sábado, 29 de abril de 2017



          Jamás una palabra de aliento, de apoyo, de comprensión.  Nunca una voz amiga que sostenga cuando la duda inmoviliza y amaga a partirnos las piernas.  Y uno se acostumbra a esa solitaria y obcecada convicción.  Sabemos que no se nos toma en serio, que se nos cree ridículos, caprichosos, infantiles.  Alguna vez peleamos, discutimos, luchamos para que se nos entendiera.  Después nos cansamos o nos aburrimos.  Después no nos importó más.







     ¿Lo que nos queda es resentimiento?  ¿O sólo se trata de memoria?  ¿Recordar todo –absolutamente todo- es una forma de venganza?  Es lo que fue y es lo que es.  Así de simple.








miércoles, 26 de abril de 2017






     La nada misma.  ¿Puede alguien (en serio, con fundamento y criterio) opinar de absolutamente todo?  Me temo que soy un poco conservadora en ese aspecto, adhiero a la especialización como preámbulo de la excelencia.  Uno no puede abarcar tanto sin perder la calidad que deviene de profundizar exclusivamente en un área.  ¡Perdón!, pero no compro el tutti frutti.  Quién sabe de arte no puede saber también de política, y de música, y de moda, y de arquitectura, y de literatura y de lo que sea y sea y sea…   Tanto es nada.  La nada misma.























         Y me temo que tampoco me importa la “conveniencia” de mantenerme diplomáticamente
 “amigable” con personajes que hacen culto de su propia e incuestionable (según ellos) omnisapiencia.  No sociabilizo haciendo cálculos estratégicos, la eterna cuestión de que lo único que sirve son los “contactos” es asunto que no hay forma que me entre en la cabeza y mueva mi voluntad.  ¿No hay que pelearse con las celebrities de turno que digitan el qué dirán?  Bueno, me doy por avisada.  Pero me tiene por completo sin cuidado.

     Por supuesto que no me peleo con nadie.  Simplemente, me voy.  Mi escaso tiempo lo comparto con la gente que me interesa.  No es que sea reacia a sociabilizar, sólo soy selectiva.  Y dado que sostengo –lo que creo con honestidad- que el valor de un artista lo determina su obra y no su popularidad personal o el manejo publicitario de su nombre, poco importa con quienes me vinculo o los ambientes que frecuento.

     ¿Qué gano con esta actitud?  Supongo que tiempo para pintar.  ¿Qué pierdo?  Me dicen que oportunidades, que de tanto desperdicio ya se me fue el tren de las posibilidades.  Que he hecho todo mal.  Que no he sabido cultivar favores.  Que cada vez que la fortuna golpeó mi puerta opté por escaparme por la ventana.  Puede ser.  Tal vez debería sentirme mal por eso.  Pero ha habido fallas en mi educación y la culpa, presunta y retrospectiva, es una materia que no se incluyó en mi currícula.  Es lo que soy y esto es lo que hay.









domingo, 23 de abril de 2017



     Hoy estuve pintando al óleo en caballete.  No es algo que haga con frecuencia, pero cuando reincido revivo el profundo placer de esta técnica en esta modalidad.  Me gusta mucho el óleo y me gusta mucho trabajar en caballete, ¿entonces, por qué lo hago tan poco?   Porque requiere, básicamente, espacio.  Trabajar de pie lleva a que se avance y se retroceda sobre la obra, pintando en la proximidad y apreciando a la distancia.  Un moverse constantemente alrededor del caballete. Como suelo escuchar música cuando pinto, ese moverse es más bien un alegre bailotear en derredor. Y cuando yo me muevo acabo tropezando con el millón de cosas que se acumulan en mi taller.  Y provoco desmoronamientos masivos.  Y si con lo que choco es con mi caballete, ¡hecatombe total!, ya que mis caballetes se caracterizan por su absurda precariedad.




     Al caso concreto me remito.  Estoy trabajando sobre una lámina de papel (siempre trabajo sobre papel, ¿qué tiene de raro?), y como mi caballete perdió hace años su barra de sostén horizontal, sujete el papel en un bastidor de madera que colgué  de la barra vertical del caballete atándole con una lana un sostén de metal de los que se usan para colgar plantas.  O sea: un esperpento.





     ¿Por qué no tengo un caballete decente?  Porque soy sentimental, y nunca tiro nada.  Porque se da que todos los caballetes que tengo han sido regalos y nunca he merecido regalos demasiado caros.  Porque me las arreglo con lo que puedo y no con lo que necesito.  Porque sigo siendo una artista del subdesarrollo.  

     Porque todo en mi taller es un caos, y el caos me divierte.




























viernes, 21 de abril de 2017





























     Hay muchas cosas que hago sólo para mí.  Por puro placer privado y personal.  Ni se me cruza por la cabeza que esas obras (¿menores?, ¿intimas?) vayan a ser mostradas en conjunto con el resto de mi trabajo.  Ellas no tienen destino “exterior”, son mías  y carecen de otra pretensión que condensar mis gustos y mis preferencias.  Alguna vez me dijeron que eran lo peor de mí, aquello que me desviaba del camino.  Otra vez me dijeron exactamente lo contrario: eran las que más me definían.





     ¿Cuál es la verdad?   Me excede y no me importa.  ¿Estoy perdiendo el tiempo?  Ya que lo pierdo en tantas cosas el que se va en hacer algo que disfruto definitivamente es el mejor derrochado.













miércoles, 19 de abril de 2017

































     ¿Por qué hacemos lo que hacemos?  ¿Por dinero?  Cuando se trata de los artistas, evidentemente no.  Aun cuando se quiera hacerlo por dinero, es tan poco probable lograr el objetivo que la persistencia en la actividad artística -que genera tanta inversión a cambio de frustración más o menos constante- debe deberse a otra cosa.

     ¿Por qué hacemos lo que hacemos?  Por karma; es un destino asignado ante el que la voluntad propia no tiene incidencia.  Pero se recibe algo a cambio:  el placer del hacer.  La pura acción creativa.  El resultado (la venta de la obra, el eventual reconocimiento, la aceptación del mercado que facilita proyectar y multiplicar la acción) es algo que se ve a lo lejos, casi como una fantasía, y que muy excepcionalmente se alcanza.   ¿Por qué hacemos lo que hacemos?  Porque si te toca en suerte el berretín del arte resulta tan inconmovible como la ley de la gravedad y entonces, hay que dejarse caer...










lunes, 17 de abril de 2017




     Cuando propuso un brainstorming a punto estuve de pararme e irme.  Eso después de darle un golpe en la cabeza por estúpido. Estábamos hablando en serio, de problemas concretos cuyas soluciones –obvias- no requieren exceso de creatividad.  No estábamos impartiendo una charla motivacional, se trataba de que alguien pagara una deuda vencida y harto reclamada y acabar un conflicto básico entre dos personas que viven de su trabajo.  Brainstorming…


     ¿Qué extraña fascinación, próxima a la magia tribal, generan las nuevas palabras que la moda impone a las generaciones más jóvenes?  El dame-cinco minutos-que-trato-de-armar-un-plan-de-pago-que-puedas-cumplir es hoy un brainstorming, una “tormenta de ideas”, una propuesta de conversión de un deudor moroso en un tercerizado pro-activo  emprendedor independiente.  Bla, bla, bla, y la estupidez absoluta se apoderó definitivamente del mundo.







     El sentido común fue absorbido por un discurso hueco y abstracto y a la realidad real se la fagocitó la apariencia circunstancial y evanescente. Si, seguramente él con su pensamiento lateral y sus ideas en tormenta tiene más adeptos entusiastas que alguien que se limita a hacer las cosas que hay que hacer como se han hecho siempre.  Es paradójico que yo –que en mi otra vida sólo tengo espacio para la creatividad- de este lado promulgo soluciones simples, prácticas y tradicionales.  Te debo dinero, entonces te pago.  No creo que exista originalidad que exima de cumplir con la palabra dada.  Pero no asisto a charlas TED, así que, ¿qué puedo saber yo?









sábado, 15 de abril de 2017












     Leo en las redes que hoy se celebra el Día Internacional del Arte en coincidencia con el aniversario del natalicio de Leonardo Da Vinci.  Pero como también se festeja por estos lados el supuesto día del bartender (que antes era el barman y antes el cantinero y antes el tipo que atendía la barra) el espacio para conmemorar a Leonardo es bastante escaso.

     Pero siempre se puede ir sobre  seguro y apelar a las fuentes (externas).





     Hace años, cuando iniciaba el proyecto de Plagiaria (versiones cartográficas de obras de los grandes maestros), obviamente arremetí contra la obra del más grande.  Pero ante el triste resultado, mi versión de la Bella Ferronniere es un trabajo decepcionante que ni terminé ni reproduje  en este espacio.  Ni los ojos (en otras época mi fuerte) lograron una mínima aproximación.



















     Supongo que sí sería un justo homenaje en el día de hoy destruirla definitivamente; aunque uno copie en el intento de aprender y homenajear a quién admira, hay cosas que acaban siendo sacrílegas e imperdonables y no merecen otro destino que la basura.



viernes, 14 de abril de 2017





     Tal vez todo en la vida se reduzca a contar (buenas) historias.  Aun cuando uno esté haciendo una obra puramente visual.

   El artista como narrador en imágenes, logrando que los huecos del relato los complete el color, el juego de líneas, el modo de realizar la puesta para que la misma recorrida lleve al espectador por la línea argumental propuesta por el creador.

     Pero si es así, ¿cómo puede un extraño –el curador, el galerista- disponer que la obra llegue al receptor sin desarmar el argumento original?  Lo lógico sería suponer que el curador o galerista tiene un estrecho vínculo con el artista que le permite conocer la historia que se está contando, y que su prioridad es el más absoluto respeto (por la obra, por el artista y por la historia que éste cuenta).  Pero todos sabemos que no es así.  El galerista es un tendero y el curador alguien que divaga según las modas.  ¿Entonces?
























     Esto se llama “cómo ganar más enemigos de los que uno necesita”.  Es imposible insertarse exitosamente en el mercado sin el padrinazgo de una de las galerías importantes, me dicen.  Con los capitostes del mercado de tu lado puede que llegues a algún lado, si te los ponés en contra olvídate de existir.  Seguramente.  Pero que le voy a hacer.  Si esto fuera un negocio me iría a la quiebra antes de levantar la cortina.  Pero no es un negocio, se supone que es arte.  Y entonces, quién sabe… 











miércoles, 12 de abril de 2017






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     ¿Qué libro nunca olvidaré?  Y, con mi memoria, ninguno; soy Funes en versión mujer.  En mi caso reformularía la pregunta en qué libro desconocido no pude evitar buscar

     He reseñado en tiempo real en este blog la búsqueda emprendida hace más de treinta años; el razonamiento de las pistas, todos los fracasos devenidos en gratos descubrimientos y el fortuito y milagroso reencuentro del año pasado.  Lo resumo. 

     A mis diez o doce años, mi casa de la infancia estaba siempre entre remiendos y mejoras con albañiles dando vueltas por ahí.  El galponcito del patio servía de vestuario de los eventuales trabajadores, y ahí uno de ellos olvidó un librito, sin tapa y sin las primeras y últimas páginas.  No sé si ese obrero seguía viniendo a casa o no, o si se había percatado de su pérdida, lo cierto es que apenas encontré el librito me lo apropié sin culpa. Y leí cuatro historias breves (la primera sin principio, la última sin final) donde era el asesino quién contaba el cuento.  Fue mi iniciación en los policiales.  Lamentablemente, no se consignaban en sus páginas ni autor ni título de la obra.  Y por aquellos años no había internet -ni la sospecha de que semejante portento existiera alguna vez- por lo que no pude entonces subsanar esa omisión.

    Leí tantas veces ese librito roto por aquellos años que podía casi recitarlo literalmente de memoria.  Después, cuando yo andaba por la escuela secundaria y había sucumbido a los poetas decadentistas franceses, el librito se traspapeló y acabó desapareciendo bajo la sospecha de que mi mamá lo tiró a la basura.





     Ya en mi vida universitaria y con la excusa de viajar diariamente a la Capital y a las adyacencias de la Av. Corrientes y sus librerías de usado, empecé una obstinada búsqueda de mi librito perdido de autor y título desconocidos.  En mi lógica, empecé a comprar y leer autores de policiales ingleses, convencida de que reconocería el estilo y desde ahí afinar la búsqueda.  Yo recordaba los nombres de los personajes, los escenarios ingleses donde sucedían las historias, me parecía bastante sensato mi criterio de atribución de autoría. Después me desbandé, y universalicé mi parámetro de autor. En mi cruzada por ese reencuentro acabé disfrutando de todo tipo de literatura, que una cosa siempre lleva a otra y como prolija borgeana tengo por consigna que cualquier autor que haya citado el Maestro debe ser leído.  Y como de Borges luego desarrollé una profunda afición a Eco, fui conformando mi biblioteca personal en esas tres vertientes: la literaria, la semiótica y la policial. 

     El año pasado cayó en mis manos un ensayo sobre el cuento policial argentino.  Lo compré más para releer los relatos que incluía de Bioy (aunque ya los tenía en otras ediciones) que por la esperanza de nuevas pistas en la búsqueda de mi Santo Grial.  Y ahí apareció la mención de Abel Mateo.  Ahora sí está Google y al investigar a este autor que no registraba mi radar obtuve una página de El Asesino Enamorado.  ¡Era mi librito perdido!  Finalmente, casi treinta y cinco años después, había descubierto el autor y el título de mi libro perdido: El Asesino cuenta el cuento





     Después siguió otra búsqueda, Mercado Libre por medio, y a fines de julio de 2016 mi libro regresó a mis manos.  Era la misma edición, con una encuadernación que tiende a desprender los librillos de inicio y final juntamente con las tapas.  Releerlo fue maravilloso.  Y cuando lo puse en mi biblioteca, con toda la ceremonia que correspondía al caso, comprendí la gran cantidad de ejemplares de novelas, cuentos y ensayos policiales que pueblan mis estantes como consecuencia directa de la búsqueda de este librito. Tal vez era necesario que lo perdiera, para que él pudiera provocarme el disfrute de la cacería de libros hasta que en el tiempo debido nos volviéramos a encontrar.


     Cierto, ahora que lo reencontré extraño la caza, aunque la costumbre de hurgar en las librerías ya se me convirtió (¡afortunadamente!) en un trastorno obsesivo compulsivo que no permitiré que ninguna terapia cure.












martes, 11 de abril de 2017