martes, 30 de junio de 2015



      ¿Por qué pintar?  Por puro despliegue de arrogancia.  Antes no había nada ahí y tras el paso de nuestro lápiz o pincel algo mutó, se convirtió en otra cosa, válida o no, que hace que el después ya sea diferente por mérito exclusivo de nuestra acción. Clara necesidad de trascendencia.  Búsqueda de inmortalidad.

     ¿Por qué pintar? Concreta pulsión hedonista.  No hay un hacer, un mientras tanto, que sea tan grato a los sentidos físicos y a las aspiraciones intelectuales.  El poder absoluto.  De la nada a la construcción de un universo propio.  Es jugar a ser dios.  Y quién puede poner en duda que ser un dios es forzosamente divertido (porque si no lo fuera, en virtud de su omnipotencia, de inmediato dejaría de serlo; contrafáctico de manual).

     ¿Por qué pintar? Porque si te tocó en el reparto de personalidades el ser mujer, tímida, introvertida y excesivamente racional, baja, menuda y bastante miope, tu destino es  tender a mantenerte al margen del mundo, de moverte a tu ritmo y proporción.  Desarrollas rápido un instinto de adaptabilidad y camuflaje, lucís inserta en el sistema hasta el punto de pasar del todo desapercibida.  Y entonces, en tu aparte privado, sos absolutamente libre de ser y pintás; pintás con el dominio total sobre todo lo que fue, es y será; con la libertad más plena, irreverente e inconmovible.  ¿Por qué pintar?  Porque es la venganza y reivindicación de los mansos.




     ¿Por qué pintar? Sigo con las referencias personales.  Cursaba el catecismo obligatorio para tomar la primera comunión.  Los sábados en la Parroquia Santa Faz.  No tengo memoria de cuál fue la razón para que nos tuvieran media hora en el aula sin nadie adoctrinándonos y para mantenernos quietos y controlados nos ordenaron hacer un dibujo alegórico.  A mí no me gustaba (no me gusta) llamar la atención y ya sabía por la experiencia escolar que si dibujaba iban a mirarme -y como bicho raro-.  Pero mi compañero de banco (de quién honestamente no recuerdo nada) tenía una estampita preciosa como señalador de su Nuevo Testamento,  con un santo rodeado de animalitos y flores (que ahora supongo era el de Asis), colorida y detallista.  Yo sabía que no tenía que hacerlo, lo máximo que pretendían era que dibujáramos una crucesita o un cáliz o una palomita (los más osados).  Pero esa estampita me fascinaba, tenía que apoderarme de esas líneas y esos colores.  Era mi oportunidad porque quién sabía si volvería a sentarme al lado de su dueño, si éste la dejaría sobre el pupitre y la catequista se fugaría con el cura a quién sabe que asuntos liberándonos a la nada artística durante media hora.  Y sucumbí a la tentación.


     Después, a su regreso, la instructora revisó nuestros cuadernos para ver si habíamos cumplido el mandato, y cuando vio a mi santo armó un alboroto, exhibió el trabajo a toda la clase, y hasta se lo hizo llegar al padre que regía la parroquia.  Habrá creído que lo mío era inspiración divina, que el espíritu santo movilizó mi mano.  A partir de ese momento me puse en el molesto foco de luz y la catequista me prestó una atención que convirtió esos dos años en un martirio.  Pobre, ella habrá supuesto que yo estaba destinada a dar testimonio de sus creencia en lugar de las mías (lo que me temo era de su parte otra convicción estúpida más).  Pero yo pagué mi debilidad de no poder evitar pintar aquella estampita soportando su devoto interés por mi herética persona durante mucho tiempo.  

     ¿Por qué pintar?  Porque es imposible no hacerlo, aun a riesgo de perder nuestra ansiada invisibilidad y nuestra voluntaria soledad.





lunes, 29 de junio de 2015


 

     ¿Por qué pintar?  Porque sí, ¿no es obvio?  Porque no hay nada más placentero.  Pero supongo que esa no era la respuesta que tenía que dar.  ¿Por qué pintar?,  y, ¿por qué no?  Es lo que hago, lo que hice siempre, lo único que quiero seguir haciendo.  No.  Tampoco es suficiente respuesta, ¿verdad? 

     ¿Por qué pintar?  Porque en el año 1981, con catorce cumplidos, un primo lejano me pidió que le hiciera unos dibujos (copiados de otros que él trajo) para usar de fotocromos o clisé -una especie de matriz de impresión que se usaba por entonces- para producir llaveros publicitarios de acrílico.  Después en el 82 fue plagiar unos diseños del Mundial de Futbol los que, al quedar eliminados, hubo que adaptarlos a los colores de los equipos locales que reanudaban el torneo de primera.  Siguieron diseños más o menos originales (”inspirados” en las imágenes que él puntualmente me indicaba) para producir más llaveros, calcomanías, lapiceras, almanaques, alguna vez remeras y gorros…  Me pagaba monedas, porque yo era menor de edad y pariente; él argüía que me hacía un favor, que me enseñaba un oficio, a mí me divertía mostrar en la escuela los productos hechos con mis dibujos.  En alguna crisis económica de finales de los 80 él dejó de hacer publicidad empresarial y se dedicó por fuerza  mayor y temporariamente a otra cosa.  Cuando volvió al ruedo, cinco o seis años después, con la propuesta de que le dibujara tarjetas de saludos  contesté que no.  Sospecho que se enojó (”Crearías tus propios personajes, podrías dar a conocer masivamente lo que hacés…”).  A mí ya no me interesaba pintar lo que otro me indicara.  ¿Por qué pintar?  Para no tener patrón, podría ser una respuesta honesta.

 
 


     ¿Por qué pintar?  Yo tendría seis o siete años, estaba en el viejo Cine Los Ángeles, sobre calle Corrientes, donde sólo proyectaban películas de Disney.  Creo que iba a ver 101 Dálmatas (que por esos misterios de la vida acá habían titulado La Noche de las narices frías).  Habíamos llegado temprano y me aburría recostada en la butaca mirando el cielorraso.  “-¿Por qué no tienen dibujos en el techo?- pensaba. - Podrían estar los enanitos de Blancanieves  y los amigos de Bambi, Tambor y Flor…”  A partir de ese momento y durante bastante tiempo cuando me preguntaban que quería ser de grande contestaba sin ninguna duda “Dibujante de Disney, para pintar el techo de Los Ángeles”.

    Pero uno crece y un día comprendí que aunque Disney sea mi profeta, Mickey Mouse mi único dios y peregrinar a Orlando cada  tres años constituya mi ritual más arraigado, yo ya no quería dibujar para nadie.  ¿Por qué pintar?  Para hacer lo que reverendamente me venga en ganas a mí (y sólo a mí). 

     ¿Por qué pintar?  Porque es la forma de libertad más perfecta que conozco.
 
 

domingo, 28 de junio de 2015

     Bandeja Enmascarada #7








     Descargo de culpabilidad: Las plumitas blancas del tocado eran parte del souvenir de una boda en la que actué como algo así como una madrina (en un culto extraño, de esas seudo sectas evangélicas que bien no se saben de qué van – la pastoratenía rastas y calzas de leopardo, así que no me adentré a cuestionar credos ni filosofías-), pero como ellos están más cerca del divorcio que de las bodas de algodón supongo que reciclarlas en un detalle de la #7   no es del todo desleal.



      Aclaro: no estoy hiriendo susceptibilidades ajenas. Sé que ellos nunca llegarán a este blog, porque me conocen en mi otra vida, en esa en que juego en un plano absoluto de normalidad al punto que quién me trata en virtud de mi trabajo civil me incluye en sus propias celebraciones familiares.  Ellos ignoran por completo quién está detrás de la máscara con la que me ven desde hace casi veinte años (¿tendrá algo que ver esta afición mía con la vida externa que llevo? Otro tema de terapia que jamás habré de tratar…).  









sábado, 27 de junio de 2015

  
  
     Yo trataba de explicarte que uno de mis problemas eran los planos, pero estaba un poco borracha y es posible que no fuera del todo clara.  Pero como el alcohol era mutuo, vos tampoco estabas en condición de colaborar mucho y diste por hecho que los planos referían a una pared de ladrillos y a cómo posicionar las ventanas.  Fue imposible entenderse.  Mis planos tienen que ver con los ángulos de posicionamiento de mis máscaras, que no sólo deben desprenderse de su base sino que tienen que posibilitar que se vea el conjunto de diferentes formas según varíe el punto de visión. 

     En la # 7 la cuestión ha sido sujetar la máscara de plástico en un plano inclinado respecto de la bandeja, de modo que técnicamente esté por sobre el retrato, sin tocarlo.  Que el palo de plumero con su peso no desequilibre, que no se suelte y que parezca sostener la máscara.





    Mantener la inclinación, que quede suficientemente sujeta, que permita una visualización variable. Además, que el conjunto quede bonito. Demasiados factores que atender como para no acabar un poco estresada.




     En la # 8 –obligada a la bandeja ovalada- tengo menos puntos de sujeción para la máscara base.  Trabajé por un lado la mascara





y para probar algo distinto pegué una foto en la base para trabajarla por encima con laca y óleo.  Los puntos de sujeción son apenas dos y breves, por lo que tendré que buscar con un cuello (¿una partitura plegada a guisa de jabot?)  darle más puntos de agarre. 



     En la # 8 quizá no haya tanta posibilidad de variar ángulos de visión por la obligada proximidad de la máscara al retrato, así que tendré que buscar salirme del límite de la bandeja para asegurarle su mutabilidad visual.  Pero recién la empiezo, algo surgirá.  Otros planos, ¿entendés?



viernes, 26 de junio de 2015



     “Siempre he creído que cada escritor, cada músico, tienen una o dos cosas principalísimas que decir y las repiten en diferentes formas, toda la vida, hasta que dan con el tono justo.  Desde luego, cuanto más larga es una vida, más ocasiones se ofrecen de repetir lo ya dicho, mejorando o empeorando primeras versiones. (…)  Sea el escritor grande o mediocre, exhíbala torpemente o no, la repetición es una modalidad de todos.” 

Victoria Ocampo, Testimonios Octava Serie 1968/1970, Prólogo (Al Lector), Editorial Sur S.A, Buenos Aires 1971 pág. 7-8.


     Probablemente, en cada una de las diversas ramas del Arte, el artista siempre está haciendo variaciones sobre un eje central, su razón o fin, la “identidad” que definirá su trabajo como perteneciente a su Obra (si logra a través de ella extenderse en el tiempo).  Las “variaciones” son el laberinto personal de cada artista. Es más, si éste presenta obras totalmente diferentes una de otra, difiriendo en estilos o temáticas, lejos de considerarse un exceso de creatividad suele sospecharse de carencia de autenticidad, de alguien que no sabe qué quiere, de falta de identidad artística.

     Comento esto para dejar en claro que no reniego de las “variaciones sobre un mismo tema”, que las asumo como nuestro pequeño jardín de pertenencia.  Pero a continuación voy a quejarme –con tono por completo plañidero- de mi voluntario karma de hacer 12 (¡doce! ¿a quién se le ocurre?) Bandejas Enmascaradas.




     Si decido hacer una docena de trabajos que compongan una serie (es decir, con una continuidad estética, con restricción a algunos elementos y condiciones de composición a priori a fin de limitar la experimentación) presupongo que cada uno de los doce será único y distintivo.  Y venimos bien con las seis primeras, la # 7 la estoy trabajando con cierta satisfacción, la idea de la # 8 va tomando forma, pero honestamente ya estoy al filo del pánico ante la perspectiva de cuatro más.  Puedo calmarme argumentándome que la # 12 sí o sí será un juego de espejos (y ese plan me pone gratamente ansiosa), pero siguen quedando tres en un abismo insalvable.


     Me fastidia mucho el quedarme sin recursos imaginativos (siendo que la imaginación es lo único que me ha sobrado siempre).  Supongo que cuando llegue el momento (que la #7 y la #8 estén listas) algo va a surgir.  Pero me aterrorizo sola mirando lo hecho y comprobando que he acabado con todos los recursos: cartas, estampillas, plumas, lentejuelas.  




     No quiero repetirme.  No acepto reincidir en un concepto ya utilizado.  ¿Por qué?  ¿Quién me exige?  Nadie, pero no es el punto.  Dije que haría doce bandejas distintas y tienen que ser distintas las doce.  No sé cómo, pero deberían existir variaciones suficientes.    Y sé que siempre se trata de variaciones, por lo que tendría que ser fácil hacerlo, lógico, puro oficio.  Pero no, no es fácil.  Desparramo las máscaras que me quedan y las encuentro feas como siempre (bueno, que se puede pedir, si las pago unos diez o quince pesos –un dólar promedio-; son toscas por su baratez), pero esa fealdad ya no me motiva, no se me transforman visualmente en una perspectiva alentadora. 



     ¿Dónde están las alucinaciones cuando hacen falta?






miércoles, 24 de junio de 2015

     Ailurofilia



     Nunca había oído esta palabra, que  al parecer deviene del griego aíluros (gato) y philia (amor a).   El contexto del comentario donde la encontré  hace pensar  a la ailurofilia como una conducta negativa, el síntoma patológico de algo. 


     A mí siempre me han gustado (mucho) los gatos (aunque también los perros, los caballos  y cualquier otro animal); siempre he convivido con algún minino y retratarlos sigue siendo una satisfactoria debilidad.   



     Tanto a ellos, los chiquitos de la familia,  como a sus primos mayores...




     En Huellas, mi gato Duvalier (un gordo gato negro, apacible y benevolente al que cariñosamente llamábamos Chucho) caminó con sus patitas embadurnadas en tempera aguada sobre la obra  para dejar las marcas que luego remarqué con óleo: 



     ¿Acabo de descubrirme un nuevo rasgo psicótico?  ¿Debería ponerme paranoica al respecto?  ¿Agrego otra manifestación de extrema rareza a mi personalidad, que reclama a gritos aparcar mi nave en el puerto del psicoanálisis?  O será solo una nueva y bonita palabra que me sorprende (la última había sido derecho de pontazgo) y que difícilmente pueda insertar en alguna frase...  

    Miro a mi gata Catalina esperando una repuesta que calme mi nueva inquietud.  Obviamente, Catalina  me ignora de ese modo magnífico que sólo los gatos pueden esgrimir.  Y yo no puedo ser mas ailurofílica (¿se dirá así?) de lo que ya soy  porque no me cabe en el cuerpo.  ¡Bichos lindos los gatos!











martes, 23 de junio de 2015




     Disculpas públicas al señor Twitter




     Soy (era) de los que consideran a Twitter como un pasatiempo simplón  para personas alienadas por esos cacharritos vistosos también conocidos como celulares inteligentes.  Abrí una cuenta bajo presión insistente e insoportable de mi falso autoproclamado “asesor” publicitario y con el solo objetivo de cada tanto subir imágenes de mis obras. Como para demostrar mi desinterés, desde que lo abrí hasta hace pocos días sólo entraba a Twitter desde la computadora y no desde el celular (que, como corresponde, lo uso apenas para hablar telefónicamente). 

     Pero la modernidad no necesita hacer ningún esfuerzo para pasar por encima de nuestros férreas determinaciones conservadoras.  Siguiendo varios sitios de noticias y un par de cuentas culturales, acabé encontrando interesante la actualización constante de data que obtengo en tiempo real.  Y tuve que hacerme una concesión y cada mañana al levantarme con mi celular –que  me hace de despertador-  mientras preparo mi primer café del día hecho una mirada legañosa a mi Twitter a eso de las seis  para ver de qué va el mundo.

    Y hoy, medio dormida pero aun no recuperada del soberano mal humor de los últimos días, leo dos twitts de la cuenta @BorgesJorgeL (que sube breves fragmentos del escritor a lo largo del día)  que me resultaron casi una respuesta a mi entrada de ayer.  Debo reconocer que leer esas brevedades borgianas  cambiaron mi ánimo.  Recuperé esa vieja convicción de que nada de lo que hacemos es para ganar nada, de que siempre se ha tratado de hacer lo que somos, como un destino y no como una carrera en pos de un premio. 






     Prometo solemnemente no burlarme más de Twitter.  Una voz amiga puede llegarte  desde el lugar menos pensado; no hay que negarse a cualquier posibilidad.






lunes, 22 de junio de 2015


 
    “… el gran hombre le dice cierto 9 de julio a su paciente cronista: ´Una cosa le falta a ese libro (Seis problemas para don Isidro Parodi) para que pueda ser considerado muy bueno: le falta el éxito.  Yo no sé si sin éxito una obra puede ser muy buena´. El comentario bien podía ser irónico o paródico, como don Isidro, porque con Borges nunca se sabe.  Pero no deja de plantear una cuestión interesante.  El efecto, el más inequívoco criterio que todos aplicamos para determinar que una obra literaria es realmente buena, grandiosa, clásica… es el éxito.  (…)  Tenía razón Chesterton cuando definía a un autor clásico como ´un rey del que se puede desertar, pero al que ya no se puede destronar´.  Es el peso purpúreo del éxito, ni más ni menos.”

Fernando Sabater, El Placer de la Lectura – Elogio (cauteloso) del bestseller Random House Mondadori S.A. Buenos Aires 2015, pág. 61/63.
 
 

    El éxito (entendido como fama y fortuna) es lo que determina la calidad.  No hay que con qué darle a esa premisa universal.  Van Gogh no tuvo éxito –en vida- por lo que su obra es necesariamente pésima.  Que después se lea distinto (ergo, sus precios actuales) no es mérito de Van Gogh sino de los críticos y marchand que han sabido comercializar sus obras “engañando” al público ignorante que no se ha enterado de la falta de éxito de Vincent, lo que implica que sus trabajos (sublimes, conmovedores, inmortales) por los que pagan millones son en realidad una porquería.  Ya se sabe, el mérito está en el crítico jamás en el artista. 

     Esta argumentación sobre la función determinista de fama y fortuna -como todo lo vinculado a las masas, y me asumo snob si es necesario- es estúpida.  Y como vivimos rodeados de estúpidos, regidos por estúpidos, comunicados por estúpidos, obviamente pareciera una incuestionable verdad y allá vamos todos, como manada, atrás del éxito al precio que sea malvendiendo nuestra autenticidad y nuestras convicciones a fin de obtener el reconocimiento popular, la fama, porque de ahí a la fortuna -se supone- hay un pasito de bebé.  Claro, seguramente.  Todo es una rotunda estupidez.   Pero como parece que es así nomás, mejor me retiro.  Hagan lo que quieran.
 
 
 
 
 

domingo, 21 de junio de 2015

Esto soy:



 

 












    ¿No te gusta?  ¿Ya no te interesa?,  realmente, darling, podés irte a la mierda.  A estas alturas, te imaginarás y no es nada personal,  me tiene por completo sin-cui-da-do.   

     Pero no te detengas por mi, seguí tu camino y que te vaya como sea y  que tengas la vida que, sin duda,  te merecés.  

    Y, por cierto, estamos en paz (no sea que vaya a darte por regresar sólo para descubrir que las puertas que cierro no las vuelvo a abrir.  Jamás.)




sábado, 20 de junio de 2015

     Problemas logísticos y aprontes de la  Bandeja Enmascarada # 7.



     Hace unos días otra artista se quejaba en Twitter porque los lápices negros Faber-Castells están retenidos en aduana y que probablemente demorarán aun dos meses más para llegar a la venta minorista.  ¿Qué mal hemos hecho para merecer que ni lápices para dibujar tengamos?  Realidades de este bendito país.  En estos momentos de revoltijo político y fanatismos varios, salen presuntos “nacionalistas” de manual anacrónico a exigir que usemos materiales locales,  que “hagamos patria comprando industria argentina”.

     Yo, que soy una artista de muy bajo presupuesto, por lo general compro nacional porque me hallo obligada a comprar lo más barato aunque no sea lo de mejor calidad.  Pero desde hace meses que no consigo la pintura con relieve dorado que suelo usar en mis máscaras, no porque sea importada sino porque no hay envases de plástico para fraccionarla.  No sé si por insumos externos o por los paros y  el trabajo a reglamento derivado de las inconclusas paritarias salariales.  O, sencillamente, porque a falta de rentabilidad los que fabricaban los envases bajaron la persiana y se dedicaron a otra cosa.  Pero, entretanto, media docena de obras sin terminar por falta de la dichosa pintura dorada que no puedo reemplazar porque ya había trabajada con ella y la simetría y la estética coordinada son mi karma.



      Ayer fui a comprar las bandejas restantes para terminar mi docena propuesta.  Son bandejas de fibro-fácil, de absoluta manufactura local (hasta barrial diría sin ser peyorativa).  Pero no había más.  ¿Cuándo van a entrar de vuelta?  El encogimiento de hombros de la vendedora y su falta de entusiasmo me convencieron que seguramente nunca.  Salí como desesperada a buscar las necesarias (cinco más, ya que siete había logrado comprar en dos tandas previas) por todos los locales de artesanía de zona sur.  No, de esas no había en ningún lado.  ¿Las puedo encargar?  No.  ¿Mandar a hacer especialmente? No.  Tuve que consolarme en comprar otras, de modelo similar pero diferentes: de centro cuadrado pasé al óvalo.



     Pero lo sorprendente es que en un lapso de ¿cuánto?, ¿veinte días?, pasara de pagar cada una 42 pesos a pagar 80 pesos por unidad.  Dios santo y sus anexos: imposible prever gastos y sanear mi economía.  O compraba las cinco faltantes en el acto o ni eso me aseguraba: sólo  quedaban esas mismísimas cinco en el negocio y no me aseguraban reposición.  Resignada a achicar gastos en otros rubros me las traje al taller.


     Así será que mi serie enmascarada tendrá mixtura de soportes. No era la intensión pero la realidad se impone.  Y se hace lo que se puede.





     Ya aprontando la idea de la # 7 fui por algunas máscaras de plástico al cotillón donde suelo comprar.  Nuevamente, escasez de mercadería y lo que habían traído era más feo y tosco que lo anterior.  Escogí una  que al menos tenia los agujeros de los ojos a la misma altura



      Boceté el rostro de fondo de bandeja con lápices de colores y rescaté el palito de un plumero viejo para montar la estructura.  En mi cabeza luce bonito, veremos cómo queda al final…