lunes, 30 de junio de 2014

El artista como “artista”.


Termino, después de darle vueltas y vueltas al asunto, convencida de que el artista es todo y no es nada, que no le alcanzan definiciones o fórmulas fijas.  Que puede ser y no ser, que hay un poco de todo pero nada concluyente, y entonces es siempre prueba y error, ir por un camino para desandar por otro. Y que más allá de la intensión de definirse nunca se alcanza un punto quieto.

El arte es mutación, inconformismo y búsqueda, y el artista, como mera herramienta tomada por el arte, carece de autonomía para evadirse de un destino de perpetua incertidumbre e insatisfacción.

No digo que no haya placer, porque la acción creativa es en sí misma  placer puro, es plenitud de los sentidos sobre la razón; el triunfo de lo sensorial por sobre lo racional.  El arte da placer pero no certeza.  Uno no sabe si lo que ha hecho  será aceptado o comprendido, que valor tendrá ante ojos ajenos; y cuando  se tiene la convicción de que es realmente bueno lo que se ha hecho  de inmediato avanza el pánico de no poder volver a hacerlo nunca más.

Como la única verdad  es que no existe una verdad  única, la definición del arte es su intangible esencia no identificable, la imposibilidad de definirlo de un modo unívoco. 


Por eso descreo del marketing cultural aplicado al arte: es materialmente imposible.  Si no puedo identificar ni catalogar el objeto no puedo armar fórmulas infalibles para posicionarlo.  El arte, la obra de arte, no es un producto, no puedo conocer exactamente sus componentes, ignoro el mecanismo de generación,  no puedo hacer encuestas para medir su aceptación o que modificación requiere su packaging  para entrar al segmento adolescente que más consume.  No hay una fórmula “coca-cola” que asegure su implementación y el éxito.  No se puede aplicar al arte las reglas de juego del mercado.  Es otra cosa.  No sabemos qué, pero otra cosa.

Es probable que haya artistas (¿artesanos?, ¿ilustradores?,  ¿diseñadores?) que crean bonitos objetos coloridos y fácilmente identificables (Britto), que arrasan fortunas sustentados en un hábil manejo publicitario y de posicionamiento comercial: puestos en el área central de shoppings masivos de Miami,  locales luminosos en aeropuertos, tapas de agendas y de cuadernos que se lanzan internacionalmente, y siguen las firmas.  Pero no es arte.  Es simplemente un diseño patentado para uso comercial.  Lindo y lustroso pero absolutamente superficial.  Y el arte tiene alma, sino no es.


 Como el miedo a lo desconocido inventó las religiones, el disgusto por algo tan evanescente e inasible como el arte llevó a la creación de un seudo arte, las escuelas de modas, las tendencias estilísticas del momento.  Un falso arte de manual, fácilmente identificable, manipulable, repetible; que pueda agruparse y definirse.  Algo que no genere dudas, que se pueda comercializar como dios manda.  El mercado se llenó de este falso arte ajustado a derecho, donde todo está claro y no hay espacio para la angustia, donde sabemos exactamente cómo hacerlo, cómo venderlo y que  margen de ganancia  nos dejará en el bolsillo.

El arte real, ese de contornos esfumados,  que va y viene sin dejarse agarrar, rebelde, que no acata mandatos sociales, a ese hay que desterrarlo por ingobernable,  por desobediente al deber ser y a lo políticamente correcto, ese queda afuera del circuito.  Con ese no podemos hacer buenos negocios.  Ese no le interesa absolutamente a nadie.


Y el arte agradecido, porque sigue siendo lo que siempre fue.  Una ensoñación, una duda, un tal vez, una posibilidad remota.  Un amante egoísta que exige pasión y entrega absoluta pero que no da nada a cambio; que lo reclama todo, que te obliga a quemar las naves, a patear tableros, a abandonar tu orgullo  Que no te promete la gloria.  Que no te jura lealtad.  Pero que a veces, por un  instante, te da un goce tan absoluto que ya no te importa nada más y que por ello te tiene entregada a su abrazo incondicionalmente y a perpetuidad.  Aunque ese instante ya no vuelva a repetirse.

domingo, 29 de junio de 2014

El artista como ¿“marginal”? de su tiempo.


  Estar al margen es ir en paralelo.  Compartir el mismo espacio y el mismo tiempo, sufrir las mismas penas y padecer los mismos miedos, pero corriendo por afuera de la pista.  ¿Por qué?  Porque las reglas y las metas son distintas.  Para la sociedad todo está claramente establecido y se tiene por preciado lo que se nos dice que vale: un buen trabajo, un buen ingreso económico, un buen auto, una buena casa, una buena cirugía estética…  y siguen las bondades.  Para el artista nada es claro y ciertamente nada está establecido de antemano.  El artista sufre la maldición de Machado: “Caminante, no hay camino; se hace camino al andar”.  El artista busca, no sabe qué, pero busca y experimenta.  Analiza.  Saca conclusiones.  A veces avanza uno para delante y dos para atrás.  El artista es una Oca en juego.  Puro azar.

  Y para el artista no hay meta, sólo búsqueda.  El artista no va a ninguna parte, el artista vive y se desvive apasionadamente.  A la sociedad le gusta la prudencia y lo previsible.  El artista no puede no estar al margen de eso:  lo prudente es  apartarse de cualquier amague de vocación artística apenas aflora,  y si está previsto no es arte.

La marginalidad es inevitable, aunque el artista trate de convivir de modo civilizado y armónico con su tiempo.  Pero no se entienden.  Van por caminos diferentes, no antagónicos pero escindidos por completo.  Distintos idiomas y distinta fe.

  “Mía.  La historia de uno de mis desvaríos.
  Desde hacía mucho tiempo yo me jactaba de poseer todos los paisajes posibles, y encontraba irrisorias las celebridades de la pintura y de la poesía modernas.
  Amaba las pinturas idiotas, paneles de puertas, decoraciones, telas de saltinmbanquis, insignias, estampas populares; la literatura pasada de moda, latín litúrgico, libros eróticos sin ortografía, novelas de nuestras abuelas, cuentos de hadas, libritos infantiles, óperas viejas, estribillos bobos, ritmos simples.
  Soñaba cruzadas, viajes de descubrimiento de los que no se tienen relaciones, repúblicas sin historias, guerras de religión sofocadas, revoluciones de costumbres: desplazamientos de razas y de continentes: yo creía en todos los hechizos.
  ¡Yo inventé el color de las vocales! –A negro, E blanco, I rojo, O azul, U verde.- Establecí la forma y el movimiento de cada consonante, y con ritmos instintivos me jacté de inventar un verbo poético accesible, un día u otro, a todos los sentidos.  Yo reservaba la traducción.
  (…) Yo he creado todas las fiestas, todos los triunfos, todos los dramas.  He intentado inventar nuevas flores, nuevos astros, nuevas carnes, nuevas lenguas,  He creído adquirir poderes sobrenaturales.  ¡Y bien!  ¡debo enterrar mi imaginación y mis recuerdos!  ¡Una hermosa gloria de artista y de narrador perdida!
  ¡Yo! ¡yo que me he dicho mago o ángel, dispensador de toda moral, soy devuelto al suelo, en busca de un deber, y para estrechar la realidad rugosa!  ¡Campesino!”
Arthur Rimbaud  Una temporada en el Infierno – Delirios  Efece Editores, Buenos Aires 1977 pág. 216/217 -229
                                                                              


Probablemente, para la sociedad de su tiempo el destino errático e improductivo de un joven brillante como Rimbaud fue una vida desperdiciada.  Hoy sabemos que A noir, E blanc, I rouge, U vert, O bleu: voyelles… , y personalmente creo que ese conocimiento ha hecho al mundo  un lugar mejor.

“Mis padres me engendraron para el juego
arriesgado y hermoso de la vida,
para la tierra, el agua, el aire, el fuego.
Los defraudé. No fui feliz.

Cumplida no fue su joven voluntad.

Mi mente se aplicó a las simétricas porfías
del arte, que entreteje naderías.”

Jorge Luis Borges



sábado, 28 de junio de 2014

El artista como ¿“consecuencia”? de su tiempo.


  La consecuencia  es el  resultado indeseable. El efecto es lo que deriva en forma directa de la causa, lo que se busca y se espera;  la consecuencia  es el colateral al que nos resignaremos y del que -a regañadientes-  nos haremos cargo.  Uno siempre se “atiene” a las consecuencias

  La consecuencia de una sociedad eficiente, bien organizada y productiva es ese rezago marginal, ese despropósito, ese “fuera del plan original”, que es el artista. 

  El artista no es un efecto buscado, no forma parte de la currícula oficial que estima como valioso en sus planes de estudio generar científicos, ingenieros, contables, médicos y ¡hasta! abogados (los carroñeros son indispensables en todo ecosistema: consumen  la carne muerta y evitan  las pestilencias).  En una proyección idílica, se fomentan  las carreras y profesiones útiles para la prosperidad social; se mide el mérito en función del beneficio.  Se sabe: el artista no sirve para nada.  Por eso no se lo busca, no es el “efecto” que  la planificación  político-educativa  quiere obtener.  El artista es el daño colateral.  Es la consecuencia


Ya a nivel familiar -seamos sinceros- ningún padre responsable va a fomentar en su cría que anude su destino al arte.  La sensatez obliga a la pregunta retórica “¿de qué vas a vivir?” y ante la convicción de que afición artística va unida a vagancia,  promiscuidad y miseria, toda vocación es debidamente mutilada bajo la obligación de aprobar matemáticas, física y química so pena de destierro de las vacaciones en la costa.

Me dirán que no es cierto, que exagero, que existe la “educación artística”, que hay varios renombrados terciarios de arte (al menos aquí en Buenos Aires) con populosa matrícula.  Pero la realidad –que me consta- es que de esos establecimientos salen maestros y profesores de arte no artistas.  He sido testigo de majestuosos talentos destruidos por una instrucción esquemática y masificante que  corroe sin piedad el espíritu creativo  de aquellos jovencitos que ingresan creyendo ir al trampolín que los lanzará a la gloria cuando en la práctica funge de túnel que los disciplina y los ordena en fila para incorporarse a la masa de trabajadores registrados y sindicalizados a  un sueldo mensual –bajo- y sin permiso para vuelos por encima de los zócalos.


  “Parece que la eficacia es ahora el único principio moral que nadie se atreve a discutir.  Si debatimos sobre la pena de muerte o la tortura, por ejemplo, la argumentación de fondo suele centrarse en si “sirven o no sirven”.  Apelar a más elevados ideales es perder el tiempo.  Una vez que logramos demostrar –acudiendo a estadísticas o cualquier otro testimonio supuestamente objetivo- que la una no disminuye la tasa de crímenes o que la otra no garantiza confesiones veraces, la ética está de nuestro lado.  Si fracasamos en el empeño, los “realistas” tienen ganada la partida… y la buena conciencia les corresponde con su premio.  Lo bueno, sin más, no sirve, pero lo que sirve es siempre bueno.
  En el terreno educativo triunfa también la misma visión servicial del mundo. (…) Los estudios tienen que ser rentables laboralmente o se convierten en pérdidas de tiempo injustificables.  La curiosidad intelectual o el afán de conocer no bastan para legitimar los años y los gastos invertidos en cualquier esfuerzo académico.  (…) El objetivo de los planes  de estudio viene dictado hoy en gran medida por las exigencias de las empresas que pueden ofrecer  colocación a los graduados.  La investigación no directamente instrumental –es decir, “humanista” en el sentido amplio del término sea de ciencias o de letras- resulta algo anticuado o indebidamente aristocrático.”  Fernando Savater, Figuraciones mías –Non serviam!-  Editorial Planeta S.A. Buenos aires 2013 pág. 86/87.


  Pero aun en un tiempo abierta y orgullosamente economicista, donde todo se hace a vistas e intención de productividad y utilitarismo, aun surgen consecuencias indeseables  pero inevitables: el arte y sus hacedores.  Los artistas. 

  Post data intimista:  Por mandato familiar yo debería haber sido farmaceútica (ignoro por qué, pero era el destino).  Por influencias y afecto a mi amiga inseparable me rebelé ante los míos y  acabamos ambas cumpliendo con el sueño y frustración del padre de ella: las dos estudiamos derecho.  Pero yo fui, pese a todo,  la consecuencia de mis tiempos: me aferré al arte con vocación  visceral y obstinación intelectual  y hasta hoy doy  batalla.

viernes, 27 de junio de 2014

El artista como ¿“adalid”? de su tiempo.


El guía, la cabeza visible, el hombre pancarta.  El líder temerario y algo utópico, levemente irresponsable, decididamente estereotipado.  La vanguardia que hace gala y alarde de su adelantamiento. 

  Es fácil distinguir a Dalí como exponente de una visión surrealista de la sociedad:  los relojes blandos (La Persistencia de la Memoria), El Perro Andaluz con Buñuel, sus amoríos con García Lorca…   Todo lo que hoy comprendemos como surreal, inconsciente y paranoico remite a una imagen dalilianaWarhol y lo superficial, efímero y circunstancial: la primera reacción ante el arte pop activa  en nuestra memoria los quince minutos de fama que todo ser humano se  merece.

  El artista vinculado a un estilo de vida emblemático permite ejemplos fáciles: Toulouse-Lautrec y el cabaret parisino; Degas y la disciplina de sus niñas con zapatillas de punta; Turner  y la visión isleña de marinas brumosas; Quinquela y la dignidad del trabajo en el puerto.  


  Pero  me entra la duda si el artista genera y fomenta ese estilo de vida o si simplemente se limita a compilar fragmentos dispersos para acabar armando las  imágenes de las que se apropia el colectivo social. El arte requiere una introspección, un intimismo en la labor, que parece ir de bruces con la acción exógena, desaforada y expansiva  que uno atribuye (al menos en teoría) al héroe épico.   O al héroe de moda.  

  El artista como adalid atribuiría al arte una cualidad visionaria, de intuición de lo que puede llegar a hacer, un avanzar acelerado hacia adelante por fuera del ritmo lógico de la historia.  Justificaría la incomprensión que el artista obtiene de sus contemporáneos pero implicaría  el destiempo y la necesidad de la posteridad para el reconocimiento del mensaje y su puesta en valor.  Un adalid desfasado que será heroico en retrospectiva.


Quién se rebela contra la autoridad paterna y la vence, es un héroe.  Sigmund Freud
  “Me disponía a entrar en el grupo surrealista del que acababa de estudiar concienzudamente, deshuesando hasta el último huesecillo, las consignas y los temas.  Me había imaginado que se trataba de trasladar el pensamiento al lienzo de una forma espontánea, sin el menor escrúpulo raciona, estético o moral. (…)  Me negaba de una forma categórica a considerar a los surrealistas como a un grupo literario y artístico más.  Les suponía capaces de liberar al hombre de la tiranía ´del mundo práctico racional´.  Yo aspiraba a convertirme en el Nietzsche de lo irracional.  Yo, el racionalista convencido, era el único que sabía lo que buscaba; no me sometería a lo irracional por lo irracional, a lo irracional narcisista y receptivo al estilo del que practicaban los demás, sino, todo lo contrario, libraría la batalla por la ´conquista de lo irracional´.  Entretanto, mis amigos se dejaron absorber por lo irracional, sucumbiendo, como tantos otros, Nietzsche comprendido, a esta debilidad romántica.
  En resumen, embebido de todo lo que los surrealistas habían publicado, con el beneplácito de Lautréamont y el marqués de Sade, hice mi entrada en el grupo, armado de una buena fe  ciertamente jesuítica, pero conservando en el fondo la segunda intención de convertirme rápidamente en su jefe.
  ¿A santo de qué iba a sentirme incomodado por escrúpulos cristianos hacia mi nuevo padre, André Bretón, cuando no los había tenido para quién me había dado realmente el ser?
  Me tomé, pues, el surrealismo al pie de la letra, sin despreciar la sangre ni los excrementos de los que sus prosélitos nutrían sus diatribas.  Al igual que me había esmerado en convertirme en un perfecto ateo leyendo los libros de mi padre, también fui un estudiante de los surrealismos tan concienzudo que rápidamente me convertí en el único ´surrealista integral´.  Hasta tal punto que acabaron por expulsarme del grupo  por ser excesivamente surrealista.”
Salvador Dalí, Diario de un Genio Tusquets Editores Barcelona 1992, pág. 17/23.


jueves, 26 de junio de 2014

El artista como ¿“catalizador”? de su tiempo.
 
 
  La segunda acepción del diccionario de la lengua española  Espasa-Calpe edición 2005 dice que  el término catalizador  se aplica a la persona que, con su presencia o intervención, es capaz de hacer reaccionar un conjunto de factores.
  En ese entendimiento, el artista sería, a través de su obra, un agente provocador de reacciones en su comunidad, tanto de forma intencionada o como no.  El artista percibe o entiende una necesidad social que  transcribe en un lenguaje exagerado e ineludible, que convoca e impulsa a ciertas conductas de sus contemporáneos.  El arte tendría una función de medio de comunicación indirecto: el artista, desde un plano de comprensión superior, plasma en lenguaje plástico un mensaje accesible al público para que éste, al captarlo, reaccione en consecuencia.
  El artista fungiría como un traductor (o un titiritero), necesario para una comunidad limitada  e impedida para comprender íntegramente y por sí sola la realidad que le rodea. El arte con una única finalidad educativa y moralizante como en el Medievo, cuando a la población mayoritariamente analfabeta se le trasmitía conocimiento con las pinturas que poblaban los muros de las catedrales. 
 
  El arte sería así  inevitablemente tendencioso y parcial, ya que la supuesta “superioridad” del artista en su capacidad de comprender y traducir, le permitiría  actuar tanto en miras de un ideal ético general como por mandato y conveniencia del poderoso de turno capaz de retribuir materialmente su labor intencionada. 
  Miguel Angel impone el temor de un dios en el que tal vez no creía cuando plasma en el altar de la Sixtina su Juicio Final, a entera satisfacción de la Curia (o casi, por los desnudos)  Pero aún bajo las órdenes de Julio II pinta en la bóveda a un Noe elocuentemente ebrio y desnudo, pasaje bíblico que no suele incluirse en el catecismo oficial.
“¿Por qué había colocado Miguel Ángel el sacrificio antes del diluvio?  Génesis, 8,20: ´Alzó Noé un altar a Javhé, y tomando de todos los animales puros y de todas las aves puras,  ofreció sobre el altar un holocausto.´  Y Génesis, 7,7, por el contrario: ´Y para librarse de las aguas del diluvio entró en el arca con sus hijos, su mujer y las mujeres de sus hijos.´  De forma abrupta terminaba aquel escenario con la borrachera de Noé: completamente embriagado, duerme desnudo en medio de su tienda, escarnecido por su hijo Cam, mientras que Sem y Jafet cubren, sin verle, la desnudez del padre, de espaldas y con los rostros vueltos.  
  Se dice que Miguel Ángel comenzó en esa parte su ciclo, en sentido contrario al decurso de la Creación, y parece que ahí hubiese cometido errores intencionalmente.  El artista florentino estaba familiariado con el Antiguo Testamento, mientras que mantenía una inexplicable actitud de reserva con respecto al Nuevo, por el que parecía sentir hasta profundo rechazo.  Y el observador atento de los frescos de la Capilla Sixtina advirtió con amargura que Miguel Ángel había dejado el Nuevo Testamento para las paredes de los demás: para el Perugino,  en El bautizo de Cristo; para Domenico Ghirlandaio, en La  comunión de los apóstoles; para Cosimo Roselli, en La última cena y El sermón de la montaña, o para Sandro Boticelli, en La tentación de Cristo, pero era completamente cierto que Miguel Ángel había ignorado a Jesucristo, ¡que Dios se apiade de su alma!
  Debida a la mano de Miguel Ángel tan sólo había una representación de Cristo en la bóveda de la Capilla Sixtina, la del Hijo del Hombre en El Juicio Final. (…)¿Era acaso ese Redentor resucitado ese titán musculoso, cuya diestra alzada podría haber derribado de un golpe a cualquier gigante como Goliat, era aquél el Cristo de las enseñanzas y predicaciones de la Iglesia?  ¿Era ese héroe homérico la imagen y semejanza de aquel hombre que en el Sermón de la Montaña supo encontrar… palabras de consuelo? (…) ¿No presentaba acaso ese Jesucristo un parecido sorprendente con el Apolo de Belvedere…? (…) ¿Jesús convertido en Apolo? ¿Qué clase de travesura impía había puesto en escena Michelangelo Buonarroti?”  
Philipp Vandenberg, La Conjura Sixtina, Grupo Editorial Planeta S.A. Buenos Aires 2006, pág. 48/50

 
 
 

miércoles, 25 de junio de 2014


El artista como ¿“cronista”? de su tiempo.

  Tal vez el artista deba asimilarse a los intelectuales y desde la distancia constituirse en un cronista  de su tiempo.  Un testigo.  Alguien que –en modo consciente o no- refleja en su obra la realidad de la que le ha tocado ser contemporáneo. 
  Una especie de bardo visual abocado a preservar las imágenes de la realidad de su entorno y  su comunidad.  En un lenguaje simbólico que podrá, a la distancia atemporal, ser interpretado en modo universal.  El Guernica de Picasso nos pone la piel de gallina ante la desesperación de las muertes innecesarias de la batalla. Delacroix con La libertad guiando al Pueblo nos hace revivir la pasión desbordada  de la Comuna de Paris.  Desde cualquier lugar y en cualquier tiempo esas obras resultan sucintas y elocuentes relatoras de la historia.
 
  ¿Qué refleja Hirst con su tiburón en formol?  Nada.  Absolutamente nada.  ¿Es un impostor o realmente el más fiel reflejo del nivel de estupidez nihilista que ha logrado ganar al mercado del arte?  ¿La facilidad del fraude sustentado en hábil publicidad y en la decadencia de la inteligencia no es también un modo de reseñar para la posteridad la realidad de un artista que no sabe ni dibujar ni pintar, que lo dice a boca de jarro, e  igualmente su obra se cotiza por millones?
   El artista como cronista  no requiere mérito en sí, sino mera producción  y aceptación –o no- en el mercado.  De cualquier manera su historia habrá, en el futuro, aplicar significancias para la comprensión de los tiempos que le tocó vivir.  Habrá artistas señeros, cuyo nombre y obra hablará en forma puntual y a perpetuidad, y el resto –como movimientos o escuelas o meramente tendencias-, que sin nombres propios ni obra recordable,  rellenaran los huecos para la comprensión de las generaciones venideras.

  En los primeros cursos de filosofía que tomé me resultaba del todo fastidiosa la prohibición  impuesta de analizar situaciones actuales.  La profesora me repetía que sólo la distancia permitía el análisis, que la cercanía altera la perspectiva.  Sabia ella y demasiado joven yo negaba la certeza de esa aseveración que hoy la sé aplicable a todos los órdenes de la vida.  Cuando te golpea y arrasa  la ola es imposible ubicar  el horizonte.  Así, el artista resulta un cronista  involuntario que no sabe que registra para la posteridad, aunque su obra haya de hablar  tanto con  sus presencias como con sus ausencias, con su calidad o con su falta de ella, con su aceptación o su desprecio.  El discurrir de su obra es testigo de su tiempo, pero solo podrá ser comprendido cuando ese tiempo sea definitivamente pasado.
 
“Hechos que pueblan el espacio y que tocan a su fin cuando alguien se muere pueden maravillarnos, pero una cosa, o un número infinito de cosas, muere en cada agonía, salvo que exista una memoria del universo, como han conjeturado los teósofos.  En el tiempo hubo un día que apagó los últimos ojos que vieron a Cristo; la batalla de Junín y el amor de Helena murieron con la muerte de un hombre. ¿Qué morirá conmigo cuando yo muera, qué forma patética o deleznable perderá el mundo?” 
Jorge Luis Borges El Testigo  (fragmento) -  El Hacedor




 
 
 

martes, 24 de junio de 2014

El artista como ¿“víctima”? de su tiempo.

























“Que tus hijos vivan tiempos interesantes”  era una maldición popular allá por la Edad  Media, cuando lo “interesante”  se aplicaba a pestes, guerras y hambrunas.

  Nadie puede poner seriamente en duda que hoy vivimos unos tiempos permanentemente interesantes, aunque nos auto-boicoteemos  la información pasando del canal de noticias al canal gourmet.  Si cual avestruces temerarias sacamos la cabeza del agujero del desquicio doméstico, vislumbramos los sucesos de Medio Oriente, Ucrania, Nigeria o la cercana Venezuela y volvemos de inmediato a sumergirnos en el hoyo protector.

  Y en los tiempos  interesantes  ¿en qué lugar queda el artista? Si uno está un poco afuera del epicentro del conflicto,  pareciera que la preocupación por el arte es algo banal y vergonzante, si uno está dentro de la cosa, la supervivencia posterga cualquier otra preocupación.

  Frente a la muerte, mutilación y desamparo que trae la guerra y las disputas territoriales entre naciones,  y la miseria extrema de países arrasados por conflictos étnicos o religiosos, o por experimentos económicos de regímenes totalitarios camuflados de populistas, el artista poco puede hacer frente a la prioridad imperiosa de alimentarse y mantener un techo sobre la cabeza propia y de los suyos.  Poca inspiración puede pretenderse cuando uno ve avanzar a las ratas y la única opción que queda es comérselas.


  ¿Se debe estar en las cálidas y apacibles arenas de Tahití para poder ser Gauguin o hay que levantar los garrotes en una rebelión apasionada para ser Goya? ¿Puede uno excusarse en su condición de “víctima” de un sistema perverso como justificación de la propia ineptitud o de la inevitable cobardía?

  Lo urgente se sobrepone a lo importante y el impuso a preservar la vida es un reflejo atávico que la razón no controla.  Muchas veces el voluntarismo no alcanza y existen precios que no sólo son injustos sino imposibles de pagar.  La negociación siempre deja un resabio de sabor a claudicación y toda la literatura sobre la independencia del arte se vuelve un lastre que ahoga cuando la disyuntiva de crear es sobrevivir.

  ¿Sólo se puede crear en la seguridad aséptica de laboratorio que garantiza al artista una vida cómoda sin necesidad de proveérsela por mano propia?   ¿El artista es una frágil y débil ninfa de los lagos que requiere de un mecenas proveedor y santísimo protector que la resguarde, dirija y sostenga al amparo de la realidad?  ¿Es el artista un completo inútil por fuera de su obra?  ¿Una víctima propiciatoria para sucumbir al menor amague de responsabilidad?  ¿La libertad creativa tiene como contracara la prostitución, el sometimiento absoluto al poder de quien tiene con qué pagar las cuentas?


  ¿Es condición sine qua non  del arte nuestro sometimiento al mundo real –galerías, curadores, marchands, críticos, academias de arte, instituciones gubernamentales,  y sus respectivos sinónimos y etcéteras- como inevitables víctimas privadas de toda otra opción?    

  No lo sé, pero no me gusta.







lunes, 23 de junio de 2014

 
En el Congreso de Tucumán resolvimos dejar de ser españoles; nuestro deber era fundar, como los Estados Unidos, una tradición que fuera distinta.  Buscarla en el mismo país del que nos habíamos desligado hubiera sido un evidente contrasentido; buscarla en una imaginaria cultura indígena hubiera sido no menos imposible que absurdo.  Optamos, como era fatal, por Europa y, particularmente, por Francia (el mismo Poe, que era americano, llegó a nosotros por Baudelaire y por Mallarmé).  Fuera de la sangre y del lenguaje, que asimismo son tradiciones, Francia influyó sobre nosotros más que ninguna otra nación.  El modernismo, cuya dos capitales, según Max Henríquez Urueña,  fueron México y Buenos Aires, renovó las diversas literaturas cuyo instrumento común es el español y es inconcebible sin Hugo y sin Verlaine.  Luego  atravesaría el océano e inspiraría en España a ilustres poetas.  Cuando yo era chico, ignorar el francés era ser casi analfabeto.  Con el decurso de los años pasamos del francés al inglés y del inglés a la ignorancia, sin excluir la del propio castellano.” 
Jorge Luis Borges, Buenos Aires 26 de Noviembre de 1974, Prólogo de Prólogos, Alianza Editorial, Madrid 1998 pág. 7/8.
 

Parece que nuestra involución cultural es algo de larga data.  Nivelamos para abajo, arrancando de raíz la única chance de progreso real: destruyendo concienzudamente la educación.  Una conversación casual y de cortesía con un funcionario judicial a hora temprana deriva en la enumeración  de nuevas catástrofes que acosan la vida cotidiana.  Pero no es con tono de escándalo o indignación que me lo relata, no; es con la casi indiferente resignación de quién ya no tiene esperanza de que esta decadencia se detenga.  Ciertamente, basta una mirada sincera en derredor para que se enfríe el alma. 

Aislada en mi casa, dedicada durante el fin de semana a jugar los juegos que más me gustan jugar, pierdo la conciencia de la realidad, que hoy lunes, al retornar al mundo a trabajar para ganarme el sudoroso pan, me da de lleno en la cara recordándome que nada de lo que hay acá fuera tiene que ver con los que sabía ser y supieron prometernos.
 
 
¿Debe uno, como artista, retirarse a su planeta privado y evadirse del entorno sórdido de un país que se ha dividido  al medio para derrumbarse a pedazos después?  ¿Puede crearse conviviendo con la destrucción?  Pero la verdadera pregunta es: ¿pude uno salirse?  Imposible. 
 
Yo vivo acá y aunque quiera no hacerle caso la vida me pasa por encima:  pongo un pie en la vereda y ya es un milagro continuar con vida.  Subo a un transporte público y es la tensión de hacer equilibrio en el vaivén del tráfico, tratando de que el aplastamiento no me impida respirar y que ninguna mano amiga me aparezca dentro de la cartera.  De soslayo ver las portadas de los matutinos con cinco o seis versiones diferentes de la realidad, con el sonido de fondo de una de tantas cadenas oficiales que se contradice con la de 48 horas antes, para llegar finalmente al banco y no poder entrar porque arrancó un paro y  el improvisado cartel pegado al vidrio  anuncia que en el cajero automático no hay dinero por la medida de fuerza de los conductores de camiones de caudales que se decidió a medianoche.  Y entonces uno frena por un café que al menos lo reconforte durante cinco minutos y toma conciencia de que si paga  lo que sale hoy un pocillito no llega a fin de mes. Levanto la mirada y veo a mi  alrededor caras tan desaforadas como supongo la mía; miro y descubro la misma desconfianza en el que me está mirando mientras trata de descubrir si yo lo iré a robar o no. Alguien revolea unas pelotas en  la esquina pretendiendo que por la torpe pirueta le dé una moneda sólo por miedo a su presencia, mientras que la moto que viene a toda velocidad en mi dirección sí me aterroriza y me abrazo con fuerza a la cartera mientras retrocedo al amparo de la pared.
 
 
 
  Claro que quisiera no ser parte de todo esto, que preferiría estar en otro lugar donde mi mayor preocupación fuera como combato la humedad para que la pintura se seque más rápido y me permita avanzar sobre mi escoba.  Pero vivo acá.  Trabajo acá.  Deambulo por la calle acá.  Entro en el supermercado chino de la vuelta y quiero matar al que estima una inflación del 39 % al año cuando yo estoy duplicando lo que gasto en cada compra cada día desde hace meses.
 
  El hombre es uno con su circunstancia y el artista no es más que una persona con una -grata- desviación en sus pasiones.  No puede escapar de la cotidianidad malsana de estos tiempos y por estos lados.  ¿Es necesario vivir tan mal?  ¿No hay un límite para el maltrato?  ¿Década “ganada”? Pero claro, en comparación, los tiempos que vendrán serán indudablemente peores, por lo que ahora no estamos tan mal…
 
 
 


sábado, 21 de junio de 2014



Sobre la intervención artística de objetos de uso cotidiano.


El primer día de trabajo en mi escoba ha sido por demás frustrante.  Sólo logré una escoba que parece un Batman montado por un crío de 6 años para tener un compañero de juegos.  Mi escoba luce exactamente como una escoba con una máscara (del hombre murciélago) superpuesta.

Si bien no es un asunto que haya estudiado formalmente ni sobre el que diera muchas vueltas en mi cabeza, entiendo que la intervención artística de objetos está lejos de ser una mera superposición de cosas, unas sobre otras sin ton ni son.   Ese acumulamiento sólo sería un montaje circunstancial  o un rejunte efectista sin mérito plástico alguno. Performance de moda que nada tiene que ver con el arte.

  La intervención –a mi criterio, obviamente muy discutible- implica modificar la estructura del objeto base desde una concepción estética e invasiva, integrando el agregado de forma que ya no puedan escindirse.  El objeto base  no puede volver a ser el mismo que era antes de la participación del artista.  Nadie debería poder sacar la máscara de Batman de mi escoba para usarla para barrer.

Decía frustrante porque no había fusión en mis primeros intentos, no dejaba de verse como cosas distintas caprichosamente aplicadas unas sobre otrs.  Esta mañana recurrí al truco de aplicar cordoncitos (esos que fungen de manijas de las bolsas de papel que entregan en las tiendas) para ir unificando superficies de base y agregados.  Los huecos los suavicé con más cartapesta leve.  Pareciera que así se va esfumando el superhéroe y empieza a fluir una tercera cosa,  distintas de las previas.  Al menos empiezo a sentirme un poco más a gusto.  Ya no está Adam West devolviéndome la mirada cuando miro a mi escoba enmascarada.

No sé cómo se define a nivel académico este asunto de la intervención artística.  Pero debe incluir en su consideración el hecho de que la visión del artista que interviene modifica la base con su impronta personal, sino cual sería el chiste del asunto.  En mi caso, mi escoba intervenida debería hablar de mi obsesión por los detalles, mi manía por el equilibrio visual y la exageración en los recursos.  Lo auténticamente  farnelliano  hacer que el observador cuestione "¿Por qué no se detuvo antes, por qué nadie la paró antes de visar el exceso incómodo y ridículo?" 

  Mi escoba enmascarada tiene que ser excesiva.  Y, definitivamente, tiene que tener letras.  Los nombres de algunas brujas.  Sin mi toque intelectualoide y denso (el Ragnarök historiográfico y literario) no sería del todo mía.  Pero, ¿cómo?  No tengo espacio y si la escoba va colgada en la pared sólo puede leerse en el frente del mango.  Y tampoco se trata de escribir tan pequeñito que nadie acceda a la lectura.  Quien diría que una estúpida  escoba me generaría tanta complicación…





 Como una cosa trae otra y a mí  me es imposible no relacionar todo con todo, mientras chequeaba en la web la data de brujas asesinadas por la Inquisición (perdón: pobres e inocentes mujeres asesinadas bajo la absurda convicción de que eran brujas por un montón de señores de la iglesia comprobadamente misóginos y sádicos)  me topé con una referencia al ingeniero austríaco y nazi Hans Horbiger.  De ahí pasé a recordar la interesante charla que mantuve con otro artista hace años en la vereda de una galería de Palermo donde ambos exponíamos y que ya no existe.  

  Él era un maravilloso dibujante que se había volcado al arte digital más por curiosidad que por renuncia a su auténtico talento.  Trabajaba con fotografías de desnudos que tomaba de páginas pornográficas.  Como yo también he recurrido a esa fuente inagotable ante los costos inaccesibles de modelos “vivos”, la conversación fluyó con toda naturalidad y lógica hacia qué tipo de páginas preferíamos considerar como sustento de nuestra obra.  Él era un adorador de las páginas vintage de la robusta y madura Europa oriental, siendo originario de  Rusia y Polonia su archivo favorito.  Yo reconocía mi preferencia por páginas americanas o francesas actuales dado mi gusto por modelos más cercanas a la estética actual de piernas largas y delgadez extrema.  Él buscaba una imagen de resignada y sensual decadencia, yo he buscado siempre cierto soberbio e indiferente poder emergente de sexualidad femenina autogobernada. Sé que suena bizarro, pero para nosotros esa tarde palermitana  fue una conversación de lo más normal.  

Después degeneramos hacia la literatura, hacia Eco con su péndulo, la tierra hueca, el subte de Paris y la teoría de las 4 lunas de Hans Horbiger.  Siempre con el mismo tono coloquial de charla de circunstancial vernissage.


Mis brujas me hicieron recordarlo hoy  y rememorarlo aquí.  Las dos imágenes que ilustran esta entrada son las obras que estuvieron colgadas en esa exhibición en Palermo.  Ambas obras están actualmente perdidas en Londres, después de una muestra de la que nunca regresaron a casa.