No me desaparecí en ningún
lado, solo estoy enclaustrada terminando de intervenir maniquíes para una
puesta que se concretará en 10 días.
Vengo redactando (mentalmente)
una bitácora de todos los inconvenientes insalvables que acarrea la tarea para,
en cuanto tenga tiempo, analizarlos seriamente y proclamarlos como mi Moriarty,
mi enemigo definitivo, mi límite fatal.
Pero eso será más adelante; de momento estoy muy ocupada en superarlos y
avanzar. La teoría es para los que no
lidian con la realidad, en el mundo real no queda margen para el discurso
ocioso.
He decidido que odio el plástico,
la fibra de vidrio y todo soporte no poroso tan ingratos con las pinturas
solubles en agua. Vuelvo a bendecir las
pinturas grasosas, ¡tan útiles!, pero
tan inconvenientes para alguien como yo que trabajo puntillosamente durante
seis horas corridas para después poner el brazo encima y borronearlo todo y
tener que volver a empezar… y así la vida.
Cierto, el desafío de hacer
algo que nunca se ha hecho antes genera la necesaria adrenalina para tirar un
rato largo. Lástima que el cuerpo que
arrea demasiados años se rebele y nos recuerde que nuestra espalda ya no es una
espalda óptima para maratones creativas.
En el vértigo de completar un absurdo plan de trabajo autoimpuesto (sería lógico si fuéramos tres personas pero
sigo siendo yo), lidiando con la falta de adherencia de sustancias varias y
la ingratitud de soportes que se ladean y desacatan mis mandos de simetría,
algunos detalles me causan bastante satisfacción.
Convertir un maniquí de costurera, de tela,
en un falso maniquí de papel, un soporte acartonado que me dejó jugar (con más papel, algo de goma y de cintas y toneladas de pintura) simulando un
bonito corset decimonónico o enredarme en una nueva versión personal de Mucha:
Y toda oportunidad para jugar con máscaras es siempre bienvenida:
Flores de papel para zapatos de papel (¡la adherencia, la adherencia!, el plástico
es mi criptonita…)
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