jueves, 31 de marzo de 2016


 
 
      -“El artista necesita un traductor, un exégeta.  Alguien que lo explique para que su delirio creativo sea accesible al resto de las personas…”-  me dice el muy caradura.  ¡Un traductor!  Logró hacerme pasar del enojo civilizado a la furia primitiva.  
 
     En su versión de los hechos, el artista es siempre un ser perturbado, un adicto borrachín susceptible a todas las perversidades y decadencias,  que en raptos místicos de iluminación crea una obra que sólo los iniciados (los críticos y los curadores) pueden decodificar para permitir a ella el acceso de las masas.  Toda la sabiduría del universo, la visión preclara e infalible, corresponde a estos “traductores”, a estos seres superiores que actúan de medio entre el pobre artista (poco menos que un engendro balbuceante incapaz de coherencia) y un público tipo oveja que sólo consume lo que ellos le autorizan consumir.  Definitivamente, me ofende a mí como artista y al resto del mundo como espectador y destinatario de toda manifestación cultural.
 
     ¿Pero qué les pasa?  A todos.  A los críticos y curadores (o comisarios, art-dealers, marchands, art-coutchs o como se quieran llamar ahora), que parecen haberse creído su propio cuento.  No, señores, no es cierto.  Su pose de superior arrogancia es ni más ni menos que una pose y todos los que llevamos suficiente tiempo en esto sabemos que sus “opiniones” tienen tarifario.  Y a los artistas, que hacemos como que aceptamos que nos maltraten y nos menosprecien constantemente; que actuamos como convencidos de ser de una casta inferior y nos cuidamos de no hacer ni decir nada que haga enojar al influencer cultural de turno.  Nuestra obra es una cuestión secundaria, somos “artistas” si el autodenominado crítico más importante del momento nos pone en twitter un emoticón con sonrisita.  ¡¡¡¿Qué nos pasa?!!!
 
 
 
 
 
 
     Sí, me calmo.  Si para lo que sirve mi ataque de ira…  Así se manejan las cosas por estos tiempos.  Supongo que la única actitud digna es salirse de un juego donde las propias reglas denigran al jugador.  Y como la buena educación se impone, te agradezco el interés de proponerte (¡magnánimamente!) como mi traductor pero, ¿sabés qué?,  prefiero que no se me entienda.  Gracias.  Pero no.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

miércoles, 30 de marzo de 2016





    En una entrevista que la revista virtual Maleva le hizo a Ignacio Gutierrez Zaldivar, dueño y director de la galería Zurbarán de Buenos Aires, éste dice:




     Reconozco que jamás había asociado la “curaduría” de arte al cargo judicial de curador, pero ciertamente es así: las personas declaradas incapaces conforme  a la ley son representadas por curadores.  Sería inocente atribuir la terminología a una casualidad.  El curador ejerce la representación legal, ostenta los derechos civiles y administra el patrimonio de aquel que es incapaz de valerse por sí mismo.  Siguiendo esta idea, los curadores culturales consideran al artista un imbécil que no puede manejarse en el mercado y que, por lo tanto, debe ser liberado de la responsabilidad de su carrera y  de su obra.  Si hasta acá no me simpatizaban los curadores, ahora los considero una afrenta personal.  La confirmación de que sí, me toman por estúpida.





     Me saco la rabia (innecesaria) releyendo la magnífica entrevista hecha al maestro español Antonio López publicada por el periódico web La Tribuna de Albacete, España:





     Los tiempos propios.  La identidad individual.  No hay reglas preestablecidas ni plazos perentorios.  El arte no es compatible con manuales de uso.  ¿Cómo no desconfiar, entonces,  de esos críticos que cobran por su consulting para insertarte en el mercado, el couching que promete posicionamiento estratégico, los publicistas y su marketing,  los relacionistas que te venden que “llegar” es “conocer a…”? 



     En Valladolid, España, en estos momentos se desarrolla un proyecto donde (también) se preguntan:  ¿Esto es arte? 

























Venus del portulano
                                              mixtura sobre papel artesanal y tela - 2006








martes, 29 de marzo de 2016




    Tal vez llegué a ese punto (fatal) en que el hastío supera el nivel de responsabilidad y adoctrinamiento, y por eso dedico estos dos minutos a considerar la cuestión.

     Fui educada en la convicción del destino de trabajo sacrificado, de cumplir con el “deber” por encima de todo.  Del “sudor de la frente” como única dignidad para afrontar la subsistencia.  Por ese arraigado cúmulo de preceptos (¿prejuicios?) de mi infancia siempre he tenido en claro que lo que da placer no es un trabajo, que el trabajo es necesariamente agobio y sufrimiento, que se debe trabajar (sufrir) a perpetuidad porque la vida es “un valle de lágrimas”

     De ahí que nunca pude vincular el arte al “trabajo”, y un poquito más allá, al dinero.  Por eso cuando pude solventarme dando clases de dibujo abandoné por falta de formación académica; cuando me propusieron diseñar tarjetería de salutación decliné dudando de mi capacidad creativa a destajo; y cada vez que me convocaron para colaborar en el montaje y organización de espacios de arte agradecí evadiendo el convite con el argumento de mi  lamentable tendencia a la dispersión.  Y sin embargo, en mi trabajo “civil” soy una fundamentalista de la disciplina, los horarios y la coordinación eficaz de los plazos.  Sufro, claro.  Pero es mi “trabajo”, obviamente hay que sufrir.

     Pero será por la edad, cada vez me resulta más difícil convencerme de la lógica dolorosa del “deber”.  Hace unos pocos días volvieron a proponerme “patear el tablero” (o sea, dejar mi trabajo) y aplicar el tiempo que desperdicio en el sufrimiento abnegado al diseño de pequeños muebles y objetos de decoración, sin que esta actividad mercantil afecte mi actual manejo de mi supuesta carrera artística.  Sólo un cambio de figuritas.  Generar dinero pero haciendo lo que me gusta.

     Y mi primera y convencida respuesta fue “Gracias, pero no”.  El que el trabajo tiene que ser contra-natura lo tengo muy internalizado.  Me insistieron y prometí pensarlo, aun sabiendo que estoy condicionada al NO.  Claro, me encanta intervenir muebles y objetos, restaurar y recuperar vejestorios, resucitar basura.  Pero eso no-es-un-tra-ba-jo, no lo puede ser.  Lo hago porque “quiero” no porque “debo”.







     ¿Me ha condenado el catecismo de mi infancia? ¿Soy víctima del “bienaventurado los que sufren”?  El sensato ateísmo de mi adultez no ha podido quebrar los dogmas que anidaron en mi inconsciente de niñita vulnerable y solitaria.  Me resigno a cargar una cruz en la que no creo porque una vez que te lavan el cerebro no hay vuelta atrás.

     Me tienta prometiéndome el total control creativo del proyecto y la chance de manejar la estética del lugar físico de venta. “Podrías traer a tu caballito…” me insinúa, no se si porque lo cree un armatoste llamativo para atraer al público o porque sabe que no tengo espacio para guardarlo y esa necesidad logística puede socavar mi voluntad de NO.    Son los cuarenta días con sus cuarenta noches de tentación en el desierto, Satanás queriendo ganarme para su bando.  Mi Caballito de Carrusel se ha convertido en uno de los iracundos corceles de los Jinetes del Apocalipsis.



Prisionera del Catesismo
mixtura sobre papel y tabla - 2010





lunes, 28 de marzo de 2016



Crónicas equinas (a cámara lenta)

     Mi lucha con las patas de mi Caballito de Carrusel sigue teniéndome de perdedora.  No logro la proporción, ni el movimiento, ni la gracia del conjunto.  Le agregué una especie de faldón con flecos (un pedazo de cartón que pretenderá simular un faldón con flecos y que de momento me recuerda una tosca y ridícula pollerita hawaiana), que hace que se note más que las patas traseras están en grado superlativo de espantoso.  Las de adelante mejoraron algo, pero siguen desproporcionadas al mirarlas de frente.  Creo que tengo por delante años enteros pegando pedacitos de servilletas de papel antes de poder llegar a algún lado (estético).
 
 
 
 
 
 
 

viernes, 25 de marzo de 2016

Crónicas equinas - frustrantes (las patas no me salen; ¡las maldita patas!)

     Y mi caballito va...















    Parece que hice todo mal (o eso traduzco del griterío). Al no ponerle precio a las obras quedan como “no a la venta”, y el sitio de Saatchi (¡a quién le extraña!) no pone ningún interés en hacer circular las imágenes, no te incluye en los filtros de los buscadores.  Es un sitio de venta, ¿cómo no le vas a poner precio?








     Puedo responder de varias maneras a eso (aunque mejor sería que me callara, lo sé).  Primero: porque no suelo ponerle precio yo a una obra cuando la vendo; si la persona que la quiere realmente está interesada en ella dejo que el precio sea el que posibilite su compra.  Cada obra debe seguir su destino con aquella persona que realmente la desee, el dinero nunca tiene que ser un obstáculo para esa unión.  Segundo: porque está muy bien esto de que uno se internacionalice a través de la web, pero mis conocimientos de economía son muy limitados (los básicos para sobrevivir en Argentina) y no me da la cabeza para vivir haciendo cálculos de divisas fluctuantes, adecuando valores a cada plaza.  Un engorro.  Tercero: porque las patas de mi Caballito de Carrusel están sencillamente ESPANTOSAS y si no logro en este feriado largo solucionarlas sospecho que todo el asunto será dramáticamente abortado.  Hasta logré que quede derechito suspendido en el poste.  Pero las patas…  DESASTRE TOTAL.  Por favor, no me distraigan.  Artista en crisis.












miércoles, 23 de marzo de 2016


    Debo reconocer que  esto de subir las obras durante su proceso de creación tiene sus contras.  Me reenvía una amiga una captura de pantalla con mi book-art de Alicia, haciéndome notar (como crítica) que la imagen no es la obra definitiva.








    Dado que de hecho todavía no lo terminé (quiero laquear todo el conjunto de modo que resista un poco más: al fin y al cabo es sólo papel de diario y un poco de tinta negra), cualquier imagen no es definitiva.  Hoy por hoy le agregué un pie, y hay días que me digo que apenas tenga un poquito de tiempo apoyaré en ese damero alguna que otra pieza de ajedrez (hechas como las tacitas de té, sólo de diario).






     ¿Debería abstenerme de subir las obras en proceso o inconclusas?  Entiendo que no, ya que este blog es un diario de artista y no una galería virtual.  Lo que busco aquí es reseñar cómo (errático, disperso, desordenadamente) se desarrolla el pensamiento creativo.  ¿Debería de algún modo impedir que se tomen libremente mis imágenes para reproducirlas, de manera que me asegure que sólo se difundan las de las obras concluidas?  No creo que eso sea posible, y si lo fuera, me imagino que debe implicar un esfuerzo desmedido al que de ningún modo estoy dispuesta.  Si no quiero que se difunda una imagen entonces no la subo a la web; si la subo ya es parte de ese insondable e infinito universo de la internet.




domingo, 20 de marzo de 2016


Crónicas equinas -de domingo-.

    Lo malo es que no se sostiene.  Si saco la silla con las cajas que hacen de soporte extra bajo la cabeza, todo se cae en picada.  Tengo que ajustar el soporte central, unificar el cuerpo, colocar un contrapeso.  Demasiado complicado y requiere tiempo y muchas capas de cartapesta, que se tienen que secar antes de poder avanzar. Por hoy más no se puede hacer.


     Lo bueno es que, frustrada por los problemas técnicos, me permití el consuelo de ir dando algo de color a la montura.  Y siempre el colorinche me levanta el ánimo.  Como uso las primeras capas de acrílico para fijar e impermeabilizar el papel de base, poco importa el color que use ya que una vez terminado el conjunto defino las gamas y tonalidades cuando doy la mano final.  Así que, pese a todo lo (mucho) que salió mal, terminamos el fin de semana bastante bien.









sábado, 19 de marzo de 2016

     Avances (aéreos) de mi Caballito.

“-Ha llegado la hora -dijo la Morsa-
de que hablemos de otras cosas:
de barcos... lacres... y zapatos;
de reyes... y repollos...
y de por qué hierve el mar tan caliente
y de si los cerdos tienen alas.”

Lewis Carroll, Alice in Wonderland


     Ha llegado la hora de que mi Caballito se suba a su poste.  Es necesario.  Tengo hecha la mitad superior y para realizar la mitad inferior es imprescindible solucionar el posicionamiento de la barra/poste/palo en el que estará suspendido.  Es un Caballito de Carrusel: fin de la discusión.

     Si supiera algo de escultura, sabría que siempre se inicia la estructura desde el centro de equilibrio hacia afuera, desde corazón central de la composición.  Un escultor de verdad hubiera arrancado del poste de suspensión, y alrededor de éste habría armado el esqueleto del caballo, para luego ir cubriendo capas externas.  Pero yo no soy escultora, no he tenido ninguna formación al respecto y como buena y empeñosa autodidacta voy haciendo las cosas como me van saliendo.

     Así que para comenzar con el poste sobre el que se sostendrá el Caballito tomé –pura lógica farnelliana- una botella de agua saborizada y una lata de papas Pringles. Una dentro de la otra me suenan suficiente encastre.





     Con algo de pánico vertiginoso, volqué de lado a mi medio caballo para poder posicionar mi botella/lata donde encajaría la punta de un caño de plástico duro de los que se usan para las instalaciones de agua corriente.





   Para sujetar al caño de agua lo metí en un canasto donde acumulo corchos (¿para qué acumulo corchos?; no sé, para algo, nunca se sabe para que pueden servir).  Pero como no quedaba suficientemente estable, lo afirmé con un pote de helado de telgopor, caracoles y piedritas pintadas que andaban también deambulando por mi taller (¿por qué guardo tanta porquería?; porque resulta útil para sujetar un caño en un canasto de corchos).






    Y ahora, ¡a poner mi medio caballito arriba del caño!  Como no mantiene el equilibrio voluntariamente (la cabeza pesa más que el resto del cuerpo), lo apoyo también en una silla y un par de cajas mientras aseguro con una gruesa cartapesta el caño al cuerpo y empiezo a cerrar la parte inferior.  Supongo que si trabajo con el Caballito ya en el aire forzosamente lograré que quede firme arriba del caño mientras voy cuidando los contrapesos que sí aseguren su equilibrio definitivo.





   Otra bolsa de cartón y la media esfera de telgopor que me quedó fueron para la panza y las caderas.  Ahora a asegurar todo y completar huecos con servilletas de papel.













viernes, 18 de marzo de 2016


     Recibo de uno de los sitios de difusión de artistas gratuito en el que participo el siguiente mail:
































     La posibilidad de divulgar la obra que significa el uso de estos recursos (insisto: completamente gratuito; sólo se requiere que uno se tome el trabajo de fotografiar y colgar las imágenes) es impresionante.  ¿A dónde se llega con esto?  No tengo la menor idea.  Creo que este tipo de experiencias, novedosas en la medida de que la popularización masiva de la web ha empezado a crecer geométricamente los ultimísimos años (vía las tablets y los teléfonos inteligentes) están en puro desarrollo y es imposible sacar conclusiones definitivas.  Quizá cambie por completo los modos en que se mueve el mercado del arte y  por los que un artista llega al espectador.  Quizá sólo sea una moda transitoria y en un rato siga  todo siendo esa cosa íntima y de élite, el mercado de pocos y exclusivos de siempre.  Quién puede decirlo con certeza en este momento. 


     Pero no se puede negar que es una posibilidad, una chance para que las obras se muevan más allá de las paredes domésticas.  Y siendo gratuito el recurso, ¿por qué no intentarlo?  Sólo se pierde el tiempo –escaso- que requiere subir las imágenes. 


     Probablemente en un par de años puedan hacerse balances (“cuando una hecatombe mundial extinga la energía y la red de redes sea un mito histórico, como la Atlántida”, dice optimista una de mis voces).  Pero, hoy por hoy, es muy agradable ver que alguien del otro lado del océano disfruta de mi trabajo como para incluirlo entre sus favoritos.  ¡Gracias, Nadine!






    Mientras, de este lado del Atlántico, sigo empeñada con mi caballito.  Es el turno de levantar la superficie de la montura y darle algo de dimensión.  Claro, empiezo con el cordón de algodón, recurso muy útil si uno quiere ir asegurando toda la (precaria) estructura base antes de intentar sostenerla en el aire (¡!).  Es un Caballito de Carrusel, ¿no?  Tiene que estar suspendido en el aire.  Es inevitable.  Como el destino.