miércoles, 27 de febrero de 2013






     Parece que definitivamente algunas de mis chicas van a exhibirse en Baires. Me llegó la invitación para la inauguración (sin ninguna advertencia de que algunas obras “no serían expuestas por prudencia”, como me ha sucedido otras veces). Así que (parece) que el próximo sábado 2 de marzo La Santa Inquisición se verá cara a cara con la mirada del espectador. Tal vez sólo provoque desinterés e indiferencia. Espero que nadie se ofenda (que no ha sido la intensión). Ojalá logre el objetivo de que a alguien le despierte la curiosidad de saber algo más del tema, aunque mas no sea para rebatirme.




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domingo, 24 de febrero de 2013




  MUSEO (by Ragnarök


El encuentro tuvo lugar en la iglesia del monasterio, un edificio extraordinario de madera y paja, pero con grandes paneles de cuero colgados de las paredes. Los paneles estaban pintados con escenas abigarradas. Una de las imágenes representaba una multitud desnuda que bajaba a trompicones al infierno, done una gigantesca serpiente afilaba sus colmillos para tragárselos. -Comecadáveres- comentó Ragnar con un escalofrío. -¿Comecadáveres? -Una serpiente que espera en el Niflheim- me aclaró, y se tocó su amuleto martillo. Niflheim, eso lo sabía, era una especie de infierno nórdico, pero a diferencia del infierno cristiano, el Niflheim estaba helado-. Comecadáveres se alimenta de los muertos –prosiguió Ragnar-, pero también mordisquea el árbol de la vida. Quiere matar el mundo entero y que el tiempo acabe-. Volvió a tocarse el martillo. Otro panel, detrás del altar, mostraba a Cristo en la cruz, y junto a él había un tercer panel pintado que fascinó a Ivar. Un hombre, desnudo salvo un taparrabos de paño, estaba atado a una estaca y era utilizado como diana por unos arqueros. Al menos una veintena de flechas habían perforado su blanca piel, pero aún tenía fuerzas para componer una expresión beatífica y una sonrisa secreta como si, a pesar de la situación, estuviera disfrutando del tormento. -¿Quién es ése?- quiso saber Ivar. -El bendito San Sebastián.- El rey Edmundo estaba sentado enfrente del altar, y su intérprete proporcionó la respuesta. Ivar, con los ojos clavados en el cuadro, quiso saber toda la historia, y Edmundo le relató como el bendito San Sebastián, un soldado romano, se negó a renunciar a su fe, de modo que el emperador ordenó acribillarlo a flechas. -¡Y aun así sobrevivió!- exclamó entusiasmado Edmundo-. Vivió porque Dios lo protegió. Alabado sea Dios por aquella gracia. -¿Sobrevivió?-preguntó Ivar con desconfianza. -De tal manera que el emperador lo remató a mazazos- concluyó el intérprete la historia. -Así que no sobrevivió. -Fue al cielo- respondió el rey Edmundo.-, así que sobrevivió. Ubba intervino, dado que quería que se le explicase el concepto de cielo, y Edmundo entonces de las prometió muy felices, pero Ubba escupió con desprecio cuando reparó en que el cielo cristiano era el Valhalla, pero sin la diversión del mismo. -¿Y los cristianos quieren ir al cielo?- preguntó incrédulo. -Por supuesto- respondió el intérprete. Ubba mostró su desdén. El y sus dos hermanos eran asistidos por tantos guerreros daneses como cupieron en la iglesia, mientras el rey Edmundo contaba con un séquito de dos curas y seis monjes que escuchaban todos mientras Ivar proponía su asentamiento. El rey Edmundo podía seguir viviendo, podía gobernar Anglia Oriental, pero las principales fortalezas quedarían guardadas por daneses, y a los daneses se le debían conceder todas las tierras que quisieran, excepto las reales. Se esperaba de Edmundo que proveyera de caballos al ejército danés, así como de salarios y comida a sus guerreros, y su fyrd, o lo que quedaba de él, marcharía a las órdenes de los invasores. Edmundo no tenía hijos, pero sus hombres más importantes, los que habían sobrevivido, tenían hijos que se convertirían en rehenes para asegurarse de que los anglos mantuvieran las condiciones que Ivar proponía. -¿Y si no acepto?- preguntó Edmundo. A Ivar le divirtió aquello. -Invadiremos el país igualmente. El rey lo consultó con sus curas y monjes. Edmundo era un hombre alto, enjuto y calvo como un huevo aunque sólo tuviese treinta años. De ojos saltones, morro arrugado y ceño perpetuo. Vestía una túnica blanca que también lo hacía parecer un cura. -¿Y qué pasa con la iglesia de Dios?- se decidió, por fin, a preguntarle a Ivar. -¿Qué pasa con ella? -¡Vuestros hombres han profanado los altares de Dios, masacrado a sus servidores, deshonrado su imagen y robado su tributo!- El rey se mostraba furioso. Apretaba una de las manos contra el brazo de su silla, colocada delante del altar, y la otra era un puño que marcaba el ritmo de sus acusaciones. -¿Vuestro dios no puede cuidarse él solo?- pregunto Ubba. -Nuestro Dios es un Dios poderoso- declaró Edmundo-, el creador del mundo, y que no obstante permite que el mal exista para ponernos a prueba. -Amén- murmuró uno de los curas cuando el intérprete de Ivar nos tradujo las palabras. -¡Os ha traído a vosotros!- escupió el rey-, ¡paganos del norte! ¡Jeremías lo predijo! -¿Jeremías?- preguntó Ivar, que ya estaba bastante perdido. Uno de los monjes tenía un libro, el primero que yo veía en muchos años, y desenvolvió sus tapas de cuero, hojeó las tiesas páginas y se lo entregó al rey, quién uso un pequeño puntero de marfil para indicar las palabras que le interesaban. -Quia malum ego- tronó, y el claro puntero de marfil se desplazó por las líneas- adduco ab aquilone et contritionem magnam! Aquí se detuvo, observó con inmensa furia a Ivar, y algunos de los daneses, impresionados por la fuerza de las palabras del rey –aunque ninguno entendió una sola- se tocaron los amuletos martillo. Los curas que rodeaban a Edmundo nos miraban con ojos reprobadores. Un gorrión pasó volando por una elevada ventana y se posó un instante en uno de los brazo de la enorme cruz de madera que se erguía en el altar. El rostro terrorífico de Ivar no demostró reacción alguna ante las palabras de Jeremías, y al final el intérprete anglo, que era uno de los curas, cayó en la cuenta de que la apasionada lectura del rey no había significado nada para ninguno de nosotros. -Porque yo traigo una calamidad del norte- tradujo-, y un quebranto grande. -¡Está en el libro!- exclamó Edmundo airado, y le devolvió el volumen al monje. -Puedes quedarte tu iglesia- contestó Ivar sin más. -No es suficiente- repuso Edmundo. Se puso de pie para dar más fuerza a sus siguientes palabras-. Gobernaré aquí- prosiguió-, y soportaré vuestra presencia si es necesario, y os proporcionaré caballos, comida, dinero y rehenes, pero sólo si vosotros, y todos vuestros hombres, os sometéis a Dios. ¡Tenéis que bautizaros! Una palabra que el intérprete danés no conocía, y tampoco el del rey, así que al final Ubba me miró en busca de ayuda. -Tenéis que poneros al lado de un barril de agua- le conté recordando cómo me había bautizado Beocca tras la muerte de mi hermano-, y ellos os tirarán agua encima. -¿Quieren lavarme?- preguntó Ubba estupefacto. Me encogí de hombros. -Eso es lo que hacen, señor. -¡Os convertiréis al cristianismo!- proclamó Edmundo, después me lanzó una mirada de profunda irritación. –Podemos bautizarlos en el río, chico. Los barriles no hacen falta. -Quieren lavaros en el río- les aclaré yo a Ivar y a Ubba, y los daneses estallaron en carcajadas. Ivar pensó sobre ello. Meterse en un río durante un rato no parecía tan malo, especialmente si significaba que podía volver corriendo a aplastar cualquier insurrección que estallara en Northumbria. -¿Puedo seguir adorando a Odín después de lavarme?- preguntó. -¡Por supuesto que no!- exclamó enfurecido Edmundo-. ¡Sólo hay un Dios! -Hay muchos dioses- replicó Ivar-. ¡Muchos! ¡Eso lo sabe todo el mundo! -Sólo hay un Dios, y debes obedecerle. -Pero si vamos ganando- le explicó Ivar con paciencia, como si estuviera hablando con un niño-, lo que significa que nuestros dioses le están pegando una paliza al tuyo. El rey se estremeció ante aquella espantosa herejía. -Vuestros dioses son dioses falsos- dijo- son cagarros del demonio, son bichos malvados que traerán la oscuridad al mundo, mientras que nuestro Dios es grande, es poderos, es magnífico. -Enséñamelo- dijo Ivar. (…) y sus daneses emitieron murmullos de aprobación ante la idea. (…) -¿…os protegerá vuestro dios de mis flechas?-preguntó -Si ésa es su voluntad, lo hará. -Pues vamos a intentarlo- propuso Ivar-. Os vamos a disparar unas cuantas flechas, y si sobrevivís, nosotros nos bañamos. Edmundo se quedó mirando al danés, preguntándose si hablaba en serio, después se puso nervioso cuando reparó en que Ivar no estaba de broma. El rey abrió la boca, se dio cuenta de que no tenía nada que decir, y la volvió a cerrar; después uno de sus tonsurados monjes le susurró algo y quizá trató de convencerlo de que Dios estaba sugiriendo su martirio para extender la Iglesia, y que ocurriría un milagro, y los daneses se convertirían y todos nos haríamos amigos y acabaríamos cantando juntos en la misma plataforma celeste. (…) -¿Preparado?- le preguntó Ivar al rey. (…) -Acepto vuestra propuesta- dijo. -¿La de que te disparemos flechas? -La de seguir aquí como rey. -Pero quieres que primero me lave. -Podemos prescindir de eso- capituló Edmundo. -No- repuso Ivar-. Has afirmado que tu dios es todopoderoso, que es el único dios, y quiero que lo demuestres. (…) ¿Llevas armadura?- le preguntó a Edmundo. -No. -Mejor que nos aseguremos- intervino Ubba y miró la pintura fatídica-. Desnudadlo- ordenó. El rey y los religiosos protestaron, pero los daneses no aceptaban negativas, y el rey Edmundo acabó completamente desnudo. (…) -Vamos a averiguar- dijo Ivar…- si el dios inglés es tan poderoso como nuestros dioses daneses. Si lo es, y el rey sobrevive, nos convertiremos en cristianos ¡todos nosotros! (…) Las seis flechas dieron en el blanco, el rey gritó, el altar quedó salpicado de sangre, se cayó al suelo, se retorció como un salmón ensartado en un garfio, y se le clavaron otras seis flechas más. (…) Hoy en día, por supuesto, esa historia no se cuenta nunca, lo que aprenden los niños es lo valiente que fue san Edmundo al desafiar a los daneses, exigir su conversión, y morir asesinado por ello. Así que ahora es un mártir y un santo, que trina felizmente en el cielo, pero la verdad es que fue un insensato que se ganó él solo su martirio.” 

Bernard Cornwell, Northumbria – El último Reino Edhasa, Buenos Aires 2007, pag. 161/169






  24 de marzo de 1897 – Siento cierto apuro, como si estuviera desnudando mi alma, en ponerme a escribir por orden -¡no, válgame Dios!, digamos por sugerencia- de un judío alemán (o austríaco, lo mismo da). (…) ¿A quién odio? A los judíos, se me antojaría contestar, pero el hecho de que esté cediendo tan servilmente a las incitaciones de ese doctor austríaco (o alemán) me dice que no tengo nada contra esos malditos judíos. De los judíos sé lo que me ha enseñado el abuelo: -Son el pueblo ateo por excelencia- me instruía-. Parten del concepto de que el bien debe realizarse aquí, y nomás allá de la tumba. Por lo cual, obran sólo para la conquista de este mundo. (…) Y cuando yo estaba ya bastante crecido para entender, me recordaba que el judío, además de vanidoso como un español, ignorante como un croata, ávido como un levantino, ingrato como un maltés, insolente como un gitano, sucio como un inglés, untuoso como un calmuco, imperioso como un prusiano y maldiciente como un artesano, es adúltero por celo irrefrenable: depende de la circuncisión que lo vuelve más eréctil, con esa desproporción monstruosa ente el enanismo de su complexión y la dimensión cavernosa de esa excrecencia semimutilada que tiene. Yo a los judíos, los he soñado todas las noches, durantes años y años. Por suerte cuenca he conocido a ninguno, excepto la putilla del gueto de Turín, cuando era mozalbete (pero no intercambié más de dos palabras), y el doctor austríaco (o alemán, lo mismo da). (…) Los curas… ¿Cómo los conocí? En casa del abuelo, me parece, tengo el recuerdo oscuro de miradas huidizas, dentaduras podridas, alientos pesados, manos sudadas que intentaban acariciarme la nuca. Qué asco. Ociosos, pertenecen a las clases peligrosas, como los ladrones y los vagabundos. Uno se hace cura o fraile sólo para vivir en el ocio… Y entre los curas más indignos, el gobierno elige a los más estúpidos y los nombran obispos. Empiezan a revolotear a tu alrededor nada más nacer cuando te bautizan, te los vuelves a encontrar en el colegio, si tus padres han sido tan beatos para encomendarte a ellos; luego viene la primera comunión, y la catequesis, y la confirmación; y ahí está el cura el día de tu boda para decirte lo que tienes que hacer en la alcoba, y el día siguiente en confesión parar preguntarte cuantas veces lo has hecho y poder excitarse detrás de la celosía. (…) Repiten que su reino no es de este mundo, y ponen las manos encima de todo lo que puedan mangonear. La civilización nunca alcanzará la perfección mientras la última piedra de la última iglesia no caiga sobre el último cura y la tierra quede libre de esa gentuza. (…) Los hombres nunca hacen el mal de forma tan completa y entusiasta como cuando lo hacen por convencimiento religioso.” 

Umberto Eco, El Cementerio de Praga, Random House Mondadori SA Buenos Aires 2010, pág. 14/23






  En las colonias del noroeste –zona llamada Chercher, perteneciente a Abisinia-, comenzaba a fermentarse la intranquilidad. Este territorio separaba los somalíes y danakils que eran musulmanes, de los shoans y amharas, que eran cristianos, y cada vez con mayor frecuencia se tenía noticia en Harar de incursiones y contra ataques. Por cierto que esto sucedía desde tiempo inmemorial. Se atenían a las costumbres africanas: ataque de sorpresa, se quemaba la aldea, se mataba –y se castraba-, se violaba, se tomaban esclavos. En otros tiempos, nadie que no resultara inmediatamente afectado hubiera prestado la menor atención al asunto. Pero ahora su número y proporciones iban en aumento y también su importancia, ya que estaban alcanzando magnitudes que excedían las guerrillas entre tribus. Por otra parte, hacia el este, la presión creciente de la colonización europea a lo largo del Mar Rojo obligaba a los moradores del desierto a internarse cada vez mas, y en la Alta Abisinia, la rivalidad entre los dos reinos de Tigré y Shoa producía un fermento belicoso que rebasaba en todos sentidos. Ya no se trataba de tribu contra tribu sino, cada vez con mayor frecuencia, de raza contra raza, casi de nación contra nación. Colina arriba los nómades musulmanes gritaban: Allah! Allah akbar!, ´Alá es grande!´ Y al pie, negros y salvajes, arrollaban los guerreros coptos en sus ´ponies´, gritando el nombre de la Virgen: ´!Miriam, Miriam!´. Todo alrededor de ellos a través del desierto, observaban los ojos de la Europa imperial: Francia, Italia, Alemania, Inglaterra… y Egipto, el peón de Inglaterra. Observaban, esperaban, colocándose ahora aquí, ahora allá. Acercándose lentamente, maniobrando con cautela, porque su objetivo era nada menos que el África. Hasta ahora no había habido batallas decisivas, ni invasiones, ni conquistas. En Harar las cosas seguían como siempre. La guarnición egipcia mantenía el orden, las caravanas iban y venían, los hararis musulmanes, acostumbrados a vivir en una ciudad de múltiples razas, no molestaban ni a la minoría copta Abisinia ni a la minúscula grey católica del padre Lutz. Pero a la distancia, la violencia se extendía, los truenos se hacían más violentos. En su palacio, el gobernador Hajj Pasha golpeaba irritado el escritorio, haciendo resonar los anillos de sus regordetes dedos: -Así que ya hemos llegado a esto…- decía a Claude-. ¿Ha oído la última noticia? La semana pasada, en la aldea de Bulba, en el Chercher, veinte somalíes fueron muertos a tiros por guerrilleros abisinios. Á tiros, fíjese: no acuchillados ni apuñalados, sino muertos a tiros… Tienen fusiles… Claude asintió: -La marcha del progreso. Se están civilizando… -¡Civilizando!- rugió Hajj Pasha-. Valiente civilización. Los salvajes de la montaña tienen fusiles, como un regimiento, y nosotros los representantes del Gobierno Imperial Egipcio en Harar, apenas si tenemos armas suficientes para mantener las hienas lejos de los muros. Escribo a El Cairo, explico, suplico. ¿Y que me envían? Palabras, excusas… Nada. Y con nada se supone que tengo que defender a la ciudad contra todos los salvajes de África… -No, con nada no, Excelencia- lo tranquilizó Claude-. Acabo de recibir un nuevo cargamento de la costa: más telas de hilo, paté, espárragos, cigarros. Egal se los entregará esa tarde. Y tal vez las latas de paté y espárrago puedan ser fundidas y convertidas en balas… Desde el palacio se dirigió, con una caja de cigarros, a Hippolyte Lutz. -Mis felicitaciones, padre…- le dijo. -¿Felicitaciones, hijo mío? -A la iglesia militante. Por la Séptima Cruzada. He oído decir que nuestros hermanos de Abisinia están matando sarracenos como cucarachas… El sacerdote meneó la cabeza, tristemente: -Sí, ha habido nuevas violencias… Es una lástima… una vergüenza… -¿Vergüenza? Pero estamos ganando, padre. Los shoans tienen armas de fuego, ahora. Fusiles para Miriam. Fusiles para el Cordero. Dicen que la matanza ha sido maravillosa…”


 James Ramsey Ullman El día en llamas Editorial de Ediciones Selectas SRL, Buenos Aires 1960 pág. 263/264




                                   





viernes, 22 de febrero de 2013

     


Yo la siento gemir, y sus gemidos,/ 
Saetas del pesar, me despedazan,/ 
Reproches del deber, me paralizan,/ 
Pregones de vergüenza, me anonadan!” 

Almafuerte “La Sombra de la Patria” (fragmento, II) 


     Mal de muchos consuelo de tontos, suele decirse. Pero a veces descubrir que lo que nos pesa también disgusta a otro (sobretodo cuando ese otro es alguien cuya opinión se tiene en alta estima) hace que te sientas menos solo y que reverdezca cierta cuota de esperanza que amagaba al marchite. Eso me pasó ayer al leer en la sección de Opinión de La Nación un artículo de Marcos Aguinis (acotación marginal: me debo todavía “capturar” La gesta del Marrano, en cuanto pueda volver a deambular por las librerías de la City no la dejo escapar). Cuando la ira (roja, visceral, auténticamente física) me asalta al ver los diarios y oir los diversos programas de noticias, evidentemente no estoy teniendo una reacción “exagerada” y “exótica” en el contexto. Muchos estamos sintiendo que se ha llegado a un límite que no podemos permitirles traspasar. Trascribo porque, honestamente, siento que es un resumen elocuente: 


Vivimos días que serán inscriptos en la historia. No como gloriosos, según Cristina Kirchner, sino repugnantes. (…) Nadie, ahora, puede desobedecer las órdenes de Cristina Fernández de Kirchner si pretende continuar recibiendo los óleos de su protección. No es falso que en su cercanía se haya dicho que “a la Señora no se le habla. Se la escucha.” El culto a su personalidad está en pleno desarrollo. Se lo considera prioritario, aunque lleve a la destrucción del partido o los partidos políticos que la encaramaron en el poder. Lo grave de esta tendencia es que no sólo daña a la política, sino que lastima gravemente el prestigio y el futuro de nuestro país. La última manifestación de esta pulsión antipatriótica lo expresa el absurdo acuerdo con Irán. Esta república islámica representa un elocuente rechazo al progresismo. Está gobernada por una teocracia severa con insignificantes maquillajes de democracia electiva. Discrimina a la mujer. Prohíbe la libertad sexual con castigos que pueden llegar al fusilamiento. Es abiertamente antisemita. Afirma sin pudor su deseo de borrar del mapa a otro país. Suministra armas al carnicero de Siria. Nutre grupos terroristas. Quiere convertirse en el líder de la lucha contra los valores de Occidente. (…) El culto a la personalidad está llegando al grotesco de que la Presidenta determine a qué hora debe cesar una sesión en el Senado. Sobrarían otros ejemplos. Quizás ayude a razonar mejor la historia de Fausto. Ese potente personaje de la ficción revela con precisión afilada hasta dónde puede llevar la ceguera del apasionamiento. Un pacto con el Diablo es un pacto con el Diablo. Y las consecuencias no son sino diabólicas. Fausto lo sabía, pero no le importó. Los legisladores y funcionarios que ejercen la “obediencia debida” lo saben. Debería importarles, aunque prefieren obedecer ahora, antes que pensar en los castigos futuros. Han perdido el interés en el futuro, todas sus acciones se reducen al cortísimo plazo. Entre las condenas que recibirán sin duda, habría que estudiar si no va a calzarles EL INFAME DELITO DE TRAICIÓN A LA PATRIA. Un delito que no prescribe y que no sólo les hará papilla la conciencia, sino el patrimonio y el afecto de sus amigos y familiares. Es necesario que ahora, antes de complicarse con un pacto demoníaco, lo piensen del derecho y del revés. No se trata de un pacto progresista, se trata de una ostentosa traición al progresismo vanamente invocado. ESTE PACTO, PARA COLMO, COMPROMETERÁ A LA NACIÓN.” 

 Macos Aguinis – para La Nación- “Traición al progresismo”, Jueves 21 de febrero de 2013, página 21.-





martes, 19 de febrero de 2013




  "Yo la siento cruzar ante mis ojos/ 
Y es un estrella muerta la que pasa,/ 
Dejando, en pos de su fulgor, la sombra,/ 
Porque, en pos de su luz, reina la nada!/ 
Yo la siento cruzar ante mis ojos/ 
Y la pupila tras de sí me arranca./ 
Cual si su imagen desgreñada y torva,/ 
En vez de su visión, fuese una garra!/ 
Yo la siento cruzar ante mis ojos/ 
En aterrante procesión fantástica/ 
De biblias del deber que ya no enseñan,/ 
De laureles de honor que ya no honran,/ 
De inspirados de Dios que ya no cantan,/ 
De púdicas estolas que envilecen,/ 
De patenas limpísimas que manchan,/
De banderas celestes que se arrastran!/ Y
o la siento cruzar… ¡Seres felices/ 
Que carecéis de luz en la mirada!/ 
¡Ay! ¡yo no puedo soportar la mía/ 
Bajo el fantasma horrible de la patria!" 

Almafuerte, “La Sombra de la Patria” (fragmento IV) Poesia Completa – Efece Editor, Buenos Aires 1980, pág. 22



 


    Pasan los años, uno crece, cambia, envejece. Se vota, se supone que se trata de otra gente, pero siempre es más de lo mismo. La política (en especial el peronismo, que del menemato devino en el régimen K) es la misma lamentable y corrupta cosa. 

      Pobre patria, pobre nación, pobre de nosotros que por trabajar “10, 12, 14 horas diarias” no tenemos tiempo para dedicarnos a rosquear con los “dirigentes” (con perdón) de turno y asegurarnos el camino a la fortuna fácil y sucia. 

    ¿Está mal esta paciencia de soportarles la barbarie en nombre del respeto a las “formas” y permitirles que hasta la próxima elección dejen tierra desbastada? ¿Está mal haber perdido la noción de “traición a la patria” y permitirles cualquier cosa? ¿Está mal limitarnos a ser espectadores de cómo nos mutilan la patria?





viernes, 15 de febrero de 2013




     Parece mentira (a mi me parece MENTIRA) pero en pocos días La Santa Inquisición va a formar parte de una colectiva en Bue-nos-Ai-res debería decirlo bajito, o no decirlo, para no tentar a los dioses con un rayo o con desviar los meteoritos que apuntan para otro lado-. Lo tomo con prudente escepticismo: hasta que no la vea colgada no me lo creo. Siempre puede pasar algo… 

     Pero la realidad es que ayer La Santa Inquisición (con otras tres obras: Prisionera del Catecismo, Las Américas y Resabio de Conquista) salieron de casa rumbo a ARTEME – Galería de Artistas Emergentes de Carlos Regazzoni

      Las recibieron sin objeciones y se supone que el 1ro. de Marzo formarán parte de la muestra “En el Marzo de los Días”, evento que seguirá hasta el 15 de marzo. No conocía el espacio físicamente (sí por artículos periodísticos y por emisiones de Canal a), y realmente es alucinante. Nada que ver con las lustrosas galerías de Arroyo (que me encantan) o los deslucidos espacios públicos (que adoro. Soy amplia). Galpones del ferrocarril reciclados 100% x 100% a lo Regazzoni: fragmentos del fuselaje de un avión al ingreso, rampa de acceso armada con pedazos de chapones superpuestos poco apta para un estilizado Louboutin; enormes y maravillosas composiciones escultóricas que tenés que saborear con lentitud por la invitación al descubrimiento del absurdo; mucho, MUCHO espacio en el área de taller, y el sector de exposiciones, al fondo, con la lógica de un sector de exhibiciones: sólo mucho lugar, aire y luz, lo demás que lo pongan las obras.

      Hacía demasiado tiempo que no deambulaba por lugares de auténtica impronta creativa, me dió placer, nostalgia y la necesidad de preguntarme por qué demonios me salgo del lugar dónde me gusta estar. Tuve cierto déjà vu de vuelta a casa. Pero soy gato escaldado: no voy a ilusionarme demasiado. Siempre puede pasar algo y siempre me pueden descolgar las obras por obscenas (ya lo hicieron tantas veces…). Pero no puedo evitar esa cosquilla de excitación contenida y esa adrenalina en sangre que le aporta una velocidad a mi cabeza que me tiene mareada.







      Prisionera del Catecismo y La Santa Inquisición son las primeras obras de Ragnarök que salen a pasear y que van a soportar la mirada ajena. Si bien a veces me han sugerido que debería mostrar las series completas y no por pedacitos, la realidad es que entre lo difícil que es lograr conseguir espacios de exhibición y lo que yo tardo en completar las series, si no fuera tratando de mostrarlas por partes nunca mostraría nada. Pero también es cierto que el hecho de ir teniendo la contra-mirada del espectador (ajeno, desconocido) tiene también la ventaja de permitir comprobar hasta donde lo que pretendo decir (como todo lo mío, siempre tan confuso) lo estoy logrando o sigo encriptada. 

      Si, está bien, uno pinta para uno y lo que entienda el espectador es problema suyo. Pero la mirada del otro –en la práctica- te da tanta devolución que si abrís la cabeza para escuchar lo que te viene de rebote se multiplica en efecto creativo. 

      Hace años, en el C. C. Borges, un espectador –completo desconocido- observaba una de mis obras de Cartográfica (El Mapamundi de Colón, Europa) y se me acercó a preguntarme si un fragmento del fondo, parte de la Carta de Marear dibujada por Colón, estaba escrita en hebreo. Obviamente contesté que no tenía idea –la verdad es que eran rayitas, ya que mi modelo, reproducción deficiente del original bajada de la web, era inentendible y yo lo reproduje por libre inspiración de mi miopía-. Recuerdo haber confesado que eran líneas que intentaban copiar lo que intuí en el modelo, pero que en mi lógica y escaso conocimiento Colón habría escrito en latín o portugués o español, pero no en hebreo –salvo que Colón fuera como creen algunos historiadores un judío sefardí-. 

      Entonces esta persona –insisto desconocida- me relató amablemente la cadena de ideas que le había sugerido la obra y de porqué ese fragmento de mapa le rememoró un viejo dibujo que había colgado en la biblioteca de su escuela. A más de que la conversación resultante fue absolutamente maravillosa, acabé con la sensación de que no lo estaba haciendo mal. Si mi trabajo pretende la universalidad y la multiplicidad, el que provoque al espectador un divague grato en su memoria emotiva me hace pensar que voy por el camino correcto. Lo mío no es ni lo literal ni pretenderme irrebatible. Me gusta creer que tiendo a la ensoñación y a lo imposible. A un todo puede ser. 







      Las Américas y Resabio de Conquista ya salieron de casa antes y fueron a concursos y salones (con muy poca fortuna, por cierto) y las escogí por mera simetría estética: Las Américas por el colorido y el soporte (mucho papel) empareja perfecta con La Santa Inqusición: y los verdes mayoritarios y el predominio del dibujo de Resabio es buen par para Prisionera pese a la diversidad de tamaño. Esas ínfulas de curadora que me dan seguido me obligan, cuando selecciono obras para mostrar, a buscar invariablemente una relación íntima (más allá de la obvia de mi autoría) entre ellas. Que se equilibren y se compensen. Que entre ellas puedan crear un clima común que las permitan lucir en igualdad de condiciones. 

      Demasiadas veces me he encontrado con que una sola obra en una colectiva termina deslucida y ridícula en el entorno. Es el riesgo de las colectivas, ya lo sé. Salvo que se tenga una curaduría muy astuta y que emparente con inteligencia –lo que no es común-. Nunca hay suficiente luz y la proximidad entre obras incompatibles arruina a todas. Por eso se tiende a mostrar de dos o -lo ideal- tres obras como mínimo por autor, para que se cree un ambiente propio y el espectador no se aterrorice ante una variedad exuberante que lo único que muestra es mal gusto.







      Ignoro por qué los organizadores titularon la muestra “En el Marzo de los Días”. No tuve aun la oportunidad de preguntarlo. A tren de especulación se me ocurre que es un juego de palabras con los Idus de Marzo, aquellos que le encerraban un grave peligro a Julio Cesar según el vaticinio de un vidente -y que efectivamente, en el idus de marzo del 44 a.C., le depararon la muerte en el Senado de Roma-; Cuídate de los Idus de Marzo”. Habré de ser prudente dentro de lo posible. Sin embargo, para los romanos los idus eran días favorables, de buen augurio, que caían en los días quince de los meses de marzo, mayo, julio y octubre y en los días 13 de los restantes meses (en esa época el 13 no era de mala suerte, evidentemente). Pero a mi me mencionan marzo y pienso en Alicia, el Sombrerero Loco y la liebre “marcela" (como la llamaba cierta nena hace años). Y siempre es buena cualquier excusa para releer a Carroll


  “-Necesitas un corte de pelo- intervino el Sombrerero. Había estado un rato mirando a Alicia con gran curiosidad, y esto fue lo primero que dijo. -Debería aprender a no hacer observaciones personales- dijo Alicia con severidad-. Es muy grosero. El Sombrerero abrió enormemente los ojos al escucharla, pero todo lo que dijo fue: -¿En que se parece un cuervo a un escritorio? ´¡Bueno, ahora nos divertiremos un poco!, pensó Alicia. ´¡Me alegra que se hayan puesto a proponer adivinanzas!´, y en voz alta agregó: -Creo que esa la puedo adivinar. -¿Quieres decir que piensas que puedes descubrir la respuesta?- dijo la Liebre de Marzo. -Exactamente- dijo Alicia. -Entonces, deberías decir lo que quieres decir- continuó la Liebre de Marzo. -Es lo que hago- replicó precipitadamente Alicia-. Por lo menos… Por lo menos quiero decir lo que digo… es lo mismo, naturalmente. -¡Ni medio lo mismo!- dijo el Sombrerero-. ¡Del mismo modo podrías decir ´veo lo que como´ es lo mismo ´como lo que veo¨! -¡Del mismo modo podrías decir- agregó la Liebre de Marzo- que ´me gusta lo que tengo´ es lo mismo que ´tengo lo que me gusta´! -¡Del mismo modo podrías decir- añadió el Lirón, que parecía hablar en sueños- que ´respiro cuando duermo´ es lo mismo que ´duermo cuando respiro´! -Sí es lo mismo para ti- dijo el Sombrerero, y aquí la conversación se interrumpió, y todos permanecieron un rato silenciosos, mientras Alicia pasaba revista a todos sus conocimientos sobre cuervos y escritorios, que no eran muchos.” 

Lewis Carroll, Los Libros de Alicia, Ediciones de La Flor S.R.L. – Best Ediciones Buenos Aires 1998, pag. 72/73





martes, 12 de febrero de 2013




     Tras la renuncia del Papa, un rayo golpeó San Pedro. Horas después del anuncio de la dimisión del papa Benedicto XVI, un rayo alcanzó la cúpula de la basílica de San Pedro, en el Vaticano. 
 www.lanacion.com.ar Martes 12 de febrero de 2012.






“-Eminencia, me resisto a creerlo, mi cerebro se niega a aceptar que Juan Pablo I haya sido la víctima de una conjura; no puedo creerlo, no, no y no –repitió el buen hombre, golpeándose por tres veces en la frente con la palma de la mano-. ¿No le llamaban todos ´el papa de la eterna sonrisa´, no hablaba todo el mundo de su bondad, de su buen juicio y gran sentido común, no fue acaso una persona que amó a todos los hombres, que llegó a afirmar incluso que él no era más que un ser humano como cualquier otro? -En eso precisamente radicó su error. Después de la muerte de Pablo VI, tras la desaparición e aquel representante de Cristo en la tierra que con tanta rapidez envejeció, de aquel hombre resignado e indeciso, la curia romana esperaba ver sentado en el solio pontificio a un príncipe de la Iglesia de carácter enérgico y capaz de tomar rápidas decisiones; en todo caso, fueron los responsables ciertos círculos de la curia, y no necesito dar nombres, fueron aquellos que querían tener en el trono de san Pedro a un auténtico caudillo de la Iglesia, a un sumo pontífice como lo fue Pío XII, a alguien que fustigase el marxismo, que negase todo tipo de apoyo a los terroristas de Iberoamérica y que supiese frenar, en general, las simpatías de la Iglesia por los problemas del tercer mundo. Y en lugar de eso, les dieron un papa que sonreía, que le daba la mano al alcalde comunista de Roma y que confesaba con toda franqueza que la Santa Madre Iglesia no se encontraba precisamente a la altura de los tiempos presentes. -¡Pero Juan Pablo I no cayó llovido del cielo! ¡Los mismos cardenales lo eligieron! -¡Chist!- siseó Bellini, indicando a Stickler que moderase el tono de su voz-. Precisamente porque lo eligieron es por lo que fue tan grande su amargura, precisamente porque lo prefirieron entre todos los demás cardenales papables es por lo que su odio se volvió tan imprevisible. -¡Dios mío! ¡Pero no por eso tenían que matarlo! El cardenal se quedó entonces callado y se enjugó el sudor de la frente con su blanco manípulo. -¡Lo asesinaron!- prosiguió Stickler con su voz susurrante-. No creí desde un principio que Juan Pablo I hubiese perecido de muerte natural. Nunca lo creí. Aún recuerdo muy bien el ambiente caldeado que se respiraba en la Santa Sede, uno podía tener la impresión de que había una curia dentro de la curia. -La curia, hermano en Cristo, tuvo siempre diversas agrupaciones, unas conservadoras, otras progresistas, elitistas algunas y también populistas. -Sí, eso es cierto, eminencia. Juan Pablo I no fue el primer papa al que serví, y de ahí que yo precisamente pueda testificar que nunca hubo tanto secreteo y tanta intriga como en aquellos treinta y cuatro días de su pontificado. Daba entonces la impresión de que cada cual era enemigo del prójimo y la mayoría sólo se comunicaba ya por escrito con su santidad, lo que representaba para Juan Pablo I una carga adicional de trabajo de proporciones colosales. -El santo padre se mató simplemente trabajando… -Y ésa fue la versión oficial, eminencia, pero no había razón alguna para impedir que se le hiciese la autopsia a Juan Pablo I. -¡Stickler- susurró el cardenal, ahora fuera de sí-, no necesito recordarle que jamás se le practicó la necroscopia a papa alguno! -No, no necesitaís recordármelo- replicó William Stickler-, pero aún me sigo preguntando por qué no se permitió la autopsia, cuando, por lo demás, el trato que se dio a los restos mortales de su santidad no se diferenció absolutamente en nada del que se estila en la inhumación normal de cualquier cadáver. No fue ciertamente un espectáculo edificante de presenciar cómo los sepultureros sujetaron con cuerdas los tobillos y el pecho de Juan Pablo I y tiraron después con todas sus fuerzas para enderezar el cuerpo agarrotado de su santidad, con tal brutalidad y violencia, que hasta pude oír cómo se quebraban los huesos. Lo vi con mis propios ojos, eminencia, Dios se apiade de mí. -El catedrático Montana dictaminó con precisión la causa de la muerte: trombosis coronaria. -¡Eminencia! ¿Qué otra cosa podía diagnosticar Montana que no fuese el paro cardíaco si se encontró al entrar ante una cama en la que estaba sentado un muerto de piernas cruzadas, con una carpeta sostenida por su mano izquierda, mientras que su diestra colgaba fláccidamente? Montan no hizo más que repetir aquella escena angustiosa que aún tenía grabada en mi memoria de cuando murió Paulo VI en Castelgandolfo: se sacó del bolsillo un martillo de plata, le quitó a Juan Pablo las gafas, que tenía torcidas, las plegó, las colocó sobre la mesa, golpeó por tres veces consecutivas en la frente al papa muerto, le preguntó tres veces si estaba muerto y como quiera que no recibió respuesta tampoco a la tercera vez, declaró entonces que su santidad el papa Juan pablo I había muerto según el ritual prescrito por la Santa Madre Iglesia Católica Apostólica y Romana. -Requiescat in pace. Amen. -Y sin embargo, aquella larga serie de sucesos extraños no comenzó hasta que entró en el dormitorio el cardenal secretario de Estado. Eran las cinco y media de la madrugada, y cuando se presentó me llamó inmediatamente la atención el hecho de que estuviese recién afeitado, daba la impresión de hallarse muy sereno, y al ver algunos documentos esparcidos por el suelo, que se habían caído de la carpeta que sujetaba su santidad, declaró solemnemente que según la versión oficial yo habría encontrado al santo padre por la mañana temprano, muerto en su cama, y que él no había estado leyendo documentos sino un libro sobre la Imitación de Cristo. Por supuesto que no dejé de preguntarme sobre el porqué de esa tergiversación de los hechos. ¿A cuento de qué no podía haber muerto Juan Pablo I mientras se dedicaba al estudio de unos documentos? ¿Por qué no tendría que ser la monja la que descubriera su cadáver? La hermana Vincenza era la encargada de ir todas las mañanas a colocar el café de Juan Pablo delante de la puerta de su dormitorio. ¿A qué venían todas esas mentiras? -¿Y qué hay de las sandalias de su santidad y de sus gafas? -No lo sé, eminencia, desaparecieron de repente en medio de todo aquel caos y aquella excitación, al igual que los documentos que se hallaban esparcidos por el suelo. Al principio no concedí ninguna importancia al asunto, pues pensé que el cardenal secretario de Estado se habría llevado esos objetos. Tan sólo mucho mas tarde, a eso del mediodía, cuando ya se habían llevado el cadáver de su santidad y yo me puse a indagar acerca del paradero de esos objetos, tan sólo entonces quedó al descubierto la infamia de aquel hecho. Alguien había robado al papa muerto.” 

 Philipp Vabderberg La Conjura Sextina Grupo Editorial Planeta SAIC Buenos Aires 2006 Pág. 105/108.-






El papa Alejandro disfrutaba tanto de la buena conversación como de la caza, la comida o las mujeres hermosas. Tras el banquete, demostrando un atrevimiento característico de su condición, uno de los actores había representado una escena en la que un noble se preguntaba apenado cómo un Dios bondadoso podía hacer recaer tantas desgracias sobre los hombres de buena voluntad. ¿Cómo podía permitir que hubiera inundaciones, incendios y epidemias? ¿Cómo podía permitir que sufrieran niños inocentes? ¿Cómo podía permitir que el hombre, creado a su imagen y semejanza, infligiera tanto dolor a su prójimo? Alejandro aceptó el desafío. Rodeado de amigos como estaba, en vez de citar las Escrituras, contestó al actor como lo hubiera hecho un filósofo griego o un mercader florentino. -¿Qué ocurriría si Dios les concediera a los hombres un paraíso en la tierra obtenido sin dolor ni sacrificio?- comenzó diciendo-. Sin duda, el paraíso celestial dejaría de ser anhelado por los hombres. Además, ¿cómo podría juzgarse entonces la sinceridad y la buena fe de los hombres? Sin purgatorio no puede existir un paraíso, pues de ser así, ¿qué insondable mal no sería capaz de concebir el hombre? Inventaríamos tantas maneras de atacarnos que finalmente acabaríamos por destruir el mundo. Lo que se obtiene sin sacrificio no puede tener valor. Si no existiera una recompensa para nuestro comportamiento, los hombres se convertirían en estafadores que afrontarían el juego de la vida con naipes marcados y dados trucados. No seríamos mejores que las bestias. Sin esos obstáculos a los que llamamos desgracias ¿Qué recompensa podríamos encontrar en el paraíso? No, esas desgracias son precisamente la prueba de la existencia de Dios, la prueba de su existencia y de su amor por los hombres. No podemos culpar a Dios del daño que los hombres se infligen entre sí, pues, en su infinita sabiduría, El ha dispuesto que gocemos de libre voluntad. Sólo podemos culparnos a nosotros mismos. Sólo podemos admitir nuestros pecados y redimirlos en el purgatorio. -Pero entonces, ¿qué es realmente el mal, padre?- preguntó Lucrecia que, de todos los hijos de Alejandro, era quién más interés mostraba por la fe. -El mayor de todos los males es el poder- contestó el Sumo Pontífice-, y es nuestro deber borrar cualquier deseo de poder de los corazones y las almas de los hombres. Ésa es la misión de la Iglesia, pues es la lucha por el poder lo que hace que los hombres se enfrenten unos a otros. Ahí radica el mal de nuestro mundo; siempre será un mundo injusto, siempre será un mundo cruel para los menos afortunados. Quién sabe… Es posible que dentro de quinientos años los hombres dejen de matarse entre sí. Feliz día será aquel en el que ocurra. Pero el poder forma parte de la misma naturaleza del hombre. Igual que forma parte de la naturaleza de la sociedad que, para mantener unidos a sus súbditos, por el bien de su Dios y de su nación, un rey tenga que mandar ahorcar a quienes no obedezcan su ley. ¿Pues cómo, si no, podría doblegar la voluntad de sus súbditos? Además, no debemos olvidar que la naturaleza humana es tan insondable como el mundo que nos acoge y que no todos los demonios temen el agua bendita. –Alejandro guardó silencio durante unos segundos. Después levantó su copa en un brindis- ¡Por la Santa Iglesia de Roma y por la familia Borgia!- exclamó. Todos los presentes levantaron su copa y exclamaron al unísono: -¡Por el Papa Alejandro! Que Dios lo bendiga con salud, felicidad y la sabiduría de Salomón y los grandes filósofos.” 

Mario Puzo Los Borgias Grupo Editorial Planeta SAIC Buenos Aires 2005, pág. 118/119






“-Quiero dar mi voto al cardenal de Segni- anunció Juan de Salerno. De ser así, la votación estaba ganada, aunque podía ser un ardid. -Su eminencia… (…) -¿Acepta Su Eminencia la designación?- preguntó el cardenal de Ostia. Lotario tuvo la sensación de que flotaba. ¿En verdad no era aquello un sueño? -Su Eminencia… (…) -Por supuesto. -¿Con qué nombre reinará Su Eminencia? (…) -Inocencio- respondió Lotario… -Innocentti Tertii –completó el camarlengo jubiloso-: Papa habemus. (…) ´Ahora yo soy el Papa´, pensó. A partir de ese momento, tendría que dejar de pensar en sí mismo y ocuparse, única y exclusivamente, de la causa que había hecho suya: el engrandecimiento de la Iglesia. Desde ese instante, hasta el fin de sus días, tendría que trabajar por ella, desvelarse por ella, sufrir por ella, morir por ella. Esa había sido su elección y estaba dispuesto a afrontar las consecuencias. El amor, la amistad, el miedo, el odio, la tristeza, la alegría, todo tendría que girar, a partir de entonces, alrededor de su causa. Corrió la cortinilla que separaba la estancia de su capilla privada – su Sancta Sanctorum- y bajó hasta el altar, donde arrojó a un lado el pallium con sus cruces y el manto ceremonial. Se desplomó sobre el antepecho del reclinatorio y suspiró. Si en su lugar hubiera estado Gregorio VII, seguramente se habría puesto a orar, a pedir fuerza a Dios; a rogar que el Señor lo iluminara. Pero entonces Lotario de Segni descubrió, como lo temía desde hacía algún tiempo, que había dejado de creer en aquel ser eterno e impersonal, todopoderoso e inaccesible. Quiso hacer un último intento por rescatar de sus recuerdos a aquel Padre bondadoso al que se había encomendado en su infancia y en su adolescencia; por sentirse arredrado ante el supremo vengador, pero fue inútil. Dios no estaba ahí. No podía estar en las cruces, los templos y las ceremonias religiosas. Quizás no podía estar en ningún sitio. Tampoco le pareció cierta la identidad de Cristo. Por él, sin embargo, experimentaba una simpatía más próxima. De acuerdo con las Escrituras, era Dios convertido en hombre. Había descendido a la Tierra para ser martirizado en aras de la salvación de sus propias criaturas. La historia, que en algún momento de su niñez llegó a conmoverle, ahora se le antojaba absurda. ¿Acaso Dios no habría podido salvar a sus criaturas de otra manera menos sanguinarias? (…) A partir de ese día, él hablaría en nombre de Cristo que era, también, Dios. Ya no diría ´Yo quiero´ sino ´Nosotros queremos´. Ya no expresaría su ira o su tristeza sino nuestra ira o nuestra tristeza: Dios y yo.”

Gerardo Laveaga El sueño de Inocencio Ediciones Martinez Roca, México 2006, pág. 163/171



sábado, 9 de febrero de 2013




     Cuando esta mañana pasé por el puesto de diarios a comprar el ensayo de Eco que hoy salía a un precio muy conveniente con la edición de La Nación (La Estructura Ausente, ensayo que no tenía hasta ahora en mi biblioteca), palpitándome aun en los tímpanos el “déjate de fastidiar con Eco y los de su especie”, tuve que soportar la pregunta (inocente, amable, por entablar conversación) del diariero de “¿Se puede leer? Digo, salen poco. Llevan más los de Agatha Christie…” Sí, pensé. Y se vende más el Olé, ¡que sorpresa! Pero, pobre hombre, ¿qué culpa tiene él? 

     Lo miré fijo un segundo, tomé conciencia de que se supone que soy snob y que soy mujer y le pedí también la Vogue España. Eso, definitivamente, lo encontró más normal y sonrió aliviado. Y si bien suelo comprar habitualmente revistas de “moda”, sobre todo las que traen buena fotografía y cuidada edición, ésta en particular (acá se está vendiendo el número de diciembre 2012) la quería por el dossier de Mario Testino, maravilloso fotógrafo peruano reconocido internacionalmente, que ha hecho en Lima lo que yo añoro hacer aquí: abrir una galería y fomentar desde allí la actividad artístico-cultural. Supongo que esta motivación también es snob: consumo publicaciones fashion con ocultas intencionalidades poco superficiales. ¡Lo hago todo mal! Tengo que aprender a ser más simple, más lineal y más a ras del suelo. Y a dejar de citar autores que no encabezan la lista de best sellers para público adolescente. Más Harry Potter y menos Saramago, así se atrapa a las masas y se hace fortuna.







“…Para que funcione aceptablemente la democracia son mucho más peligrosos los imbéciles que los malvados. Sobre todo por su abundancia. Y porque hay que escucharlos.”

Fernando Savater, Los Invitados de La Princesa, pag. 229



viernes, 8 de febrero de 2013




Supongo que el principal problema de la educación actual es que a los educandos les falta la humildad de reconocer que unos no saben y otros sí, paso previo para aceptar lecciones. No sé si es culpa de una mala comprensión de la pedagogía o incluso de la democracia, pero cunde la disparatada convicción de que todas las opiniones son igualmente válidas y que los ignorantes pueden enorgullecerse de su ignorancia con igual derecho que los sabios de su sabiduría.”

 Fernando Savater, Los Invitados de la Princesa, Grupo Editorial Planeta SAIC, Buenos Aires 2012, pág. 123.






     “Las posturas snob no nos van a llevar muy lejos” me dijo, y sonó como si hiciera la pausa para que yo me disculpara. Pero yo no entendí de qué me tenía que disculpar, salvo –quizá- de mi obstinación de perdurar en el cariño que le tengo en nombre de una amistad que no se si realmente existió alguna vez. Supongo que creyó que me había avergonzado y de ahí mi silencio. La realidad es que estaba contando mentalmente hasta diez para no insultarlo. 

    Entonces se explayó: que había “analizado” el contenido de mi blog y que era demasiado “intelectual”, que no servía para divulgar mi trabajo artístico; que tanta cita y transcripción literaria espantaba a la gente, máxime cuando no se entendía ni medio de que demonios se trataba lo transcripto. Que tenía que dejarme ya de fastidiar con Eco y los de su “especie”. “¿Semiótica?” - me dijo con tono burlón. “-¿Quién sabe en Buenos Aires que es la semiótica? Dejate de joder. Vos hacés dibujitos, tu público a lo sumo tiene que tener ojos para mirar, no pretendas que encima piensen y ¡que te entiendan!” 

     Ahí registré que lo “snob” era el contenido de mi blog. O lo era yo, por subir a mi blog lo que subía. Y recordé con un escalofrío de ira que siempre se ha referido a mi trabajo como “dibujitos”. Reanudé mi conteo mental mientras que a la par trataba de repetirme los por qué me someto a este tipo de situaciones. Una parte de mi cerebro citaba que un mínimo de sociabilización hay que tener, que con alguien hay que hablar aunque más no sea como ejercicio para las cuerdas vocales. Otra parte de mi cerebro –la parte cínica- me dijo que además de ser una persona estúpida, arrogante y odiosa, era una especie de amigo y además uno de los diseñadores gráficos más alucinantes del planeta y que pese a lo mucho que le gustaba fastidiarme siempre me daba una mano a la hora de aportar ideas y apoyarme con la gráfica de catálogos o publicidades varias. De hecho, y a tren de ser asquerosamente honesta, siempre me ha dicho que mi trabajo le gusta mucho aun a pesar de mi. Que mi gran problema soy yo y mi “lamentable” personalidad. Que hubiera podido llegar muy lejos si no hubiera sido tan… yo. 

     Y dispuesta como estoy a dedicar este año a reorganizar mi carrera y encontrarle la vuelta para volver a exponer en Baires, opté por buscar el “consejo” de alguien que no soporto pero cuya opinión respeto. Y así fue que me enteré de que mi único problema era ser “snob” y no el hecho de pintar desnudos y ser un poco arisca a la hora de los vernisagges. No discutí (ya no lo hago, ¿para qué?) ni di mayor trascendencia a su opinión. O.K.: hago dibujitos y soy snob. Ahora, ¿Cómo logro que me dejen colgar en Buenos Aires

     Y ahí corroboró la raíz de mi fe en su sabiduría a la hora de aconsejarme; me dijo con una simplicidad pasmosa: “Insistí.” Y en eso estoy. Reabrí mi vieja agenda (una especie del Who is Who de la movida artística porteña) y me dispuse a insistir. IN-SIS-TIR. Quiero colgar en algún lado La Santa Inquisición . ¿Será realmente cuestión sólo de insistir?








martes, 5 de febrero de 2013




     Me habían hablado de este libro en una de las comidas de fin de año, entre múltiples brindis, con la promesa de hacérmelo llegar. Pero este sábado me lo encontré repentinamente mientras buscaba otro (uno de Savater que también encontré y “capturé”) y directamente lo compré, violando -sin demasiado pesar- mi estricta regla de no comprar nada de la mesa de “novedades”. Las reglas son para romperlas, en especial las reglas auto impuestas y especialmente por mi.

     Lo leí de un tirón (del sábado a la tarde al domingo a la mañana). Lo definiría como un librito deliciosamente entrañable para una borgeana perdida como yo. Decididamente hubiera preferido otro final (¿más elaborado?, ¿más aleatorio?), pero fue un placer recorrerlo de la primera a la última de sus palabras. Matar a Borges, de Francisco Cappellotti (un vecino de Avellaneda aunque esté radicado actualmente en el lejano sur) fue, debo reconocer, una enorme sorpresa –le tenía poca fe cuando me hablaron de él- y un auténtico disfrute. 

      Recupera fragmentos de la realidad de los años 50 que, en mi personal opinión, demuestra no sólo coherencia estética sino material coraje editorial. El mamarracho político-ideológico en que nos vemos inmersos en estos días por obra y gracia de nuestra seudo faraona y su séquito de arrogantes descerebrados parece una imitación barata y chapucera de aquellos tiempos. Y el recuerdo de cómo por entonces algunos argentinos se enfrentaron a la prepotencia fascista ha sido otro de los factores de franco regocijo que me proporcionó Matar a Borges. Comparto para quién le interese:






Los habituales colaboradores de la revista Sur estaban reunidos en la quinta de San Isidro de Victoria Ocampo. Entre ellos no faltaban Bioy Casares, Silvina Ocampo, Eduardo Mallea, Ernesto Sabato, Enrique Amorim, Xul Solar, Manuel Peyrou, Manuel Mujica Lainez, Carlos Mastronardi, y muchos otros. Incluso allí estaba Patricio Canto, el hermano de Estela, dándole su apoyo incondicional al poeta. Todos ellos buscaban desagraviar a Borges. Los rumores sobre su posible tendencia homicida era tema corriente entre la prensa amarilla, prensa que era manejada por aquel entonces por el gobierno peronista. Perón, emulando a Rosas, se había encargado de censurar toda prensa tendiente a confrontar con su mandato. Sin embargo, la revista Sur, debido a su mentado perfil cultural y aristocrático, había resistido a tal detracción y combatía ávidamente contra el gobierno. Así la revista de Victoria Ocampo se había transformado en un poderoso bastión antiperonista que luchaba contra el autoritarismo y proclamaba la libertad de prensa. Ya Borges había escrito en uno de sus artículos, “el autoritarismo es la virtud de los imbéciles”, haciendo clara alusión al gobierno peronista. Ahora todos esperaban la llegada de Borges para que Victoria Ocampo tomara la palabra. Ernesto Sabato bebía una copa de vino tinto, mientras charlaba amistosamente con Patricio Canto sobre Dostoievski. Eduardo Mallea, como de costumbre, permanecía solo en un rincón, aguardando los acontecimientos. Enrique Amorim, junto a su esposa Esther Haedo, entrañable compañera de Leonor Acevedo, esperaba al agasajado junto a Adolfo Bioy Casares. Silvina Ocampo había tomado la función de anfitriona y se encargaba de llevar y traer bebidas y algún que otro canapé. Su hermana, Victoria, le daba los últimos retoques a la proclama que deberían firmar los colegas. De un momento a otro tenía que llegar Borges. Así sucedió. Todas las miradas voltearon cuando Borges apareció en el amplio living comedor de las Ocampo. Iba acompañado de su madre, como de costumbre. En principio hubo un breve silencio, luego la ironía y el humor de Borges rompieron el hielo reinante: -Tranquilos, colegas, no soy Perón, soy Borges. Hubo una unísona carcajada y todos se acercaron a Georgie para estrecharle la mano. Bioy Casares, obviamente, fue el primero. Borges agradeció una y otra vez y departió con sus amigos sobre diversos temas olvidándose por un instante de su terrible pesadilla. Aquel era su verdadero oasis, su verdadero cable a tierra. (…) …Ahora en la quinta de Victoria Ocampo todos esperaban las palabras de la anfitriona a favor del agasajado. (…) Victoria, espléndida como siempre, se para sobre una silla con una copa en la mano derecha, en la izquierda una pequeña cuchara. Golpea el cristal dos veces, simplemente dos veces, y consecuentemente todos voltean y callan. La mayor de las Ocampo es poseedora de una personalidad fuerte, de carácter firme, y transgresora de por sí, más de lo que el ambiente social que frecuenta lo permite. Todos observan a la anfitriona. Victoria, como de costumbre, viste un impecable traje sastre. Una vez que la dueña de casa acapara la atención de los invitados comienza su discurso. Para ello modula la voz, y dice: -Queridos colegas, colaboradores y amigos. Estamos aquí por hechos trascendentales, únicos y difamantes. Estamos aquí no sólo para desagraviar a nuestro colega, Jorge Luis Borges, de las inescrupulosas infamias que lo circundan. Estamos aquí, también, para clamar por nuestros más profundos derechos. Derecho a ser libres, a pensar y vivir libremente. Derecho que ningún país “democrático” puede cercenar, porque cercenar el derecho de expresión es cercenar la vida misma. A nuestro colega, Jorge Luis Borges, lo han intentado silenciar de diversas maneras; promoviéndolo de la biblioteca Miguel Cané al ofensivo cargo de “Inspector de Aves y Conejos del Mercado Central”, deteniendo a su madre y hermana por cantar el himno nacional en la vía pública, y ahora pretenden enmudecer sus excelsos pensamientos tratándolo de involucrar en un infamante asunto policial digno de las más estrafalarias novelas del género enunciado. Sin embargo, queridos colegas, nada de ello pudo ni podrá callar a vuestro valiente condiscípulo. Tiempo atrás, allá por el año 1837, un gran intelectual de una generación inolvidable, llamado Esteban Echeverría, padeció las mismas persecuciones que todos nosotros, las padeció por un simétrico caudillo autoritario llamado Juan Manuel de Rosas. Sin embargo, Esteban Echeverría no se amedrentó ante la estolidez autoritaria y se atrevió a escribir el Dogma Socialista, allí dejaría sellado por siempre el irrevocable concepto de libertad. Echeverría dice: “No hay libertad donde no le es permitido al hombre disponer del fruto de su industria y de su trabajo. Donde puede ser vejado e insultado por los sicarios de un poder autoritario. Donde se le coarta el derecho a publicar de palabra o por escrito sus opiniones. Donde su seguridad, su vida y sus bienes, están a merced del capricho de un mandatario. Donde se le ponen trabas y condiciones en el ejercicio de una industria cualquiera como la imprenta.” Creo, colegas, que los conceptos de Esteban Echeverría hablan por sí solos, por eso de nada sirve que el señor Perón nos castigue y oprima, que controle los medios de comunicación, que expropie el diario La Prensa y que exija a las instituciones culturales que soliciten permiso para publicar y reunirse, que intervenga las seis universidades nacionales expulsando a los catedráticos que no son de su agrado. De nada sirve toda esa persecución del señor Presidente porque, precisamente, tal hostigamiento transformará nuestras voces democráticas en voces incólumes, voces férreas. Voces combativas como la del señor Jorge Luis Borges que continúa escribiendo ávidamente como el primer día. Por todo esto y también por más estamos al lado tuyo, querido colega.” 

Francisco Cappellotti, Matar a Borges, Grupo Editorial Planeta SAIC, Buenos Aires 2012, páginas 180 a 185.-








sábado, 2 de febrero de 2013



“¿No te buscaba quizá a ti? Quizá estoy aquí sólo para esperarte. ¿Te he perdido cada vez porque no te he reconocido? ¿Te he perdido cada vez porque te he reconocido y no me he atrevido? ¿Te he perdido cada vez porque al reconocerte sabía que debía perderte?”

 Umberto Eco, El péndulo de Foucault




     La más eficaz muestra de menosprecio es la indiferencia, ¿qué duda cabe? En un arranque de rabia podría asesinar a quién, habiendo sido testigo de casi la mitad de mi vida (close, espantosamente, imperdonablemente cerca) dice sin pudor que yo dibujo “porque sí”, “sin razón”, “sólo por gusto”, que mi trabajo “no significa nada en particular”. Y concluir (sentenciante, la palabra de dios, la sabiduría absoluta) “qué así tiene que ser”.

     Probablemente, por mi paz mental, debería haber incurrido en la violencia más primitiva, la de uñas y dientes; en la misericordiosa violencia que pusiera fin a una forma de vida tan inferior y básica: la suya. Pero tuve un tris de duda civilizada, y la risa de mis tres hienas en el fondo de mi cráneo me distrajeron. La voz rubia corrió en mi auxilio: -No dá para más que eso. Pobre. Funciones fisiológicas básicas y memorizar la formación de los equipos de futbol europeo. Cualquier extra está por de fuera de su modelo. Meramente utilitario. Base, sin detalles de calidad.

     Percibo una sonrisa en su consuelo, una invitación a la carcajada. Y pese a ser mi debilidad y dejarme habitualmente vencer por su cálida cortesía, continúo montada en la rabia. Quiero sangre. La suya. Y gritar (muy Ragnarök, por cierto): ¡LA VENGANZA ES MIA!
-Y después tenés que limpiar el enchastre y enfrentar las consecuencias prácticas de cinco segundos de placer- se mete la voz maternal. Tan lógica y tan práctica. -¿Qué más te dá? Nunca esperaste demasiado y ya llevás años sabiendo que no podés concretamente esperar nada.

     O.K. Es cierto. Pero sigo temblando de indignación y sigo queriendo sangre, roja, caliente y real. La voz de anteojos se mete también, trasluciendo en su tono que le parezco patética yo, mi rabia y la situación.
-Es como si le dieras trascendencia metafísica a los ladridos del caniche. Como si a esta altura del partido tu visión artística tuviera que ser aprobada por el microondas…
-No compares. El microondas es infinitamente más útil- la interrumpe la buena madre de familia.

     Puede que el enojo se me diluya en un mar de racionalidad y de resignación. Al cabo soy la única responsable de mi entorno. En mi afán de no llamar la atención, de pasar desapercibida, de no desentonar, jugué al juego que jugaban todos, jugué a “la casita”. Y ahora me molesta que Ken sea un imbécil y que a Barbie la tilden de rubia. Suspiro y me desentiendo. Hay que desdoblar y compartimentar. Ser imagen y ritual exterior y ser quien soy en privado. Alguna vez, tal vez, pueda quemar las naves y ser sólo yo y a tiempo completo. La versión verdadera y full time de mi misma.

     Pero mis voces siguen ahí, al acecho. La de anteojos tiene que fastidiar, si no está fuera de roll. Me dice con retintín burlón:
-¿Sí? Reconocé que estás donde querés estar: donde es cómodo y práctico y donde vos podes ser definitivamente sádica. Tu extraño sentido del humor no te permitiría estar en otra parte.
¡No es cierto! Es circunstancial. Es mera supervivencia. ¿Qué más puedo hacer?
-¿Correr el riesgo?- sugiere la muy víbora.
-No es lo de ella- se mete otra vez la madre de familia, con indiferencia, como si no valiera la pena el tema. –Nunca un salto al vacío. Sufre de vértigo.
Otra vez vuelven a serme tan odiosas las dos. Espero a la rubia. No me decepciona.
-Uno tiene las musas que le tocan- explica, conciliadora. – Algunos las tienen etéreas, luminosas, provocativas. Las tuyas son un poco mediocres, ruines y egoístas. Están ahí solo para inspirarte por contradicción: tan oscuras, tan sórdidas, tan destructivas que solo te queda huir para el otro lado.
Quisiera abrazarla pero sé que no puedo, que es sólo un producto de mi esquizofrenia. ¡Pero a veces es tan sabia! Ciertamente es todo una cuestión de opuestos.
      Tal vez en otro lugar, con otro entorno, me sería menos necesario buscar la luz, el color, el sentido. Tal vez si me hubiesen querido más, si me hubieran apoyado en mi empecinamiento artístico o si hubiesen creído un poquito (sólo un poquito) en mi talento, yo no habría llegado hasta acá (dónde sea que sea). Probablemente. Pero de todas formas, los “podría haber sido” son definitivamente estúpidos y deprimentes. Es lo que hay y ¡a hacerse cargo!. Nadie es inocente y cada uno tiene lo que se merece. Punto.


Quedé como en éxtasis… Con febril premura/
´¡Síguela!´ Gritaron cuerpo y alma al par./
…Pero tuve miedo de amar con locura,/
De abrir mis heridas, que suelen sangrar/
¡y no obstante toda mi sed de ternura,/
Cerrando los ojos, la dejé pasar!”


Amado Nervo, Cobardía (fragmento)