. Pero no más que una tienda.



 
 
 
     Bien, ya sabemos que ArteBa me enoja cada año allá por mayo cuando sucede. Anoche me enojé por adelantado por la calidad moral de los primeros curadores seleccionados y publicitados. Pero traté de contar hasta diez las setenta veces bíblicas y otras tantas más, brindé en soledad deseando que el círculo del infierno que le corresponde a los curadores, galeristas y críticos vernáculos esté a su altura y me dispuse arrancar este sábado olvidando momentáneamente la cuestión.
 
     Pero hoy, cuando tras el primer mate busqué en el umbral de casa la edición de La Nación, y desparramé sus varias secciones sobre la mesa ¡zas!, el destino se empecinó en imposibilitarme la evasión. Ahí vamos otra vez. Una sección extra: LN arte&diseño. En la tapa la calavera de plastilina del Grupo Mondongo que, para colmo, resulta la imitación aun más kitsch de la de Demian Hirst. ¿Cómo evitar el resurgimiento del mal humor? Y al pasar las páginas y ver que todo los espacios de ese suplemento son evidentemente publicidad encubierta (o sea, pagos por los interesados que fungen de “entrevistados” o “destacados” como “lo mejor” del año), con rosados anuncios de la próxima edición de ArteBA… juro que hice un esfuerzo por interesarme por el suplemento de deportes…


 
 
 
 
     Entonces, el acabóses. A página 10 me saltó a la cara el título “Iván de Pineda, embajador de ArteBa”. Me paré, fui a meter la cabeza bajo el chorro de agua fría de la canilla, regresé y leí el diario otra vez. Iván de Pineda, un ex modelo de pasarela hoy devenido “conductor” de programas –de moda- en algún perdido canal de cable que afortunadamente desconozco es EMBAJADOR de ArteBA.
 
       Dice en el “reportaje” que le efectúa Emilse Pizarro:
 
 Ser el embajador de arteBa tiene mucho que ver con la gente que conozco viajando. También atender a quienes vienen aquí y hacerlos sentir como en su casa. Invitarlos a conocer la feria, que cada día está más grande y mejor. Siempre estuve relacionado con el arte, a través de mi trabajo. Primero por la moda y ahora por la televisión.”
 
     Ya veo donde ha estado mi error: no intenté entrar al mundo del arte por la puerta grande de la “moda”. Ni por la ventana (grande también) de la televisión. Después le pregunta la entrevistadora: ¿Creés que hubo un tiempo en que el arte era más elitista? Responde el “embajador”:
 
Creo que siempre hubo arte para todos. Lo que hoy vemos como arte elitista fueron artistas que no fueron reconocidos en su momento y que no tenían las herramientas de comunicación que hay ahora.”



 
 
 
     No sé qué otras pavadas preguntan y responden después de ese párrafo porque hice un bollo con el diario y fue a parar a la basura, su ámbito natural. Yo no me quería enojar, ¿era necesario que tuvieran que arruinarme la mañana del sábado con tamaño despliegue de ignorancia y estupidez? ¿Más todavía? ¿Era ne-ce-sa-rio?
 
      Allá por la década del 30 Buenos Aires generaba una eléctrica y mandona Victoria Ocampo que emparejó a un Borges y a un Bioy y posibilitó de esa y otras mil maneras distintas el esplendor cultural porteño, que se volvió mundial cuando al nacimiento del nazismo dio amparo por estos lados a montones de creadores europeos a los que, literalmente, salvó la vida y su obra posterior. Hoy tenemos… ESTO.   Involucionamos, qué duda cabe. Pero a no desesperar que, como vamos, los años venideros serán aun peor.
 
 
 
 

miércoles, 27 de noviembre de 2013

Enésimo error: la dispersión o como resulta imperdonable ser un “Hombre Renacentista” cuando se es una mujer (contemporánea).   



 
 
 
A esa corte, a la vez magnífica y guerrera, frívola y cultivada, refinada y brutal llega Leonardo Da Vinci, llevando su lira y una carta que hace entregar al Moro, pues no desea que se le considere simplemente un músico de corte, y está impaciente porque le encomienden las grandes y variadas obras de las que su genio es capaz. No hay presunción alguna en esta orgullosa enumeración de sus talentos. Todo lo que dice ser capaz de hacer, puede realizarlo. (…) Enviado a la corte de los Sforza en calidad de tañedor de lira y constructor de instrumentos de música, Leonardo se metamorfosea allí sin tardanza en ingeniero militar; el día en que las artes de la paz puedan ser ejercidas sin inquietud ni escrúpulos, podrá demostrar su preeminencia en el oficio de pintor y escultor que, en esta carta, se desliza modestamente en la última fila. (…) Para los hombres de aquel tiempo, desbordantes de vitalidad e impacientes por multiplicar hasta el extremo su personalidad, nada era demasiado, y hubieran mirado como a un mediocre, como a un peón que se contenta con poco, al artista que no supiera manejar con igual maestría el formón, el pincel, el compás del arquitecto y las herramientas del fundidor de cañones. A sus ojos la universalidad no era una tontería quimérica, sino el objetivo hacia el que todos tendían y que deseaban alcanzar. (…) Durante más de veinte años, desde 1483, que es el año probable de su llegada a Milán, hasta 1499, fecha en la que concluye su estancia en la corte de los Sforza y que precede, por poco, al hundimiento del Moro, lo vemos responder a todas las exigencias del señor, tanto si se trata de excavar canales, de organizar fiestas (de las que será, al mismo tiempo, el director de escena, el decorador, el músico, tal vez incluso el actor), de construir y reparar edificios, de esculpir un coloso ecuestre y hasta de pintar curiosas decoraciones en las salas del Castello Sforzesco, algunas composiciones y algunos retratos y, finalmente, para el Cenáculo de Santa Maria della Grazie, la más célebre y admirable de sus obras maestras: La Cena.”
 
Marcel Brion, Leonardo Da Vinci, la encarnación del genio, Javier Vergara Editor, Buenos Aires 1995, Pág. 76/79



 
 
 
Ludovico (Sforza, el Moro) sólo tiene una idea respecto de Leonardo: mantenerlo lejos de las cocinas. El único incidente que empaña estos años es el accidente que ocurre al hacer unos ensayos con el cortador automático de berros de Leonardo, que se desbanda y da muerte a varios miembros del personal de cocina así como a algunos jardineros. Con posterioridad, Ludovico utilizaría eficazmente el cortador de berros como carro falcado contra las tropas invasoras francesas. Unos años más tarde, tiene lugar una nueva tragedia gastronómica. Envalentonado por algunos éxitos previos, Leonardo da nuevamente rienda suelta a su inventiva, con motivo de la celebración de las bodas de Ludovico con Beatrice d´Este. Planea construir, en el patio del Palacio Sforza, una réplica del mismo de sesenta metros de largo, con bloques premoldeados de masa de pastel reforzada con nueces y pasas de uva y cubiertas con mazapán multicolor. Los invitados entrarían al castillo de pastel, se sentarían a una mesa de pastel y comerían (¡cómo no!) pastel. Sin embargo, Leonardo no tuvo en cuenta el poder de atracción que semejante masa de comida podía ejercer sobre las aves y los roedores de la región. Durante la noche se libró una batalla campal entre los hombres de Sforza y las alimañas, pero todo fue inútil: al amanecer, los hombres se encuentran enterrados hasta la cintura en masa de pastel, intentando quitar los cadáveres de los roedores.”
 
Leonardo Da Vinci – Apuntes de Cocina, Traducción, introducción y notas Rafael Galvano, Editorial Astri SA Buenos Aires 2003, pág. 30/31



 
 
 
     Mi mayor y reiterado error (o pecado, según quién me lo endilgue en las frecuentes discusiones de turno) es el hacer “demasiadas cosas”, el no centrarme en una sola, el pretender abarcar tanto, el no “definirme”, el no “conformarme” con ser sólo “algo” en vez de estar intentando ser “tanto”. Adentrarme en el debate de la multiplicidad de un “hombre renacentista” sería absurdo porque, a lo sumo, para ellos un hombre renacentista es un señor ridículamente disfrazado que anima y sirve bebidas en jarros en una patética reunión temática. Definitivamente, cuando quien intenta ser un “hombre renacentista” es una mujer se es, simplemente, una HISTERICA.
 
 
 
 

Diseccionemos mi error imperdonable de dispersión:

 Uno: tengo un trabajo “civil” (profesional), porque vengo de esos ámbitos donde uno tenía que estudiar y trabajar, y si uno trabaja de lo que estudió tiene que hacerlo bien, y, pese a todo, cuando uno hace las cosas con seriedad y responsabilidad honesta el trabajo es redituable.    MAL: el artista no tiene que tener un trabajo bien remunerado, ya que no puede ser serio y responsable en su trabajo “civil”.   El artista debe ser díscolo, irresponsable, básicamente vago y negligente. El artista no puede autoabastecerse, debe SIEMPRE depender de la benevolencia y escasa generosidad de mecenas, benefactores o galeristas. Vida parasitaria, eso es artísticamente cool.



 
 
 
Dos: Pese a mi indiscutida pasión por el arte tengo, también, alma de ratón de biblioteca. Amo físicamente los libros, crecí entre ellos, son parte de mi identidad más básica. No solo los leo, los respiro, gravito en su espacio. Me es imprescindible revolver diariamente en mis estanterías, buscando cualquier cosa: una referencia de algo que leí en otra parte, la fuente de un comentario que salió en una conversación casual, la coincidencia entre dos autores contrapuestos sobre una cuestión que de repente surgió en un tercer texto que esté leyendo en ese momento. Libros de arte, sí, pero también de antropología, historia y religiones varias; literatura, ficción general y mucha poesía; un poco de filosofía y semiótica. MAL: ¿para qué tantos libros? No está bien vista la “cultura general”. Especialización, eso va ahora. Es-pe-cia-li-za-ción. Si se es artista se sabe sólo de arte. Y de una escuela, período o facción. Tanta amplitud es vana. Focalizar: sólo un poco y de lo que incumbe. Nadie quiere un artista culto. Leer –tanto- es perder el tiempo.



 
 
 
Tres:   Me divierte lo que hago. Crear (buscar, experimentar, encontrar un modo un poco distinto de decir algo ya dicho pero desde otro lugar) es un hacer placentero que se puede aplicar a distintas actividades a lo largo de toda la vida. Disfruto diseñar, intervenir muebles, proyectar objetos, diagramar eventos…   MAL: Hay que elegir sólo un área de acción. ¿Pintamos cuadros? Perfecto, que los muebles los haga un carpintero; vos vas y comprás algo estándar. ¿Y a qué diseñar catálogos o folletería para eventos ajenos? ¡Decorar exóticamente un salón para una fiesta! MAL – MAL –MAL. No se hacen tantas cosas. No hay que desperdiciar energía en marginalidades. Solo una cosa. Límites. Paleta restringida (¿te acordás?).



 
 
 
     No tengo defensa y, tampoco (¡afortunadamente!), redención. Mientras termino mi precioso mueblecito intervenido con el mismo papel batik que use de base para mi versión libre de un Mucha que decora un rincón de mi casa para mi exclusivo y personal disfrute, lidio con la compilación de material fotográfico para concluir el diseño de una agenda que tengo que ingresar a la imprenta a mas tardar mañana para que esté lista como regalo de egresados a cierto grupillo de niños por los que tengo ostensible debilidad. A la vez me apronto a cerrar la compra de una biblioteca personal de una dama ya mayor que quiere quemar sus naves en Lanus para trasladarse allende el río a terruño de sus ancestros. En el medio, próximo al cierre del año, pretendo decantar prioridades laborales para concluir pendientes urgentes días antes de la Navidad y ya no regresar al ruedo hasta el año próximo.
 
    Entretanto, empiezo a tener que decidir el definitivo modo de envío de las obras de mi Silk Road a Andalucia para la muestra de Febrero/Marzo y quisiera preparar unas postales con reproducción de las obras a exhibir para su distribución en tierra cordobesa. O sea, hiperkinesis pura, renacentista o histérica, que más da.
 
 
 
 
 

lunes, 25 de noviembre de 2013

  


Por encima de siglos de inquisiciones diversas, al artista seriamente desafiante ante los dioses le había llegado la hora de un estatuto privilegiado, como si fuera un especialista en agnosticismo en un mundo convertido en supermercado de creencias, pero creer en ese estatuto de privilegio formaba parte de nuestra capacidad de autoengaño. Creíamos que habíamos conseguido con mucho esfuerzo un merecido territorio agnóstico, sin reclamar daños y perjuicios por toda una humanidad atormentada por los dioses y sus sacerdotes. Nos bastaba con que nos dejaran el relativo desquite del sarcasmo y jamás se nos ocurrió condenar a muerte al Papa de Roma, ni al Gran Muftí de Jerusalén, ni al Patriarca de Moscú, ni al más ayatolá de los ayatolás. Les dejábamos ejercer su ministerio religioso, rodeados de creyentes y de satisfacciones telúricas y a lo sumo ridiculizábamos algo el progresivo sinsentido semántico de las religiones, prodigiosas reservas de palabras y explicaciones obsoletas. Les perdonábamos el sadismos al que nos habían sometido en nuestra infancia desde su prepotencia de intermediarios de los dioses, inculcándonos terrores y esperanzas desmesuradas para nuestra estatura desde una autoridad que no estábamos en condiciones de cuestionar. Sonreímos condescendientes ante majaderías sin cuento que no aceptarían hoy ningún animal prelógico a poco que conservara un solo sentido, y cuando hacíamos declaraciones sobre sus dioses se los cedíamos generosamente porque estaban hechos a su medida y cada cual se salva como puede. Pero entonces publicó usted, señor Rushdie, sus Versos Satánicos y los intermediarios de los dioses aprovecharon la ocasión para recuperar el instrumento del terror irracional, como han aprovechado el miedo al sida para arruinar la libertad sexual que aportó la posibilidad de controlar la natalidad y la caída del Muro de Berlín para hacer más altos los muros de las mezquitas, las sinagogas y las catedrales.- Aunque su condena a muerte fue explícita y venía de un fanatismo en expansión, disfrazado de lucha antiimperialista, todos los intermediarios de los dioses se sintieron en el fondo representados en esa condena que resituaba lo que antes se llamaba ´el santo temor de Dios´ y disuadía a los que se sentían excesivamente liberados del preceptismo religioso. (…) Desde las otras religiones institucionalizadas salieron prudentes voces de condena del asesinato santo, pero acompañadas del odioso sentido común de señalar que usted había excedido el sentido común y había ofendido a los creyentes. ¿Acaso no nos ofende a nosotros, los no creyentes, un discurso que nos parece arqueológico y reñido con cualquier aspiración de libertad? Los intermediarios de los dioses admiten la existencia de una criteriología religiosa mediante la cual cada religión pone verde a la otra, por más ecuménicas que se pongan Sus Santidades. Pero se trata de una lid ente creyentes, el ejercicio del acuerdo corporativista de los fieles que ajustan sus cuentas frente a la obscena y odiosa otredad de los infieles.”
 
  Manuel Vázquez Montalbán, Carta a un artista seriamente amenazado por los dioses, El Escriba Sentado, pág. 254/255



 
 
 
      Aunque hace pocos días rezongaba yo que mi última adquisición de Vázquez Montalbán me resultaba “desactualizada”, la realidad ha venido a darme un cachetazo con la concreta y actual acción de los “intermediarios de los dioses”, corrigiendo el texto del proyecto de reforma del Código Civil (ya bastante mamarrachezco por su sesgo político y su función de airbag para el inminente estrellamiento de nuestra faraona y su séquito de secuaces). Parece que para “no ofender a los dioses” habrá que tirar por la borda todos los avances técnico-jurídicos hechos hasta aquí sobre la fertilización asistida. El asunto de la reforma ya me malhumora pero metida la iglesia en esto es para agigantar el fastidio. La religión para los que creen, al resto déjennos la ley. Cualquier intento de avanzar en una legislación propia de este siglo tiene que volver a las catacumbas. La infertilidad la soluciona dios, véase sino a la madre de Juan el bautista. La ciencia no está para esas cosas…



 
 
 
     Y como para que no me quede duda de que la realidad se ha empecinado en darme, precisamente, una apabullante dosis de realismo, en los últimos días he tenido que escuchar (anonadada, sin margen de reacción) a un par de clientes (en pelea entre sí) utilizando el término “sidoso” como el sumun del insulto; al mismo tiempo en un blog de arte (www.loveartnotpeople.org), personas presuntamente cultas, también han abusado de esa tendencia de tildar a una enfermedad como “crimen” y quintaescencia de la carencia de valores éticos.
 
    Se ve que nada está pasado de moda. LOS RETRÓGRADOS SON MONEDA HABITUAL Y CORRIENTE, NOS LOS CRUZAMOS EN LA CALLE, NOS RODEAN POR TODOS LADOS. De poco vale tratar de avanzar y superar la ignorancia y los prejuicios. Nada de lo que nos hizo involucionar ha desaparecido del horizonte. Solo se esconde, sólo se disimula por un rato. Pero apenas te descuidás, ahí está otra vez. Lamentable. Y parece que irreversiblemente también.
 
 
 
 

miércoles, 20 de noviembre de 2013

 
 
 
     Durante 26 minutos 47 segundos (cronometrados con el celular) soporté estoicamente la enervada diatriba de uno de esos entrañables amigos devenidos ilusoriamente en mis “representantes” honorarios, quién se atribuye –independientemente de mi opinión o interés- pleno derecho a decidir por mí que pasos debo o no dar en el desarrollo de mi carrera artística. ¿De que la iba ayer su enojo? A mi desidia de no haber coordinado aun una muestra para el próximo verano. Puntualmente, por no haber aceptado presentarme en Punta del Este otra vez.


 
 
 
 
     Mientras lo dejaba monologar –que es lo que hago habitualmente trate de qué trate el asunto- consideré vagamente si debía interrumpirlo para recordarle mi Regla número 18: nunca volver.
 
     Opté por seguir en silencio y dejar que mi cabeza tarareara a Sabina:
 
En Comala comprendí/ que al lugar donde has sido feliz/ no debieras tratar de volver./ Cuando en vuelo regular/ pisé el cielo de Madrid/ me esperaba una recién casada/ que no se acordaba de mí.” (Joaquín Sabina, Peces de Ciudad, del Álbum Dímelo en la calle).
 
      El último enero expuse en una Feria de Arte en el Conrad y, encima, premiaron una de mis obras, ¿cómo volver al año siguiente? Imposible. Pero él ya había llamado a mi Regla número 18 una “absoluta estupidez”, que se tiene que machacar sobre caliente, que si ya se ha entrado a un nicho hay que insistir en esa plaza. Que ese es el modo de posicionar la marca. Que las acciones esporádicas no sirven para nada, ¡la gente tiene memoria de pez! Se tiene que concentrar las acciones de difusión y publicidad para propender a la fijación del concepto, máxime en el momento más receptivo del público (¡el verano!) en un mercado económicamente apto (¡Punta del Este, la Miami sudaca!) para ser tentado con bienes suntuarios (¡el arte!). Y bla-bla-bla. Introducción al marketing de primer año.



 
 
 
     Supongo que el andamiaje de una amistad que ha atravesado los años es conocer al otro y aceptarle todo eso que nos resulta insoportable: yo le aguanto que él quiera que yo aplique teorías de comercialización en la difusión de mi obra y él se aguanta que todo lo que me dice (a los gritos ofuscados) me entre por un oído y me salga por el otro. Sé que puedo lucir “apática” frente a la opción de aplicar un “agresivo plan de negocios” a mi trabajo. Pero siempre doy por hecho que los que me conocen saben que no es mi prioridad “vender” y mucho menos “posicionar una marca”. Comprendo que sea difícil captar la diferencia entre un artista y un empresario o un tendero, pero puedo jurar que definitivamente la hay y que si se presta atención un poco se nota.


 
 
 
 
     Por suerte él sabe capitular cuando llegamos al punto muerto de su alegato al filo de la disfonía y mi fría y absoluta indiferencia. Entonces me sonríe -y yo confirmo que he sostenido nuestra amistad sólo por esa deslizante sonrisa ladina-, y me propina sin piedad un golpe bajo: “-Supongo que tenés toda tu energía puesta en terminar tu serie de Ragnarök para exhibirla los primeros meses del año que viene.-“ Suelto el aire fingiendo un suspiro, recepcionado el golpe. Hijo de puta. Sabe que estoy trabada, que hace meses que no avanzo en ninguna dirección, que estoy derrotada por los Ángeles de mi Lista, que se me escapan, que me evaden, que me humillan. Estoy en uno de esos baches de angustia y torpeza, dudando de mi capacidad para ir más allá de lo ya hecho, de avanzar sobre mis límites. Quiero más pero no lo alcanzo; he intentado una y otra vez, y fracaso y fracaso, y me empecino, y lo vuelvo a intentar con obstinación sólo para volver a fracasar. La imagen de mis Ángeles está ahí, la siento en el estómago, la veo al cerrar los ojos, puedo percibir su vibración con todo el cuerpo. Pero NO puedo asirla, no la puedo plasmar sobre el papel.



 
 
 
     Acabamos la conversación como sucede siempre: él asegurando con fingido pesar que sigo haciendo todo mal y yo proponiéndole que ofrezca sus buenos oficios a quién se los valore y, principalmente, se los pida. Ambos concordamos –al fin y al cabo somos amigos- en que yo soy una causa perdida sin chance de redención.
 
 
 
 

lunes, 18 de noviembre de 2013

Sobre entender el arte como un business



 

 
     Regreso a la reseña de mis errores. Y dicen (mis voces) que el más imperdonable de todos ha sido el menosprecio con el que he tratado a las oportunidades que el destino (y las caderas) me han proporcionado en mis mejores años de “merecer”. Obviamente no debería ni contemplar la posibilidad de replicar tamaño disparate, pero como sé que alguien (el psicólogo aficionado –o no- de turno) dirá ¡COBARDE!, y seré muchas cosas pero la cobardía no está entre mis genes, me dispongo con valor al raconto veraz.



 
 
 
     Ya dije que a mis inicios adherí a diversas asociaciones de artistas, creyendo el eslogan de que “juntos podemos más”. No es que lo creyera, que ya por mis diecinueve-veinte años era bastante sensata. Pero reconozco que por entonces ya tenía esta tendencia vampira de buscar a quienes más saben –por educación o por experiencia- para fagocitarles el conocimiento.
 
     En una asociación menor de Lanús fui durante un tiempo la supuesta protégé del mandamás del grupo, y si de supuesta hubiera pasado a efectiva probablemente hubiera asegurado mi lugar en los salones y concursos locales. Y no es que el tipo no me resultara agradable, pero él tenía un tema con mi nombre y yo ya había decidido ser Farnell. Y siempre he sido (y seré) terca para negociar con cualquier cosa farnelliana.
 
      Después fue un escultor, realmente un gran tipo, ya con un nombre hecho, quién elegantemente hizo todo lo humanamente posible para que yo entendiera que me estaba invitando a “trabajar en equipo”. Y a mí me sale fácil lucir adorablemente en babia, y no decir nada como si no hubiera entendido de qué se trata. Él se cansó, yo seguí en mi estratosfera desconocida haciendo –mal- las cosas a mi manera.



 
 
 
     Cuando empecé a concursar en las pequeñas galerías y centros de arte de Buenos Aires, donde el flirteo es práctica deportiva de temporada, recibí discretas y no tanto insinuaciones de ayudarme a avanzar en mi carrera. Hubo gente agradable y divertida, con la que preferí mantener cierta especie de amistad. De otra huí con escrupulosa cortesía. Recuerdo un pase de manos en un vernisagge donde cierto caballero (¿impresentable?) me entregó una esquelita con una campanita y una moneda italiana. Era una línea declarando su amor. En una conversación previa me había hablado de su ascendencia gitana. Juro que pese a todo mi escepticismo creí en ese momento que la moneda, la campana y el papel constituían una especie de embrujo, un maleficio. Tiré el papel y perdí la moneda. Pero la campanita la conservé por años en el llavero. ¿Por qué? Porque soy contradictoria, qué duda cabe. Ni que decir que tras esa muestra ni volví a aparecer por esa galería.
 
      Con los años lo creí muerto hasta cruzármelo poco después en un evento confirmando que mis malos augurios alargan la vida.



 
 
 
     Recuerdo también a alguien que abiertamente propuso un canje de favores: el aliento concreto a la difusión de mi trabajo a cambio de mi dócil compañía. Él estaba ciertamente loco y era muy agradable, no me disgustaba su charla errática, exagerada, poco creíble a veces pero divertida en conjunto. Seamos sinceros: él no podía llevar mi carrera en ninguna dirección ya que no podía ni con su vida. Pero fue de los menos desagradables en sus insinuaciones, y ciertamente el que menos me costó evadir ya que su mujer debería conocerlo lo suficientemente bien como aparecer siempre que él y yo coincidíamos en algún lugar. Me cansé muy rápido –lo que no es extraño en mí- y seguí por otros rumbos. El siguió en el mismo lugar, sin dar trascendencia ni a su fundación ni a ningún artista. Pero reconozco que era un tipo simpático.



 
 
 
     En uno de los vernissage de un salón nacional conocí a un par de “grandes maestros”, de los consagrados. Uno en particular se obsesionó con mis piernas (me lo dijo literalmente). Él fue insistente, yo fui curiosa. Mi alma vampira prevaleció cierto tiempo, pero cuando en un almuerzo, al tiempo del café pidió un té “cachamai”, no pude resistirlo. Tuve un ataque de “buen gusto” y no soporté ni la idea de volver a verlo. Algunas charlas sobre su teoría del arte valieron la pena pero, ¡por dios!, nadie pide un “cachamai” cuando lleva a comer a una joven mujer a la que pretende seducir. Murió tiempo después y me dio pena. Me hubiera gustado tratarlo si él me hubiera visto como una igual (o un proyecto de igual) y no como una presa propiciatoria para la caza y el descarte.
 
     Hubo un par de damas también, dueñas de sus propios espacios, que hicieron avances concretos. Diré que he comprobado que las mujeres pueden aceptar un rechazo con más clase y persistir en el trato cordial después. Con una de ellas seguí haciendo pequeñas cosas a lo largo de los años, y pese al intento de canje de servicios del principio, a mi vaga negativa de que no entendí de que se trata pero igual no, ella no volvió a insistir y pudimos entablar una especie de amistosa camaradería.



 
 
 
     Y hubo gente, ciertamente, por la que me he sentido honestamente atraída, no porque su lugar en el mercado del arte me abriera la puerta hacia otro lado, sino por ser personas inteligentes, con ideas provocadoras y gratas en el trato normal. Pero como corresponde, o al menos como me corresponde a mí, mi atracción nunca encuentra debida respuesta. Ni que decir que con mi carácter yo no soy ni obvia, ni insistente y, probablemente, ni siquiera medianamente clara en mi interés. No la voy de acosadora ni que me paguen y me den un libreto. Ese sí es un error que me reconozco: debería haber aprendido. Hubiera podido valer la pena cazar a cierto art dealer devenido en galerista y después en empresario del arte, pero cuando pareció que avanzábamos en alguna dirección (sutil, discretamente) apareció cierto odioso caballero que actuó como si yo me estuviera metiendo con su propiedad. Se sabe que no adhiero a la confrontación y mucho menos al escandalete. Giré sobre mis talones y partí con destino desconocido. Él tampoco me buscó, así que supongo que todo fue como debía ser.



 
 
 
     Y por último reconozco que estuve muy, muy cerca de los dueños de cierta revista de arte, hoy desaparecida, propiedad de una pareja, ella, pobre, no muy despierta y nadando en aguas ajenas, y él un auténtico –y talentoso- estafador. El hizo que el maestro Pujía recorriera mi muestra en La Manzana de las Luces y dejara su saludo en mi libro de visitas. A cambio de esa encantadora gentileza yo le presté atención. Puede que él al principio me quisiera como elemento decorativo para colgar de su brazo y darse cierto prestigio social al poder mantener yo una conversación medianamente ilustrada. Después el captó que podía ayudarlo en cuestiones prácticas y darle la mano en alguno de sus múltiples líos. Él era talentoso pero deshonesto, pero no más que otros galeristas que he conocido con los años. Si alguien le hubiera puesto límites y control él podría haber llegado a ser un peso pesado en el mercado. Pero no era para mí, era mucho trabajo y mucha exclusividad, y yo no quería por entonces tener una galería o manejar una revista (¡so estúpida!) e hice lo que hago mejor: desaparecí.
 
      Supe que él fue en picada, su mujer se casó con otro y cerró la publicación, y –dicen- que él acabó preso en Santa Fé. Tiempo después estuve nuevamente cerca de la dueña de otra revista cultural en decadencia. Ella me encontraba interesante, quería mi colaboración, entendía que yo hubiera podido darle concreta ayuda “técnica” y sensata para levantar cabeza. Pero, otra vez, mi espíritu de lobo solitario prevaleció y opté por alejarme. Sí, era interesante, pero a mí nunca me sobró el tiempo y el poco que tenía era para pintar. He sido demasiado joven –aunque no tanto- y demasiado poco práctica.



 
 
 
 
     Supongo que puede resumirse diciendo que jamás pude ver al arte (mi carrera) como un negocio, dónde deben hacerse diversos intercambios –en especies- para obtener beneficios y escalada en el ranking artístico. Error, ya lo sé. Todo es business, eso dicen. Y todo tiene precio, dicen también.   
 
 Será verdad pero a mí (ya escucho los gritos) todo lo que se relaciona con el dinero me parece vulgar y no puedo evitar considerar el Arte como una disciplina superior. Mis voces a coro cantan: ERROR – ERROR – ERROR –ERROR – ERROR – ERROR – ERROR - ∞
 
     Pero escucho también (mi esquizofrenia es decididamente múltiple) a Calle 13 cantando:
 
“ …Es muy fácil ser esclavo de la industria navegando a favor de la marea. Tú te vendiste más barato que una prostituta en la autopista. Esa es la diferencia entre un negociante y un artista…” 
 
 Que lloren, del Álbum Los de Atrás vienen conmigo
 
 
 
 
 

jueves, 14 de noviembre de 2013

 
 
 
     He dado en una de mis últimas cacerías de libros con El Escriba Sentado de Manuel Vázquez Montalbán, una compilación de ensayos sobre otros escritores, bajo el atractivo concepto de espiar lo que leen aquellos a los que nosotros leemos. Adquirí el libro con excesivo entusiasmo y tras los primeros capítulos empecé a enojarme conmigo misma. Es un síndrome que ya experimenté en la lectura de algunos ensayos de Eco: me enfurece no haberlos leído antes porque ahora ya no tienen ni gracia ni sentido. Leer sobre la validez ética -o no- de la postura de artistas y escritores ante el comunismo, de los que demostraron comprometerse aun personalmente con el movimiento, hace que –a lo sumo- me sienta enternecida por su ingenuidad. A esas alturas uno no puede menos que ver la inutilidad de tanta pasión en un ideario que los años han demostrados no sólo ineficaz sino ciertamente absurdo. Los anacronismos históricos hacen que sienta que estoy jugando con ventaja: yo hoy sé que todo aquello era una ilusión y me decepciona la frustrada fe de quienes honestamente creyeron en ello. Y tras el 11 de septiembre de 2001 y su barbarie todo aquello se ha vuelto hasta infantil y romántico. De la Guerra Fría y la KGB a la Guerra Santa y a los mártires suicida. No sé si hemos empeorado pero ciertamente el hombre tiene una gran vocación para destruir al hombre. Las razones son anecdóticas, se trata sólo de matarse.



 
 
 
     Algo similar me pasó con Apocalípticos e Integrados, de Umberto Eco, cuando analiza la significancia cultural de las historietas y los personajes de comics. Me gusta mucho Snoopy y la estética de Dick Tracy me recuerda invariablemente a Roy Lichtenstein pero soy de la generación de The Simpsons. La cultura popular de los últimos veinticinco años está marcada por Homero, Bart y Lisa. Uno puede entender el comportamiento social asimilándolo a los patrones magníficamente estereotipados por Matt Groening. Yo pertenezco al bando de las Lizas aunque en mi vida social simule ser una Marge y críe amorosamente a una Maggie silenciosa que será de seguro y con los años una psicópata asesina serial. Y estoy rodeada de Homeros y Barnys, buenos en esencia, bastante inútiles en la práctica, entrañablemente queribles por su humanidad. Y muchos Barts indefinidos que se han olvidado de madurar y que deambula por ahí porque, claro, nadie ha pretendido jamás que haga otra cosa.



 
 
 
     Esta sensación de que todo va tan rápido que hasta nuestros escritores de cabecera se quedan atrás es una fea forma de orfandad. Como que uno se queda sin referentes a la hora de pensar y entender el mundo. Y pese a mi amor incondicional por Pepe Carvalho estuve a punto de tildar ese libro como uno de los más molestos leídos en los últimos tiempos, cuando por sus últimas páginas se detiene a referenciar a Jorge Luis Borges entre otros escritores. Y me pareció tan maravilloso el texto, que así de voluble como soy, me reconcilié de inmediato con el libro y lo dejé a la mano en mi escritorio para una relectura lenta y predispuesta. Trascribo porque vale la pena:
 
Vivir no es necesario, leer y escribir sí. He aquí una posible divisa borgiana que sus fieles han presentado como la principal causa de su devoción. La literatura de Borges no suele estar manchada por la sociedad real o la historia programada, sino que tiene una legitimidad estrictamente literaria: Borges es la literatura, nada más y nada menos… En Borges hay una filosofía, una visión del mundo nihilista y anarquizante, sin que la anarquía de Borges sea la de Kropotkin o Bakunin, aunque el autor hubiera sido un joven socialista utópico, más por joven que por socialista. El hombre es un todo y es cada hombre y generalmente no se merece la realidad que le predestinan. (…) Muchos escritores tratan de hacerte olvidar que estás leyendo, en cambio Borges te está avisando continuamente de esa lectura, como esos escasos honestos vendedores de aviones de papel que te avisan de no sirven no ya para cubrir la ruta Buenos Aires-el Bósforo, sino ni siquiera para volar. ¿Es una sabiduría o una impotencia? Para los borgianos es una suprema sabiduría, hija de la lucidez nihilista del autor. Para los menos borgianos es la manifestación de una impotencia, la de elevar una prodigiosa escritura a otra dimensión más intrínsecamente literaria. Lo cierto es que Borges ha sido uno de esos escritores seductores que han roto corazones y ocupado cerebros.”
 
Manuel Vázquez Montalbán, El escriba sentado, Grijalbo Mondadori S.A. Barcelona 2001, pág. 219/220
 
 
 
 
 

martes, 12 de noviembre de 2013

Sobre el autoboicot y el Libro de las Reglas.



 
 
 
     Los psicólogos (bueno, los que yo conozco al menos, así no generalizo y evito ofender a la excepción si es que existe) arguyen que la mayoría de nuestros fracasos son consecuencia directa de que nos boicoteamos el éxito. Considerar qué, quizá, la falta de éxito se deba a falta de talento o de aptitud, bueno, no. Es autoboicot y basta. Cual libro de autoayuda nos dicen que si queremos podemos aunque todo el sentido común del planeta nos recuerde que Quod Natura non dat Salmantica non praestat mal que le pese a Freud y sus secuaces.
 
      A lo largo de mi vida muchas de mis conductas -fundadas en mi propio Libro de las Reglas- fueron tildadas por esos amigos del alma demasiado afectos al psicoanálisis como un puro y absoluto boicot autoinfringido. Dice la Regla número 18: nunca volver a participar en un concurso, certamen o salón si me premian. Razón de la Regla: porque si sucede una vez tiene mérito, si se repite ya no tiene gracia y fila la comodidad. Cuando te aceptan en un lugar está muy bien, te hace pensar que no lo estás haciendo tan mal, es ciertamente gratificante y un shot de adrenalina directo al ego. Quedarse en ese lugar, volverse habitué y número puesto es estancamiento e impide el crecimiento. No tengo rasgos masoquistas en mi psiquis (eso digo yo, habrá que ver si lo dicen ellos) pero así y todo creo que un poco de rechazo y otro tanto de “maltrato” figurado (no práctico, entiéndase bien) incentiva el desarrollo. Lo opuesto a la famosa tibieza de estufa que no quería ni Herman Hesse ni yo.



 
 
 
   Fue en estricto cumplimiento de la Regla número 18 que tras ganar mi primer reconocimiento (una Mención Especial del Jurado) en un Salón Municipal de Lanús no participé en el ámbito municipal por muchos, muchos años. Cuando volví (¿quince años después?) apenas me seleccionaron y me colgaron detrás de una puerta. Ahí me enfurecí (mi obra no era tan mala y, encima, me colgaron al lado del retrato de un perrito caniche bizco de mirada maligna) y hasta ahora no he retornado. La Regla número 54 autoriza a los berrinches infantiles como sucedáneo al Valium.


 
 
 
 
     Mi estricto cumplimiento de la Regla número 18, no volviendo a las Galerías, Espacios de Arte o Centros Culturales donde han reconocido mi trabajo ha sido tildado por mi entorno como inconsecuencia y dispersión, poca seriedad en el seguimiento de mi carrera, y llana ausencia de criterio para la interpretación de la realidad del mercado. Permanecer dentro de un grupo o circuito -me han dicho varias veces- permite asentar el estilo y asegurar un público que guste y acepte la propuesta. Moverse entre “conocidos” asegura la aceptación y disminuye riesgos. Lo que yo traduzco como concreto “achanche”.
 
      El llamado autoboicot es así y dentro de mi entendimiento una eficaz herramienta para no anquilosarse. El arte debe ser una búsqueda en la que realmente no queremos encontrar ese oscuro objeto del deseo. La búsqueda constante, el movimiento para adelante, para los costados o para atrás, pero constante movimiento. No se trata de un caminito definido, como en el Juego de la Oca, avanzo dos casilleros, quiero llegar a la meta y ganar la partida. No hay meta y no hay victoria. Sólo el placer del mientras tanto. Sé ciertamente (de hecho, puedo “oírlo” dentro y fuera de mi cabeza) que ante esta argumentación mucha, muchísima gente tiene solo un comentario: ¡ERROR!
 
 
 
 
 

domingo, 10 de noviembre de 2013

 
 
 
     Bromeaba yo hace poco con el argumento de “pornografía intelectual” para diluir en retórica mi presunta inclinación a un arte cada vez más erótico y a su difusión en sitios ad hoc. ¿A santo de qué mi argumentación? A quedar bien con dios y con el diablo, evidentemente. Como me dijo alguien alguna vez: Se dejan todas las puertas entreabiertas, porque nunca se sabe por dónde vas a tener que salir corriendo.
 
     Pero al leer ayer en el suplemento Sábado de La Nación (epítome de lo conservador por estos lados) un artículo que refiere en su título “erotismo de culto” y mezcla en el texto el concepto de porno con una visión intelectual, me dije (¿preocupada?) o estoy desarrollando cierto modo de clarividencia o algunos cortocircuitos de mi cerebro coinciden con los de otras personas allende los mares. Extracto a continuación algunos párrafos del artículo: LAS REVISTAS PARA ADULTOS, TRAS UN EROTISMO DE CULTO Adult, en Estados Unidos, y Odiseo, en Barcelona, renuevan las porno magazines con una mirada femenina inteligente. Noelia Ramírez – El País (página 7 del suplemento Sábado del diario La Nación del sábado 9 de Noviembre de 2013).
 
       Acotación al margen: la obra reproducida en el inicio de esta entrada es Sin título en verde (Pornografía Cartográfica), sacando la acotación entre paréntesis del título según a donde envíe la obra en mis intentos de postular a espacios de exposición (infructuosamente por lo general). Después de leer La Nación del sábado ya no lo saco más. Si el diario más tradicional del país puede hablar de porno culto yo puedo hablar de porno cartográfico sin pudor.



 
 
 
Madrid.- La revelación le llegó viendo porno en casa. Cuenta Sarah Nicole Prickett que decidió ponerse a editar Adult la última Navidad. Fue cuando se dio cuenta de que quizá debería estar viendo algo más intelectual, con menos machotes en escena. Y recordó las ganas que tenía de editar una revista. “Pero no una de esas de bonito diseño, fotografías preciosistas y textos huecos que acaban decorando tu mesita del salón o acaban perdidas en tu tote bag. Una revista que fuese un banquete para tus ojos y tu cerebro. Densidad con erótica inteligente. Y que los lectores guardasen cada número celosamente”, explica vía correo electrónico. Esta periodista colaboradora, entre otros, del New Inquiry, decidió unir fuerzas con su amiga Berkeley Poole (diseñadora de la revista V), el editor fotográfico Jai Lennard y el escritor Noah Wunch para editar una publicación “de experiencias y erótica contemporánea”. Una revista con “perspectiva femenina” y cuyo primer número… está repleto de… desnudos femeninos. Muchos desnudos. (…) …Una editora que afirma “no dedicar ni un segundo en su cabeza” a esas revistas de pechos estratosféricos que pueblan las estaciones de servicio y consciente de “haber abusado” en el lanzamiento de Adult del desnudo femenino (es “más atractivo” dice). ¿Por qué cuesta más enseñar el cuerpo masculino? “El problema es que ellos están aterrorizados por su atracción infantil hacia su cuerpo, y percibieron la incapacidad de conquistarlo. Los hombres son débiles. ¿Qué quieres que diga? Vamos a poner a muchos más hombres en el segundo número, les guste o no.” (…) Quién también ha decidido rectificar sobre la marcha es Albert Folch, fundador del multipremiado estudio de diseño con sede en Barcelona Folch Studio, creador de esa referencia editorial que es Apartamento y director creativo de Odiseo, un bookzine de carácter semestral que va por su tercer número. (…) “Reconceptualizamos todo el proyecto para huir de la etiqueta ´público masculino´ y ofrecer una visión más transversal del erotismo, alejándonos de géneros. Abandonamos formatos revisteros y ahora podemos decir orgullosos que Odiseo no es sólo para hombres.”
 
 
 
 
 

sábado, 9 de noviembre de 2013

Quinto error. Mi falta de nocturnidad.



 
 
 
     Debe existir algún sesudo ensayo que trate y concluya respecto de la existencia de una estrecha vinculación entre el arte y la noche. Yo pude –de haber prestado debida atención- llegado también a esa conclusión cuando en el Parque Lezama, habiendo pasado medianoche, ya aprestándonos a levantar la muestra multidisciplinaria que había sido el Festival de Arte Joven (artistas visuales colgando de unas especies de arcos de madera, sobre un escenario performances y grupos emergente de rock) un hombre me buscó para comprar una de mis obras.
 
      Fue pintoresco: él quería Rey de Copas II (segunda versión de La Muerte del Rey de Copas, una obra adorada y que tuvo un destino acorde y del que no voy a dar detalles jamás en este blog), pero cuando le dije el precio (no me acuerdo cuanto pero no debe haber sido mucho) él consintió siempre y cuando por ese mismo precio se llevara también Trampa (la obra reproducida al principio).
 
     Sé que iba a decir que no, no por el dos por uno sino porque yo había vuelto a pintar al Rey de Copas para mí, para recordar el primero. El hombre insistió ronroneándole a mi ego: “Cuando seas famosas voy a vender una, pero la rubia con la máscara me la quedo porque me recuerda a mi ex. Por eso necesito llevarme las dos”. Mientras me preguntaba si volvería a pintar una tercera versión del Rey pensé que a ese hombre le interesaban de verdad para estar a las doce y cuarenta de la noche en mitad del Parque Lezama negociando su compra. Era raro, el resto de los expositores ya habían descolgado y a mí me apretaban las sandalias de taco alto tan poco propicias para caminar en una plaza después de toda la jornada que había arrancado allá por el mediodía. Acepté y allá fueron esas dos. Ni le pregunté el nombre a aquel hombre con fe en mi trabajo. Corría 1994.



 
 
 
     Un par de años después, medio dormida atendí el teléfono de casa. Serían las once y media de la noche de un domingo. El curador de La Dama de Bollini (donde en ese momento exponía y donde, obviamente, yo no estaba cuidando mis asuntos) me llamaba argumentando que una pareja quería Hora de Cierre pero no llegaban al precio fijado por mí (¿doscientos pesos en el uno a uno?); que ofrecían un poco más de la mitad. Que qué decía yo a eso. ¿Y qué iba a decir? Medio dormida y de vuelta sorprendida por el horario en que a la gente se le da por comprar cuadros, le dije que lo manejara como mejor le pareciera a él, que si realmente querían la obra el precio era el que podían pagar. Ya sé, es muy probable que esa pareja (de la que tampoco nadie registró el nombre) pagara por encima de lo que yo pidiera en su momento y de lo que efectivamente percibí después. Pero yo soy un ser de la mañana, mi cerebro funciona mejor con luz natural. Y sigue pareciéndome mucho más importante –aun hoy- que alguien quiera comprar una de mis obras que el precio que pague por ella –o mejor dicho: el precio final que reciba yo- . (Ni qué decirlo: ¡Error!)



 
 
 
     También fue una venta nocturna la de Paraísos Perdidos, pero esa fue más lógica: en un vernissage en La Manzana de La Luces cuando exhibí completa y en exclusiva la serie Borgeanas. Y la compró un amigo que ya conocía mi trabajo y ahí decidió la inversión al poder elegir entre toda la serie. Durante años la tuvo colgada en su lugar de trabajo (sospecho que aun debe tenerla en su actual despacho) y también en ese caso fue más importante saber que la obra iba a parar a manos de alguien que realmente la apreciaba y que la iba a disfrutar con la misma intensidad que yo disfruté al hacerla. Confirmé otra vez que más importante era el destino de la obra que el dinero que pagaran por ella. (¡ERROR IMPERDONABLE! Nada es más importante que el dinero ¿no?)





  


     Con el correr de los años las ventas las he efectuado mayoritariamente por internet, a personas que
vieron mi trabajo en alguna galería virtual y me contactaron. Jamás les pregunté en que momento habían tomado la decisión, quizá también haya sido de noche. Como corresponde, no he guardado registro de la mayoría de mis ventas (puedo recordar la anécdota de la operación pero he perdido nombres, mail, paraderos) por lo que indagar sobre eso ahora es prácticamente imposible. Pero quizá, algún día, alguien caiga por este blog, vea la imagen de la obra que cuelga en una de sus paredes y me vuelva a contactar y me dé la oportunidad de preguntarle.
 
 
 
 
 

jueves, 7 de noviembre de 2013

Cuarto error. Mi primer acto de censura y mi insoportable –y poco comercial- discreción.



 
 
 
     Durante los años 1992/95 trabajé en una serie de obras inspiradas en Las Flores del Mal , el libro maldito de Charles Baudelaire. La estética literaria siempre la he apreciado de modo plenamente visual (a mí me parece lógico atribuir color a las vocales por lo que cuando descubrí la versión colorista de Rimbaud al respecto no pude menos que sentirme absolutamente identificada), y en esos años Baudelaire era uno de mis autores fetiches al que propendía inevitablemente a pintar.
 
    Es baudelariano el concepto de “autonomía de lo bello” que primó en mi obra for export cuyo destino relaté en la entrada anterior, y desde ahí siguieron un par de obras que a mi criterio resultaron bastante logradas. Al menos El Gato, Mujeres Condenadas y La Metamorfosis del Vampiro han sido de mis favoritas.



 
 
 
     En el año 1996 expongo en el Centro Cultural Acoyte, lo que era en realidad el salón de usos múltiples / auditorio del Centro Comercial (galerías, mini shopping, ya no recuerdo como lo llamábamos en esos años) que había en Acoyte y Rivadavia. Las obras se colgaban en las paredes laterales del auditorio, a los costados de las filas de sillas, y en la pared de fondo de la sala. No era un lugar que concurriera el público libremente pero cuando se realizaban los eventos culturales (charlas, congresos, presentaciones, recitales) la afluencia de público era amplia y segura. Todo muy lindo.
 
    Llevé obras de mi serie Las Flores del Mal, algunos dibujos de Borgeanas y creo que un par de Primitiva. Una cuelga tranquila, el montaje a mi criterio quedó presentable, y, tal mi costumbre, dejé mis obras a correr su suerte y escribir su historia. La muestra era larga, veinte o treinta días, no puedo precisar en este instante. Yo no pensaba en realidad volver hasta el descuelgue, ya que por las características del espacio no se hacía inauguración (ni yo la hubiera hecho, que no soy propensa a los vernissages ni propios ni ajenos).



 
 
 
     Pero por esas cosas que tiene la vida, una amiga quería comprarse un vestido y en esa zona había tiendas de buena calidad y mejores precios, y de paso iba a visitar la muestra. Yo, como artista, podía entrar sin problema a la sala aunque no hubiera actividad, así que como una semana después me presenté en el espacio de exhibición.
 
      Apenas entré me dije: ¡Qué mal colgué! ¡Está todo desequilibrado! Varios segundos después me di cuenta que lo que me chocaba eran los huecos entre obras. Recién ahí caí en que faltaban algunas. Me costó entender lo que significaba eso. ¿No las había traído? Sí, si yo las colgué. ¿Cómo no iba a saber exactamente que tenía que haber en cada pared? ¿Un robo? ¿Una venta? Me parecía más razonable un robo que una venta, ya que cotejé que las obras faltantes eran precisamente las mejores a mi criterio: El Gato, Mujeres Condenadas y La Metamorfosis del Vampiro. Claro que también ese concepto podía indicar que, por su presunta calidad, podían ser las primeras en venderse. Pero, ¿por qué nadie me avisó?   Ya las robaran ya las vendieran era algo que –se supone- a mí me podía interesar saber…
 
      Busqué a la curadora del espacio, que era en realidad quien administraba el shopping y alquilaba los locales por lo que tenía una oficina en un primer piso sobre el área comercial. Ciertamente no subí a buscarla haciendo escándalo, ya que en mi planeta por lo general las cosas tienen una explicación razonable y los buenos modales son ante todo.
 
      Debe haberle sorprendido mi amable aparición porque reconozco que se puso muy incómoda. Me explicó que había tenido que “descolgar” esas obras porque en el auditorio concurrían grupos de chicos de colegios a la presentación de libros educativos de la Editorial Kapeluz y esas tres obras eran “muy llamativas” y los “distraían”. Pero que pasado el evento puntual volvían a colgarlas, que había sido un olvido el que no lo hubieran hecho esta vez. Olvido que permitió que yo me enterara, porque si no me hubiera pasado desapercibido el movimiento. Pregunté donde estaban las obras, sin hacer ningún otro comentario, la pobre mujer seguro estaba esperando un grito y un insulto. Ella me acompañó al auditorio y en un costado, tras unos paneles, estaban las tres pinturas paraditas y bien escondidas. Procedí a volver a colgarlas y a hacer desaparecer el desequilibrio en las paredes. Tener las obras colgadas de modo armónico me calmó y me desentendí por completo del acto de censura al que había sido sometida. (Sonido de chicharra de alarma: ¡Error!)



 
 
 
     Sé que debería haber hecho un gran alboroto, clamar por la falta de respeto que constituía un descuelgue bajo ese argumento y SIN HABERME AVISADO; que la única actitud digna de mi parte en ese contexto era llamar un flete, descolgar todo e irme dando un portazo. Que debería haber salido de ahí y remitir una carta documento indignada pidiendo un desagravio por el atropello. Pero yo no hice ni dije nada. Volví a mirar la sala montada como lo hiciera originariamente, saludé con fría y tranquila educación a la encargada del espacio y me fui con mi amiga en saga que no dejaba de preguntarme anonadada: “¿Pero no vas a hacer nada?”. No. No hice nada. (Sonido de chicharra de alarma: ¡Error!)



 
 
 
     Honestamente, no sé cuánto tiempo estuvieron realmente colgadas esas obras durante lo que duró la muestra. Lo más probable es que cada vez que había un acto en el salón auditorio las descolgaran para que no “distrajeran” a nadie. Tal vez también se olvidaron de volver a colgarlas. Cuando fui a levantar la muestra estaba en su lugar y quiero creer en la buena fe de todo el mundo y prefiero suponer que después de ese incidente nadie las volvió a bajar de las paredes. ¿Por qué no me aseguré de ello enviando gente a constatarlo o concurriendo yo asiduamente a verificarlo? Porque yo no actúo de esa manera. Porque es poco cortes desconfiar. Porque mi fe en mis obras implica que ellas marcan la diferencia aun cuando obligan a su censura: al menos no pasan desapercibidas.
 
     Sé a ciencia cierta que muchos hubieran hecho con esto un gran show y hubieran arreado agua para su molino. Obras censuradas es equivalente a indignación y prensa. Se habrían encadenado a las rejas de entada del complejo o hubieran cortado con una sentada de artistas molestos la circulación del tráfico por Acoyte. Hubieran puesto unos billetes en el bolsillo de un empeñoso y hambriento joven movilero de Crónica TV. Pero ni entonces ni ahora adhiero a tales prácticas, no porque no considere que son eficaces métodos de publicidad, difusión y marketing. Sólo porque yo soy tan insoportablemente discreta. (Sonido de chicharra de alarma maximizado: ¡ERROR!)



 
 
 
Post Data: Encima de todo, la curadora –que evidentemente no tenía ningún tipo de remordimiento por el maltrato al que me había sometido ni consideraba su conducta reprochable- reclamó al descuelgue el pago del “arancel” por haber expuesto en ese espacio: quedarse con una obra. Eligió La Autonomía de lo Bello IV –la obra reproducida al inicio- la que yo entregué sin decir palabra, respetando el pacto de caballeros que era el arreglo verbal efectuado al iniciar la relación. Debería haberme negado a entregar obra alguna atento el acto de censura al que sometieron parte de mi trabajo. Pero insisto, yo estoy maldecida por la buena educación.