sábado, 29 de noviembre de 2014


   Ser artista en Buenos Aires (ser artista sin galería, ni art-dealer, ni representante bajo la denominación que esté de moda, ni nada de nada más que una obstinada buena voluntad de ser artista).

Capítulo II:  La Obra: su concepción, evolución y desarrollo.
                II. c) El desarrollo aparentemente disruptivo de la obra.


     Para un artista, el desarrollo de su obra (como constante expresión creativa) es algo para toda la vida.  Y el “para toda la vida” es un concepto insoportablemente asfixiante.  Uno no quiere algo “para toda la vida”, salvo la vida misma, y hasta ahí.

   El agobio de perpetua pertenencia a algo hace que por mecanismo reflejo uno quiera huir de ese eterno destino.  Por eso se da en los artistas esa marcha y contramarcha, esa lucha de querer y no querer ser, las famosas “dudas existenciales”, esas “búsquedas personales”, esos presuntos “conflictos de identidad”.  Se trata de puro pánico ante un compromiso que realmente será hasta que la muerte lo acabe.  Si uno cae en las redes del arte es para siempre.  Sin escapatoria.  Nada de “serás lo que debas ser sino serás abogado”.  El arte no acepta compromisos parciales ni aleatorios al éxito con cláusula de rescisión por fracaso eventual.

   Y como en toda relación a perpetuidad, el aburrimiento es la más habitual de las constantes.  El artista se aburre de su obra, de su propia insistencia en ella y de su inevitable destino de obstinación en continuarla.  

    Uno machaca sobre algo hasta el dominio y la satisfacción, pero cuando se acerca a la meta ya está aburrido de darle y darle a lo mismo.  Entonces uno se dispersa, quiere una variación sólo por receso al hastío, y pretende buscar y experimentar alternativas, lo que sea para un fugaz cambio y un recupero de fuerzas antes de volver al redil y darle que darle a lo mismo.

    No se trata de “perpetua insatisfacción” sino de compromiso a avanzar buscando una superación, ya que no se puede el "para siempre" si no se evoluciona.  La meta es siempre indefinida y siempre está adelante, sin plazo ni apuro en alcanzarla, porque invariablemente estará más allá de donde lleguemos hasta que ya no podamos llegar a más y una vez muertos se pueda corroborar hasta donde nos dio el pellejo y cuál fue el real mérito y valía de nuestra obra.


    Al voluntariamente aceptar un compromiso de tal exigencia de lealtad, el artista sabe que sus desviaciones, sus correrías, sus dispersiones, sólo serán transitorios escapes para juntar fuerzas, unas vacaciones laicas, que se permite con la misma convicción de que su obra es y será la única razón de su existencia.  Lo que desde afuera se ve como bordar el abismo, experimentar el delirio, jugar con la salud mental en los excesos, es sólo un recreo inocente.  Un impass antes de volver al ruedo.

    Nada habrá de impedir el regreso, pero la escapada es imprescindible.  El tedio se parece a una zona de confort y el artista que permite que la comodidad gane espacio en su trabajo se desvía del camino, pierde la esencia de su labor.  Siempre hay que buscar.  Siempre hay que correr riesgos.  Siempre hay que batallar contra los límites para abrir espacio entre lo imposible y lo prohibido y alcanzar lo auténtico.



   Soy un ser disperso, errático, demasiado curioso e inconformista.  Un ser voluble que encuentra  escusas en su afición a la literatura y su pasión por los libros para escaparse de a ratos de un destino ineludible vinculado al arte.  

   Pude (puedo) dedicarme a cualquier otra cosa. Siempre tuve más opciones de las necesarias.  Es más, mi entorno aplaudiría con gusto mi apartamiento de las inutilidades del arte para la aplicación de mis neuronas en exclusiva a tareas más productivas y redituables.  A veces pierdo el tiempo y me distraigo en otras cosas, por generar dinero con el que pagar las cuentas o por complacer a alguien que circunstancialmente me interese complacer.  Pero vuelvo, siempre vuelvo.  Porque no hay otro amante al que le sea más fiel que al arte y a su promesa de quizá, alguna vez, acariciar aunque sea con las puntitas de los dedos algo de su magia y crear una obra que merezca  perdurar cuando se acabe mi tiempo en este juego.  

   El arte nos promete inmortalidad y en esa posibilidad  va nuestra postura “para toda la vida”.




viernes, 28 de noviembre de 2014

   Ser artista en Buenos Aires (ser artista sin galería, ni art-dealer, ni representante bajo la denominación que esté de moda, ni nada de nada más que una obstinada buena voluntad de ser artista).

Capítulo II:  La Obra: su concepción, evolución y desarrollo.
                II. b) El simbolismo individual en la obra.  El código críptico personal del artista.


     A lo largo de los años el trabajo de un artista va adquiriendo personalidad propia, una característica única,  que la identifica y diferencia del resto.  O eso es a lo que cualquier artista aspira. La meta de lograr ese sello distintivo moviliza gran parte del desarrollo de la obra a lo largo de toda la vida.

   Probablemente, los artistas de formación académica son conscientes de esta búsqueda y racionalizan sobre ella: “usaré una paleta restringida a los azules de pigmentos fríos”, “fragmentaré el soporte para repetir dos veces la imagen y que toda mi elaboración sea siempre dual”, “usaré sólo basura en la composición de mis trabajos”, “guardaré animalitos muertos en formol, total el público es idiota y consume cualquier cosa”, u otra idea base que permita ir edificando un “yo” artístico señero que patentice la marca personal del artista.
 
   Los autodidactas solemos enterarnos de que esa identidad existe quizá, con suerte, unos veinte años después de estar dedicándonos a hacer dibujitos y enchastrar bastidores.  Ahí, nos sentamos a mirar y a analizar nuestras obras y a decantar coincidencias y permanencias.  A veces vemos que hay un hilo conductor y otras veces no, y es bastante probable que la cuestión no nos quite el sueño.  


    Las imágenes y los colores, la disposición y el juego estético propuesto por cada artista que de un modo u otro se reiteran o reinterpretan con continuidad en sus obras, constituyen un código simbólico -inconsciente- con el que el artista se expresa.  Diga lo que diga, algo trascendente o una vulgaridad.  Pero es un lenguaje y aunque resulte insustancial está trasmitiendo un mensaje.

    El autor de las pinturas rupestres de Altamira estaba contando la cotidianidad de su comunidad.  A sus contemporáneos tal mensaje les era absolutamente sencillo y hasta pueril.  Hoy, a la distancia, tenemos gracias a él y su código simbólico  la posibilidad de conocer documentadamente sobre los orígenes comunes de la humanidad.  La obra de los dibujantes del antiguo Egipto permitió reseñar costumbres que de otro modo ignoraríamos.  Picasso en el Guernica simbolizó el dolor y el espanto  palpable en el aire que él respiraba en tiempos de la guerra que le tocó atravesar.   

   Sospecho que es pura arrogancia de los artistas que, a falta de talento y de ganas de trabajar duro para suplirlo, se autodenominan “conceptuales” ese mito de que el “mensaje” que trasmite el artista es difícil de entender para el común de la gente.  Ese argumento casi de secta sólo busca la seguridad de pertenecer a un grupo de iniciados que los resguarde de la realidad de sus limitaciones, demasiado visibles de otra forma.

   En esta línea de razonamiento, el código simbólico del artista es absolutamente simple de analizar.  Teniendo en cuenta su origen (la cultura heredada, la formación educativa de su lugar de pertenencia, la influencia de su entorno socio-económico) la decodificación de significancias se mueve dentro de los parámetros del sentido común.  El consabido ser con su circunstancia.  Por eso, me han dicho, que lo que diferencia a un artista verdadero de quién no lo es, es su autenticidad, la posibilidad de comprender su obra sin necesidad de discurso sofisticado que lo explique.  Será fácil entender su mensaje.  Hablará en un idioma –simbólico- que es naturalmente el suyo; y una vez que se  lo conoce es lógico de entender.

  
   Quizá  el artista debería desentenderse intelectual y conscientemente de su “código”, dejar que se conforme sólo.  Limitarse a la honestidad de ser, y siendo en autenticidad su obra no podrá no conformarse  libre de imposturas.  Como cuando Dalí aseguraba que él no sabía lo que significaban sus pinturas pero que algo significaban, significaban.  Al tiempo y apreciada en conjunto, su obra habla con una contundencia que no requiere demasiado esfuerzo para entender.


  Cuando alguien  me pregunta que significa alguna de mis obras, suelo responder con honestidad  “Nada en particular”.  Después acostumbro a detenerme a señalar los pequeños detalles que más disfruté en hacer, lo que considero más logrado o lo que más me complicó la vida o creo mal acabado.  Sé que tras esas confidencias la persona mira la obra de otra manera y elabora un significado propio,  habiendo comprobado que la artista no es muy profunda y que  sólo estaba divirtiéndose en la creación por la creación misma (lo que es indiscutiblemente así).  ¿Estoy dando un mensaje con eso?  Espero que sí; mi esencia pura de ratón de biblioteca quiere creer que está diciendo a cualquiera que mira mi trabajo:  ¿qué ves?  ¿qué te recuerda?  ¿qué te está diciendo a vos, personalmente a vos, exclusivamente a vos, que en este juego de obra/espectador sos la parte más importante de la ecuación?  Yo estoy al margen, ya me divertí; ahora jueguen ustedes dos...




jueves, 27 de noviembre de 2014


    Ser artista en Buenos Aires (ser artista sin galería, ni art-dealer, ni representante bajo la denominación que esté de moda, ni nada de nada más que una obstinada buena voluntad de ser artista).

Capítulo II:  La Obra: su concepción, evolución y desarrollo.

          II. a) Inspiración vs. Casual causalidad.
 
    La inspiración tiene muy buena prensa: las musas (favorables o esquivas o aun de vacaciones con Serrat) se  presentan en el imaginario colectivo como muy atractivas, sensuales, llenas de promesas de futuros de gloria.  Ese arrebato de creatividad sin reglas, de origen misterioso, como una especie de estado de gracia, de iluminación divina, de poderío sobrenatural.  O de rapto psicótico, de alucinación por mérito propio o con auxilio de alguna sustancia non sacta.  La magia verde del ajenjo.  La psicodelia del sesentoso LSD.
 
   Supongo que habrá algún que otro instante de inspiración a lo largo de la vida del artista, pero apenas instantes, fugacidades  que difícilmente se registran en el momento  en que se producen.  Recién en retrospectiva, cuando años después uno se para a contemplar lo hecho en su conjunto, pueden detectarse esos toques especiales y distintivos que no tienen otra explicación  que un instante de  auténtica inspiración.
   Pero fuera de eso, queda sólo el trabajo, trabajo-trabajo-trabajo, consciente o inconsciente, que peldaño a peldaño constituye la obra del artista.  Una obra más surgida de la casualidad y la confusión que de la labor de etéreas musas.  Mucha más causalidad derivada de un  hecho casual que productividad sostenida por la bendición de los dioses.
 
 
     Los autodidactas, por lo general, empezamos jugando antes de tener conciencia de juego.  Nos gusta dibujar o pintar y eso hacemos, porque sí, sin planes a largo plazo, por mero gusto de hacerlo.  En los niños el arte es una pulsión natural, que en los primeros años de escuela se fomenta.  Nadie presta atención y en consecuencia, no lo molestan a uno.  Después, ya en el colegio secundario, cuando las matemáticas se vuelven incomprensible prioridad, suele ser un desacato el pasarse el día haciendo dibujitos en los márgenes y esa natural vocación se va socavando por manifiesta inutilidad. 

   En los autodidactas, la inclinación al arte se desarrolla desde muy temprano, por eso cuando se llega a una edad de racionalizar la preferencia, uno ya trae cierto bagaje a cuestas que constituirá los cimientos originarios de lo que devendrá en su obra.   Pongo un ejemplo.  Yo dibujé desde siempre; era una criaturita rara, con una historia familiar tirando a terrible, que pasaba la mayor parte del tiempo encerrada en casa y sola.  El que como regalo de cumpleaños, navidad y reyes  pidiera papel y lápices de colores para dibujar, era una enorme comodidad para mi entorno.   Así crecí: con la pantalla de un televisor en blanco y negro como compañía constante  y mucho papel donde jugar con los colores que mi cabeza proveía a las imágenes que seguía atentamente en escala de grises. 

   Supongo que era lógico –causalidad devenida de la casualidad de que mi infancia fuera espantosa- que mi propensión a dibujar se concentrara en los retratos, ya que la TV en los setenta priorizaba los rostros de los actores por sobre los paisajes descoloridos o la abstracción.  En la primaria yo llenaba cuadernos con retratos en lápiz o tinta china de mujeres que copiaba de revistas, para ya en primer y segundo año del comercial copiar los rostros en vivo de mis compañeras de colegio en un poco sucias carbonillas.

  Me gustaba hacerlo y lo hacía.  Me atraían los rostros de mis compañeras (yo iba a una escuela de monjas sólo de mujeres) y trabajaba constantemente sobre ellos.  La forma, la expresión, el juego de la luz.  Llegué a hacer retratos con gran facilidad y fidelidad.
 
   Ya adolescente, y buscando revistas usadas para copiar rostros en la soledad de casa, descubrí El Tony, D´Artagnan   e Intervalo, con sus maravillosas tapas, y empecé a dibujar rostros masculinos de fríos ojos claros y torsos y piernas de músculos poderosos.
   Convertirme en retratista era consecuencia de la combinación de mi gusto por dibujar, su condición de actividad que podía realizar en mi autismo doméstico, y en un avance progresivo y satisfactorio de mis capacidades derivado de la continua práctica.  Mis modelos,  lo que tenía a mano: la pantalla de TV, mis compañeras de escuela, las revistas usadas que compraba barato. 

   Cuando intenté mostrar mi trabajo, rechazo tras rechazo, me encontraba  con que calificaban –despectivamente- mi trabajo como el de  “mera retratista”, como si eso fuera el mayor pecado  que pudiera cometer un artista.  Sin ser muy consciente pero probablemente influenciada por este rechazo y este menosprecio manifiesto  al retrato, pasé a hacer máscaras y de ahí a figuras humanas sin rostro. 
   Yo entiendo esta sucesión de hechos (casuales de por sí, pues no ajustan a ningún plan pre-determinado) como la evolución (causada) de mi obra derivada exclusivamente de la casualidad de ser yo con la vida que me tocó en el reparto.  Por más análisis racional que haga sólo puedo ver  una causalidad de origen casual: yo y mi historia personal.  Si entró a jugar alguna vez la “inspiración” delimitando un antes y un después de lo que sea, honestamente yo no me percaté de ello.
 
 
   Por el contrario, los artistas que reciben formación académica, suelen descubrir o determinar su vocación al terminar la escuela secundaria ( o algunos años después), como conclusión a la falta de otras aptitudes o inclinaciones.   Ingresan a las escuelas de arte, como la Prilidiano Pueyrredón, dónde reciben instrucción sobre todo:  hoy paisajes, mañana caballos, después torsos femeninos.  Hoy será acrílico, mañana acuarela y pasado el taller de grabado.  El curso de escultura vendrá después y el de serigrafía se puede hacer en el cursillo de verano. 
   Son artistas formados en todo que deberán, tras recibir su diploma de graduación, hallar lo que será el quid de su obra para comenzar a concebirla.  No quiero sonar sarcástica; puede que esté siendo injusta movida por mi ignorancia de no haber jamás tomado clases formales.  Pero he conocido algún que otro artista, egresado con excelentes notas, que me explicaba con toda la seriedad y convicción del mundo, que un profesor (¿o profesora?) le había explicado que tenía que elegir un objeto sobre el que centrar su obra, que fuera fácilmente reproducible bajo deformaciones para poder desarrollarlo como concepto de su visión artística.  En las múltiples versiones de una misma cosa se lograría el sello distintivo del autor.  Él, creo recordar, había elegido la bicicleta.  Y sobre esa “inspiración” dio eje y sustento a su obra.  Esta conversación pasó hace más de veinte años, no volví a tener contacto con él; mentiría si afirmara que hoy sigue deformando bicicletas.  
    Pero he visto otros  artistas que sólo pintan vacas,  otras que hacen las mil  y una versiones de botellas y copitas, hay quien repite el mismo monigote mutando el color de fondo…  Sospecho que algo de eso de elegir un  tema y darle y darle hasta el cansancio o la consagración tiene el resabio de buen consejo de maestro de escuela (de arte).  Inspiración educativa de antigua tradición.
 

martes, 25 de noviembre de 2014

   Ser artista en Buenos Aires (ser artista sin galería, ni art-dealer, ni representante bajo la denominación que esté de moda, ni nada de nada más que una obstinada buena voluntad de ser artista).

Capítulo I:  Organizar un prolijo cronograma de exhibiciones de la obra.
                I.e) Concursos y premios.


    Cuando uno empieza en esto, ya porque no hay muchas puertas abiertas ya por que la prudencia obliga a testearse  entre pares, la primera salida de nuestro trabajo a la vista ajena es a través de los salones y concursos.

    En los comienzos, uno pretende sólo que nos cuelguen, que nuestra obra sea expuesta para cotejar la reacción del otro ante ella.  Después, lógica progresión, uno empieza a añorar algún reconocimiento que nos confirme que vamos por buen camino.  El sentido común diría que uno va fogueándose en la competencia y que arribar a un mérito merecido significa que se fue mejorando e imponiendo su razón.

   En mi experiencia personal, durante muchísimos años no logré superar las preselecciones y no conseguía colgar nada en ninguna parte, por lo que esta lógica de las cosas no me era aplicable.  Pero terca (o necia) como soy, seguí dándome de cabezazos en la pared de modo francamente perseverante y mientras no conseguía avance personal si logré un amplio trabajo de campo observando cómo se mueven las cosas en ese sector del mercado del arte. 


    Si bien hay muchísimos artistas en BAires, a la larga uno ve que siempre se trata de la misma gente la que aparece  en los catálogos en la lista de seleccionados, y más los que la encabezan: los premiados coinciden con prolija regularidad.

   Está bien; es razonable.  Son los mejores, ganan siempre.  Pero uno mira la obra y le entran dudas.  Al correr de los años, se van recogiendo datos y elaborando patrones.  A ciertos jurados, ciertos galardonados.  Los salones nacionales, con premios en efectivos y extras gubernamentales (pensiones y beneficios resarcitorios a largo plazo) mantienen una estructura previsible, y si uno está más o menos informado puede acertar el próximo primer premio con más exactitud que al ganador del Pellegrini.  Se traza un circuito reconocible entre cargos en las academias de arte –la Prilidiano Pueyrredon y la De la Cárcova- y hoy en las cátedras del IUNA (Instituto Universitario  Nacional de Arte); en los cargos públicos en las Direcciones y Secretarias de Cultura en ámbitos municipales y provinciales, en becas y subsidios nacionales, y premios nacionales. 

    A quién puede sorprender que se trate, ni más ni menos, que de un posicionamiento estratégico más sostenido por las relaciones personales que por los méritos técnicos o el vuelo creativo.  El artista huraño, que vive dentro de su taller sin relacionarse con nadie es muy probable que consiga que su obra perdure dentro del taller.  El “artista” extrovertido, que sociabiliza en vernissages y rosquea en claustros académicos y oficinas gubernamentales, probablemente consiga no sólo mostrar públicamente su obra sino que hasta llegue a vivir del arte (de sueldos docentes, pensiones graciables y premios nacionales).  Es otro modo de adherir a este negocio del arte.


     En mis comienzos, cuando el rumor de que los múltiples (e incomprensibles a mi criterio) premios que recibía Ana Eckell eran debidos más que a su repetitiva originalidad a su vinculación personal con Jorge Glusberg, otrora referente del CAyC y luego director del Museo de  Bellas Artes (cuando se robaron los Toulouse Lautrec), yo prefería creer que eso era mera envidia de las malas lenguas.  Cuando alguien que me tenía afecto me propuso tomar clases con Gorriarena para asegurarme no solo participación sino reconocimiento en los concursos donde el maestro fuera jurado…  tuve que suspirar resignándome a la evidencia.  Aclaro que no tomé clases con Gorriarena, más porque no me gusta su obra que por exceso ético. 

    Hoy, acá nomas, en la Secretaria de Artes Visuales el pasado enero, a mi cuestionamiento acerca del procedimiento a seguir para presentar propuesta con la que acceder a la sala de exposiciones de ese edificio (Espacio Caloi), la respuesta de la funcionaria que me atendió fue: “Preguntale a La Cámpora”.  O.K.  Todo muy claro.  Y eso que la página oficial del Ministerio de Cultura de la Nación (http://www.cultura.gob.ar/agenda/inaugura-una-muestra-homenaje-a-leonardo-favio-en-el-espacio-caloi/) vende ese espacio expositivo como “El Espacio Caloi, inaugurado en homenaje al reconocido humorista gráfico, se propone como un ámbito inclusivo para la promoción de experiencias y bienes simbólicos producidos por colectivos culturales y artistas, con un enfoque federal. El objetivo de la propuesta es crear un lugar de encuentro y reflexión, que rescate la capacidad del arte y del pensamiento como modo de visibilizar temas sensibles a la sociedad, reconociendo y apreciando el multiculturalismo que constituye la Argentina.”  No debo calificar ni de reflexiva, ni de sensible a la sociedad, ni de multicultural; y, seguramente, a criterio de los camporistas, ni siquiera debo calificar de “argentina”…


    Los concursos y los premios (a baja escala o los consagratorios) son una variable más del complejo laberinto por el que deambulan erráticos los artistas.  Un universo con reglas propias –buenas o malas, éticas o perversas-  con una personal incidencia dentro de la realidad o las aspiraciones de cada uno. 

   En mi caso, después de tanto rechazo a mi obra cuando por primera vez la premiaron lejos de alegrarme me sumí en una profunda desconfianza.  De hecho, en tres oportunidades, una misma obra que fue rechazada en un lugar después fue premiada en otra.  ¿Cuál era la verdad?  

   Me sentí incapaz (y lo sigo siendo) de dar más valor al premio que al rechazo.  Dentro de mi propia convicción, ni uno ni otro modificaron nada.  Obviamente, uno se entristece y llora con uno y se alegra y festeja con el otro, pero más allá de esa razonable mutación de estado de ánimo, uno dedica la vida al arte por  razones más sólidas que la circunstancial aprobación  externa.


  Igual, sigue  postulándose en diversos concursos porque es así, porque hacerlo es parte de este juego.  No por el resultado, sino por –simplemente- seguir jugando.



lunes, 24 de noviembre de 2014

   Ser artista en Buenos Aires (ser artista sin galería, ni art-dealer, ni representante bajo la denominación que esté de moda, ni nada de nada más que una obstinada buena voluntad de ser artista).

Capítulo I:  Organizar un prolijo cronograma de exhibiciones de la obra.
                Id) Las muestras individuales.



    ¿Por qué armar una muestra individual? Porque las colectivas, salones y concursos sirven (es la base que sostiene cualquier intento de carrera en el arte, ya que es donde se empieza a mostrar lo que uno hace)  pero cuando nuestro trabajo se ve enredado con obras de otros artistas por lo general pierde gran parte de su sentido.

   La individual no es sólo mostrarse  en exclusiva, implica el desarrollo de un discurso, de una exposición consciente del decir del artista que se exhibe en soledad a la mirada del otro. Cada obra es en estos eventos un párrafo de un todo, un decir dentro de una charla, un fragmento de la identidad de su autor que se devela en el conjunto.

   En la individual el artista se sube al trapecio sin red: si lo que hace es bueno se aprecia y si es malo se escracha. No hay vuelta atrás. La individual nos confronta con la realidad.  Y si uno se toma esto del arte en serio, la muestra individual es una necesidad a fin de medirse en la pista que dicen es dónde se ven los pingos.


    Ahora bien, en Buenos Aires hay millones de sitios donde montar una muestra individual, pero lo difícil es o conseguir que nos acepten o poder cubrir los costos emergentes de la aceptación.

   Los lugares presuntamente gratuitos para el artista (espacios culturales  pertenecientes a los municipios o al Estado provincial o nacional, centros culturales y sector de temporarias en museos) son de muy, pero muy difícil acceso.  Hay que presentar carpetas con propuestas, las que nunca se aceptan si uno no tiene un contacto político que tarjetee a favor.  Si se sufre de manifiesta aversión a la política del bando que sea (tal mi caso) estos lugares están vedados a cal y canto.

   Nos quedan los sitios privados, las galerías y espacios ad hoc a los que también se presenta propuesta, a la que se le da menos atención que a la posibilidad de que uno pague el costo requerido por el alquiler del lugar. 

   Algunas galerías derecho viejo te dicen que lo que estás pagando es el alquiler de la sala; otras lo disfrazan de gastos de servicios (luz, seguridad, prensa) y honorarios del galerista/curador.  Nuevamente, el artista lo que tiene que evaluar es si sus recursos cubren el precio.


   Y como lugares pagos hay muchos en BAires (¡muchísimos!), el artista debe evaluar las conveniencias marginales al precio más accesible.  Y el primer factor a tener en cuenta es la concurrencia de público que la galería paga puede garantizar.

   El artista, por regla, es un ser solitario; no tiene público propio que arrastrar a una muestra.  Por eso, la idea es que la galería que uno alquila tenga su propio público. Y, ya que estamos, un público habitué a las actividades culturales, un público “conocedor”. Lo que, en la realidad, no sucede. 

   Lo otro que uno espera de la galería es que tenga sus clientes fieles entre los coleccionistas o compradores habituales de arte (decoradores, ambientadores, arquitectos y afines), para que a estos les exhiba en privado las obras que el artista paga por colgar.  Eso sucede aún menos.  El galerista te cobra el espacio en la pared y te deja estar ahí, no pretendas que haga más que eso.  Si alguien va y te ve, buena suerte.  Todo lo demás es literatura.

  ¿La galería hace prensa?  Con suerte manda unos mails. ¿Organiza el vernissage?   Podrá poner unos vasitos de plástico de diseños desparejos, el vino tráelo vos.  ¿Imprime los catálogos?  Unos volantitos de diseño estándar de computadora impresos en papel de obra con poca tinta de color. 


   Entonces, ya que tomar la decisión de una individual implica una inversión importante para el bolsillo del artista, si uno quiere que ese dinero sirva para algo tiene que ocuparse de todo lo demás.  Pintar es caro, ya lo dije.  Organizar una individual es un auténtico despilfarro.

   Primero, es elegir una galería en un sector que asegure movida de gente circunstancial, o sea en uno de los distritos de arte de BAires: Retiro, Recoleta, Palermo.  Ahora pelean por imponer la zona sur y  Barracas, pero todavía no están del todo consustanciados y sería un gasto con alto riesgo, por lo que un artista prudente va sobre seguro y mira con cariño a Barrio Norte

  Elegido el lugar hay que tratar que la fecha coincida con una Gallery Night, porque gente se mueve (no por su interés en el arte sino por la cerveza gratis y- sobre todo- por los Ferrero Rocher que distribuyen las empresas auspiciantes).  Concertado lugar y fecha más o menos potable sigue cargarse al hombro la gestión de prensa.

  Y para una prensa digna hay que imprimir catálogos o folletería vistosa y de buena calidad.  No alcanzan los mails,  que como recordatorio los días previos vendrán muy bien pero si uno no captó la atención de poco sirven.  Un catálogo bien impreso, con un par de fotos de impacto y un texto (corto) y provocador, para despertar la curiosidad.  Agregar una tarjeta seudo personal, que parezca que uno invita en persona a la inauguración, donde se incluya la frase mágica “los esperamos en el vernissage para degustar los finger food creado por el chef  Menganito para la ocasión”  o “los esperamos para descorchar juntos unas botellas de malbec XX cortesía de Bodega  Sultanito”.  Anunciar comida y bebida gratis es la clave de la asistencia multitudinaria.

  El artista que logre crearse la fama de que en sus inauguraciones se come bien se asegura un público fiel y consecuente.  Esa es la verdad.


   El artista que vea su individual como una inversión necesaria en el desarrollo de su carrera y quiera hacerlo bien, deberá gastar también en contratar extras (por lo general, jóvenes pintorescos de alguna escuela de teatro barrial que sabrán adecuarse al look que se espera para la ocasión) para que hagan bulto en la vereda y traer –a su costo, obviamente- a algún fotógrafo free-lance  con contactos comprobados en diarios y revistas para que tome fotografías que reseñen el éxito de la convocatoria.

  Y ya que estamos gastando, gastemos un poco más: compremos publicidad en uno de los grandes matutinos, Clarín o La Nación,  asegurando un aviso antes de la inauguración y un suelto en la revista dominical con fotito de la muestra mientras dura su vigencia.

   Resulta evidente que organizar una individual es coser y cantar.



   Para que no queden dudas: el costo de una individual supera la de un auto pequeño.  El artista que quiera creer que la inversión se recupera con las ventas que habrán de producirse durante  la muestra que lo crea y que la inocencia le valga.

  ¿Vale la pena tanto gasto y tanto esfuerzo?  Honestamente, no lo sé.






domingo, 23 de noviembre de 2014




Hoy amor, como siempre
el diario no hablaba de ti, ni de mí.
Hoy amor, igual que ayer, como siempre
el diario no hablaba de ti, ni de mí.

Hoy dijo la radio que han hallado muerto al niño que yo fui
que han pagado un pasote de pelas por una acuarela falsa de Dalí.
Que ha caído la bolsa en el cielo,
que siguen las putas en huelga de celo en Moscú.
Que subió la marea, que fusilan mañana a Jesús de Judea,
que creció el agujero de ozono,
que el hombre de hoy es el padre del mono del año 2000.

Pero nada decía el programa de hoy de este eclipse de mar,
de este salto mortal,
de tu voz tiritando en la cinta del contestador,
de las manchas que deja el olvido a través del colchón...

Joaquín Sabina  Eclipse de mar (fragmento)


  Encuentro en los diarios del fin de semana más de un artículo interesante (que haya uno suele ser la excepción), y me pregunto sin sarcasmo ¿qué pasó?,  ¿la mediocridad de nuestra política local aburrió también al editor de La Nación?  Se agradece la existencia de material de lectura pero me siembran la sospecha paranoica: ¿qué está pasando?  ¿qué pretenden ocultar dando cobertura a noticias de cultura? ¿qué me perdí?  Algo huele a podrido en Dinamarca

Existe un punto de vista conservador, una manera muy europea de pensar, que dice que tenés que proteger la cultura.  Mario Vargas Llosa, por ejemplo, escribió cosas muy buenas del libro (Cultura Mainstream), pero dijo que no le gustaba la cultura que yo describía.  Considero que el concepto de proteger la jerarquía está terminado.  Por otro lado, tenés los algoritmos de Google, Facebook, la cultura pop y cool que dice que todo da igual, que entretenimiento es igual a arte…  Batman, Avatar, incluso Matrix o las animaciones de Pixar, que son extremadamente creativas.  No creo que mainstream sea de por sí algo opuesto al arte.  Hay artistas independientes, algunos que son parte del mainstream, pero el debate de la calidad es algo aparte.  (…)  Siempre hubo cultura con o sin fines de lucro.  El jazz desde el principio fue hecho para ganar dinero.  Hollywood igual.  La idea de que las artes son sin lucro no es precisa, pero tampoco lo es la idea de que el mercado funciona para todas las artes. (…) ¿Cuál sería, en este modelo, el combustible de la creación?  Hay muchos motivos: es una forma de expresarse; una manera de hacer dinero; de volverse famoso; otro es porque estás tan loco que ni siquiera entendés el mundo, pero sí entendés otro mundo, que va a ser el mundo del futuro.  Otro es porque estás marginado como mujer en Arabia Saudita, como un gay en Irán, como un árabe en los Estados Unidos, como un cubano en Miami, porque sos un outsider o un exiliado, porque estás perdido y creas algo para existir en el mundo que no te aceptaba.  Hay mil razones, pero sí creo que el dinero puede tener un rol importante…  incluso en Steven Spielberg, aunque no era el centro de su motivación. Hablemos del concepto de crítico consumidor en la Web. ¿Ha reemplazado a la crítica tradicional?  Algo que yo escribo en Cultura Mainstream y también en Smart, es sobre esa manera elitista de hacer crítica sobre el cine o los libros con tu cartera Vuitton y tu Rolex, o decirle a las personas qué es lo que tienen que leer y escuchar…  Yo creo que eso es una manera muy paternalista de entender la cultura.  Eso ya se terminó. (…)  Con o sin Rolex, no creo que un grupo de personas le pueda decir a todo el mundo lo que tiene que leer o mirar.  Hoy, una película puede tener buenas críticas en un diario y nadie va a verla.  Ya no tiene impacto y lo ves en la Web: nadie hace clic en los links.  Al mismo tiempo, no creo que un algoritmo y las masas nos den el punto de vista sólo por hacer un clic.  Necesitamos lo que en Smart llamo “la curaduría inteligente”.  Una mezcla del algoritmo con el agregado de una crítica personal, que no sea sólo estadística. (…)”

Frédéric Martel: “El entretenimiento puede ser arte, es parte e la cultura”.  Entrevista de Marcela Mazzei, La Nación 22 de noviembre de 2014, Suplemento Sábado página 4.


“…Soy más libre.  Hay tantas cosas que ya no me importan, aunque simulo que sí, porque uno aprende a convivir en sociedad.  Internamente voy siguiendo mi camino.  Pero ahora hay momentos que no son tan de broma.  Debería encontrar la actuación, pero no la encuentro exactamente: pienso mucho en la muerte.  Pero al mismo tiempo, valoro muchísimo más el instante.  Y lo que me acontece, lo que veo, oigo y siento vale por mil.  Lo que antes podía dejar pasar, hoy no: todo tiene una importancia.  Todo tiene un sentido multiplicado.  Veo una nube y me parece maravillosa.  Es una nube, sí.  Pero no va a haber otra. No como ésa.  No.  Habrá otras.  Estoy mucho más atento a las estaciones.  Voy sintiendo en el aire cuando se acerca el otoño o el verano.  Percibo con mucha más fuerza el tiempo que pasa, la mañana y la noche.  El dormir tiene ahora otro sentido.  Hoy es una parte muy importante de mi vida.  Me gusta.  Pero soy consciente de dormir.  Lo disfruto.  Aunque a veces estas ideas siguen a la noche y no puedo conciliar el sueño.  Me vienen a la mente aras, figuras o cosas que alguna vez h visto.  O no.  Anoche apareció el perfil de un joven recostado y el perfil de una joven, y ella trataba de colocar el mentón en el tabique de la nariz de él.  Trataba de que encajara, y seguía dibujando el resto de la imagen.  Pero no lo dibujó.  No, me entretuve pensándolo hasta que me dormí.  Juegos así se me presentan a cada rato.  (…)  Nunca busco nada.  Voy paseando la vista hasta que ¡tac! Algo me agarró.  Y no discuto más.  Lo respeto.  Obedezco.  En realidad, me atrae todo.  Por ejemplo,  hay una vidriera de trajes de hombre que me tiene intrigado, pero no me dejan sacar fotos.  Ya me echaron dos o tres veces.  Todo perfectamente puesto.  Hay también un negocio que vende vestidos de mujer, que quieren ser lujosos pero son kitsch.  Pero hay un equilibrio entre el gusto de lo que usan las mujeres en la calle y cómo las viste el vidrierista.  Un vestido de casamiento con lentejuelas mezclado con una blusa a florones, una diadema y la peluca con bucles.  ¡Y la cara de los maniquíes!  Yo lo quise conocer al hombre, saber de dónde partía, cómo componía, pero nunca me quiso recibir.  Yo quería pedirle que me enseñara como hacer vidrieras. (…)” 

Guillermo Roux “Quisiera liberarme del pasado, ya no soy el mismo; quisiera ser capaz de reinventarme”  entrevista de María Paula Zacharías, La Nación 22 de noviembre de 2014 Sección Cultura, página 28.


  “Es un museo, pero –y antes que eso- es un contrasentido.  Es una iniciativa de la Tate Gallery y plantea un recorrido virtual por las salas de un sitio imposible, de cuyas paredes cuelgan cuadros desaparecidos, obras destruidas o robadas de las que hoy, con suerte, sólo quedó una foto, una filmación, un reto único.  La idea fue ésa: reunir en un museo que no existe fuera de la pantalla (el Museo del Arte Perdido) la colección que ningún museo real podría tener fuera de ella. (…) …Si bien para muchos la digitalización es una garantía de supervivencia, algunos temen estar, apenas, frente a otra forma de la fragilidad.  Porque, ¿de dónde sacamos la idea de que la ausencia de soporte físico vuelve a todo más perdurable?  ¿Quién nos convenció de que largas hileras de unos y ceros serán capaces de retener par siempre la memoria del mundo? (…)  Nuestras imágenes tienen la densidad de un suspiro.  Si en verdad padecemos –como alguna vez sostuvo Derrida- el “mal del archivo” y no podemos sino conservarlo todo y a mansalva (desde las ecografías de nuestros hijos hasta el video de la última gran luna llena), sepamos al menos que en los digitales tiempos que corren lo que se gana en volumen se pierde en profundidad, y en sobrevida.  Registramos mucho más que hace dos siglos, es cierto.  Pero no grabamos en piedra, sino en arena, en polvo, en nada.  Nuestra memoria descansa en soportes más inestables y dados a envejecer a una velocidad aterradora  Cosas que, como aquel transparente museo del arte ausente, se parecen demasiado al olvido.”


Fernanda Sández Todo lo sólido se desvanece en el cyber, o la memoria olvidada La Nación 23 de  noviembre de 2014 Suplemento Enfoques pág. 2.