domingo, 30 de diciembre de 2012

DIVAGUES FESTIVOS

“Brindo por las mujeres que derrochan simpatía/ Brindo por los que vuelven con las luces de otro día/ Brindo porque recuerdo tu cuerpo, pero olvidé tu cara/ Brindo por lo que tuve porque ya no tengo nada…/ (…) Brindo por el recuerdo y también por el olvido/ Brindo porque esta noche un amigo paga el vino…/ Porque la vida es dura, por el fin de la amargura/ Brindo porque me olvido los motivos porque brindo/ Brindo por lo que sea que caiga hoy en el vaso/ Brindo por la victoria, por el empate y por el fracaso…/ (…) Si alguna vez no brindo siquiera por tonterías/ Brindaré con silencio por la fortuna perdida/ Brindo muy en serio por una vez en la vida/ Brindo hasta la cirrosis por la vacuna del Sida./” 

Andrés Calamaro – Los Rodrigues Brindo por las mujeres






     La mera y fútil necesidad de equilibrio estético (mi karma) me obliga a que tenga que hacer coincidir la entrada número 100 con la última entrada del año. Las últimas semanas restringí mis impulsos literarios para obligar la concreción de esa “coincidencia”. El azar es el humor negro de dios, ¿no? Manipulo el azar. ¿Por qué? Porque sí, porque es imprescindible esta especie de simetría, de orden cósmico, de capricho estúpido. Pero aquí estamos. 

     Cien entradas en ocho meses es más o menos (un poco menos) que lo que normalmente escribo en mis diarios de papel. Pero páginas de insultos o de chusmerío con nombres y apellidos han sido censurados por mi Super Yo, que prefiere optar por un perfil intimista levemente neutral. Las páginas prohibidas quedan a resguardo hasta, quien sabe, un arrebato de furia o un exceso de buen humor (ese extraño humor autodestructivo que me dá algunas veces). 

     Y como tradición personal, siempre los 31 en mis diarios de papel hago raconto, sino de los hechos del año, al menos de mi estado de ánimo al filo del ilusorio final (el tiempo es fluido, líquido, los años no cambian, mañana no se diferenciará de hoy más allá de equivocar la fecha al confeccionar un cheque). Un mero ejercicio de redacción.






     Y brindo, obviamente. Todos lo hacemos. En realidad, festejamos sólo por la licencia para una embriaguez normalmente vergonzante. Podés rodar borracho por el piso el 31, nadie te va a mirar mal. Entonces brindamos, como decía un hermano de mi abuelo, por los presentes y los ausentes, por los amigos (de los que me cuide dios) y por los enemigos (de los que me cuido sola). Brindo por un año de seguir siendo quién somos, sin mayor objetivo ni logro que, simplemente, ser. Brindo por un año de seguir pintando aunque no nos hayan dejado exponer en ningún lado. Brindo por La Santa Inquisición, bonita e incolgable y por la que gustosamente me he ganado mi ticket al infierno.






     Brindo por esos pequeños placeres que han acrecentado mi biblioteca, mi orgullo y mi legado; por ese derroche innecesario de dinero que me significó adquirir dos libros de cartografía FAN-TÁS-TI-COS que me han sumido en estados de éxtasis próximos a una parafilia.






Brindo por haber redondeado un poco (sólo un poco, que es todavía una vorágine) mi eterno proyecto de Ragnarök. Brindo porque puedo obsesionarme todavía con una idea y me quedan restos de energía y pasión para plasmarla en imágenes que intentan perdurar y compartir esos sueños.






     Brindo por mis voces, que me torturan, pero que me rescatan de la patética lógica de la “normalidad”. Brindo por la voz de la buena madre de familia, la que es absolutamente fría y egoísta, pragmática, a la que poco le importa aquello que no cuadre en su postal de prolija familia blanca, occidental y cristina desayunando juntos, de inmejorable humor, bien vestidos y ya peinados, en una luminosa, amplia e impecable cocina. Cereal y café descafeinado, obviamente. Brindo por la voz de anteojos, la sarcástica y cerebral, la que desprecia al resto del mundo por inferior y ridículo. La que se dedica sólo a recalcar con elocuente morbo todos los errores, las contradicciones, las infinitas miserias, las limitaciones propias de ser humano, sensible y temerosamente mortal. Y brindo por la cálida voz rubia, la que trata bien a todo el mundo, la que ve el lado bueno, la que es pura empatía, la que no juzga, la que jamás condena. La que sospecho que bebe demasiado y que su bonomía se debe, ni más ni menos, a su nebulosa semi-embriaguez permanente. Pero, adorable. Rubia, linda y absolutamente adorable.






     Brindo por mi maldita rodilla, la que sigue impidiéndome caminar y me tortura con un dolor fastidioso que se niega al abandono, pero a la que he decidido MATAR CON LA INDIFERENCIA. Mientras brindo (sentada) no existe ni dolor ni rodilla y, probablemente, la cantidad justa de alcohol la haga definitivamente desaparecer (al menos por un rato). Alquimia etílica que le dicen...






     Brindo por las compañías con las que me gustaría brindar pero que están en otro lado, demasiado lejos de mi; brindo por las compañías que están deseando su ausencia. Brindo por los viejos amigos perdidos, estén donde estén; por los viejos amores que debieron haber sido y vaya uno a saber que fue de ellos; brindo por esos enemigos mezquinos que fueron y que dios tenga en su gloria y que no los suelte; brindo por esos pocos enemigos leales que nos esperan en el infierno para reanudar la charla. Brindo por esas lealtades inquebrantables que nunca merecimos y por las lealtades que profesamos desde el alma y que han sido nuestro único mérito real. Brindo por mí, que estoy acá y soy la que disfruta el brindis. Brindo con quien quiera chocar una copa conmigo y augurar que seguiremos siendo quienes somos porque, pese a todo, nunca podrán vencernos. A quién corresponda: ¡BUEN AÑO!!!






viernes, 28 de diciembre de 2012

QUE LA INOCENCIA TE VALGA!!!






“El octavo día del año de gracia de 1546, en su cuarta sesión, los Padres del Concilio de Trento promulgaban el decreto siguiente: ´El Santo Concilio de Trento, ecuménico y general, legítimamente congregado en el Espíritu Santo… declara:… Recibir todos los Libros, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, porque el mismo Dios es su autor, tanto del uno como del otro, así como las tradiciones que contemplan la fe y las costumbres, como dictadas por boca mismo de Jesucristo, o por el Espíritu Santo, y conservadas en la Iglesia católica por una sucesión continua, y las abraza con un mismo sentimiento de respeto y piedad. (…) Quienquiera que no reciba como sagrados y canónicos esos libros por entero, con todas sus partes, tal como se acostumbra a leerlos en la Iglesia católica y tal como están en la antigua Vulgata latina, y que desprecie con propósito deliberado las citadas tradiciones, quedará excomulgado.´ Ahora bien, cuando uno se mete en cosas tan serias como la de enviar a la gente al infierno, si ésta no es lo bastante dócil como para admirar con los ojos cerrados lo que los canosos Padres conciliares afirman haber decidido por su bien, es conveniente, como mínimo, ponerse antes de acuerdo. (…) …Una leyenda conmovedora (ya que, como veremos, no se la puede calificar de otra cosa) que se refiere a La Matanza de los Inocentes. Un solo evangelista menciona el hecho, y es Mateo, quien sitúa la natividad de Jesús ´en los días del Rey Herodes´, como hemos visto. Lucas, que relata esa misma natividad, no habla de ello, y con razón, ya que la sitúa en ´la época del Censo´, es decir, doce años más tarde. Al haber muerto Herodes en el curso de esos doce años, no se le puede imputar semejante crimen. En cuanto a Marcos y a Juan, éstos no nos hablan de los años jóvenes de Jesús, y hacen empezar su relato en los primeros días de su actividad mesiánica. (…) …Marcos… relata: ´Entonces Herodes, viéndose burlado por los Magos, se irritó sobremanera y mandó matar a todos los niños que había en Belén y en su territorio, de dos años para abajo, según la fecha que con diligencia había averiguado de los Magos. Entonces se cumplió la palabra del profeta Jeremías, que dice: “Una voz se oye en Ramá, llanto y gran lamentación: es Raquel, que llora a sus hijos, y rehúsa ser consolada, porque ya no están”´ (Mateo, 2 16-18) …Primera contradicción: Herodes “había averiguado con diligencia” la fecha en que se había producido el nacimiento, al que asistieron los Magos, milagrosamente conducidos por una extraña estrella. En este caso, bastaba matar a los niños de dos o tres meses de edad nacidos en Belén, y no era necesario remontarse a dos años atrás. Eso tendería a hacer creer que, entre la visita de los Magos a Herodes y su partida secreta, habían transcurrido dos años, lo cual sería contradecir el relato de Mateo, que los hace volverse inmediatamente a su patria. Por otra parte, Ramá se encontraba en el territorio de la tribu de Benjamín, y Belén en el territorio de Judá; la primera se hallaba muy al noroeste de Jerusalén, y la segunda al sudeste. Había, aproximadamente, cincuenta kilómetros a vuelo de pájaro entre estas dos ciudades. Además, la profecía de Jeremías no hablaba de una matanza, sino de una deportación: “Así dice Yavé: En Ramá se ha oído una voz, lamento y llanto amargo; es Raquel que llora a sus hijos, no quiere consolarse, porque ya no están. Pero así habla Yavé: Aparta tu voz del llanto, aparta las lágrimas der tus ojos, porque habrá una recompensa para tus penas. ¡Ellos volverán del país enemigo! Hay una esperanza para tu porvenir. Tus hijos regresarán a sus confines…” (Jeremías, 31, 15-17). Y efectivamente, poco después der la profecía de Jeremías que anunciaba la destrucción de Jerusalén, en julio del año 587, Nebuzardán, general de Nabucodonosor, se apoderó de la ciudad santa, y la población de Israel era deportada de Babilonia. Regresaría de allí en 536, tras la toma de Babilonia por Ciro, tal como había predicho Jeremías. ¡Pero se necesita mucha buena voluntad para ver en dicha profecía una matanza, en Belén, de niños recién nacidos, uno de los cuales podía convertirse en rey! (…) Así pues, ninguna profecía anuncia este hecho, aunque no hay duda… de que Herodes era perfectamente capaz. Mas, a pesar de todo, ¿para qué imputarle crímenes imaginarios? ¡Por desgracia, la realidad ya bastaba sobradamente sin eso! Empero, si dudáramos, nos bastaría con recordad que Flavio Josefo, en sus Antigüedades judaicas, en los libros XVI y XVII, que dan cuenta del reinado de dicho rey, no lo trata con indulgencia: no omite ninguno de sus crímenes. En cambio, a esa matanza de niños no hace ninguna alusión. Es más, el panegirista de Herodes, su contemporáneo Nicanor (alias Nicolás), que se esfuerza por encontrar una justificación a todas las exacciones del tirano idumeo, no siente necesidad alguna de excusarlo por ello¸ ignora absolutamente ese hecho. (…) Para sostener, a pesar del silencio de Flavio Josefo y de Nicanor, y a pesar del intencionado apaño de las profecías supuestamente relativas a dicha matanza, el hecho en sí, tal y como nos lo cuenta Mateo, hay que admitir que Lucas se equivocó, que Jesús no nació en “el tiempo del Censo de Quirino”, sino doce años antes, y por lo tanto, que habría muerto, no a los treinta y tres años, sino a los cuarenta y cinco. Y teniendo esto en cuenta, ¿cómo conceder crédito a relatos tan disparatados, tan contradictorios, tan incoherentes? La historia se escribe con documentos, no con leyendas.” 

 Robert Amberlain, Jesús o el secreto mortal de los Templarios Grupo Editorial Plantea SAIC Buenos Aires 2005, Pág. 45/52






“Las palabras cuyo sonido llegó a oídos de José de manera confusa podían haber sido una pregunta, por ejemplo, Y a qué hora va a ser eso, y el otro decía, ahora muy claramente, en tono de quien responde, Al inicio de la hora tercia, cuando todo el mundo esté recogido, y uno de los dos preguntó, Cuántos vamos a ir, No lo sé todavía, pero seremos los suficientes para rodear la aldea, Y la orden es matarlos a todos, A todos, no, sólo a los que tengan menos de tres años, Entre dos y cuatro años va a ser difícil saber exactamente cuantos años tienen, Y cuántos van a ser, quiso saber el segundo soldado, Por el censo, dijo el jefe, serán unos veinticincos. José escuchaba con los ojos muy abiertos, como si la total comprensión de lo que oía pudiera entrarle por ellos más que por los oídos, el cuerpo se estremecía de horror, estaba claro que aquellos soldados hablaban de ir a matar a alguien, a personas, Personas, qué personas, se interrogaba José, desorientado, afligido, no, no eran personas, o sí, eran personas, pero niños… (…) Estas palabras ya no fueron oídas por José, que se había alejado de su providencial palco, primero lentamente, como de puntillas, luego en una loca carrera, (…) Enloquecido, atropellando a quien apareciese ante él, derribando tenderetes de pajareros y hasta la mesa de un cambista, casi sin oír los gritos furiosos de los tratantes del templo, José no tiene otro pensamiento que el de que van a matarle al hijo, y no sabe por qué, … (…) En una última carrera el carpintero llegó a la entrada de la cueva, llamó, Maria, estás ahí, y ella le respondió desde dentro, fue en ese momento cuando José se dio cuenta de que le temblaban las piernas, por el esfuerzo hecho, sin duda, pero también, ahora, por la emoción de saber que su hijo estaba a salvo. (…) Sin fuerzas, José se dejó caer en el suelo, pero se levantó en seguida, diciendo, Vámonos de aquí, rápido, y María lo miró sin entender, Que nos vayamos, preguntó, y él, Sí, ahora mismo, (…) Estaban ya dispuestos para la marcha, sólo faltaba cubrir de tierra el fuego y salir, cuando José, haciendo una señal a la mujer para que no viniera con él, se acercó a la entrada de la cueva y miró afuera. (…) José aguzó el oído, dio unos pasos y de repente se le erizaron los cabellos, alguien gritaba en la aldea, un grito agudísimo que no parecía voz humana, (…) José retrocedió hacia la entrada de la cueva y tropezó con María, que aún no había acatado la orden. Toda ella temblaba, Qué gritos son ésos, preguntó, pero el marido no respondió, la empujó hacia dentro y con movimientos rápidos lanzó tierra sobre la hoguera, Qué gritos eran ésos, volvió a preguntar María, invisible en la oscuridad, y José respondió tras un silencio, Están matando gente. Hizo una pausa y añadió como en secreto, Niños, por orden de Herodes. (…) Habló el ángel, La paz sea contigo, mujer de José, sea también la paz con tu hijo, él y tú afortunados por tener casa en esta cueva, ya que, de no ser así, estaría ahora uno de vosotros despedazado y muerto, mientras que el otro se hallaría vivo pero despedazado. Dijo María, Oí los gritos. (…) He venido sólo para decirte que tardarás en verme, todo lo que era necesario que ocurriera ha ocurrido ya, faltaban esas muertes, faltaba, antes de ellas, el crimen de José. Dijo María, Qué crimen de José, mi marido no ha cometido ningún crimen, es un hombre bueno. Dijo el ángel, Un hombre bueno que ha cometido un crimen, no imaginas cuántos hombres buenos lo han hecho antes que él, porque los crímenes de los hombres buenos no tienen número, y al contrario de lo que se piensa, son los únicos que no pueden ser perdonados. Dijo María, Qué crimen ha cometido mi marido. Dijo el ángel, Tú lo sabes, no quieras ser tan criminal como él. Dijo María, Juro. Dijo el ángel, No jures, o, si no, jura si quieres, que un juramento pronunciado ante mí es como un soplo de viento que no sabe adónde va. Dijo María, Qué hemos hecho nosotros. Dijo el ángel, Fue la crueldad de Herodes la que hizo desenvainar los puñales, pero vuestro egoísmo y cobardía fueron las cuerdas que ataron los pies y las manos de las víctimas. Dijo María, Qué podría hacer yo. Dijo el ángel, Tú, nada, que lo supiste demasiado tarde, pero el carpintero podía haberlo hecho todo, avisar a la aldea de que venían en camino los soldados para matar a los niños, había tiempo suficiente para que los padres se los llevaran y huyesen, podía, por ejemplo, ir a esconderse en el desierto, huir a Egipto, a la espera de que muriese Herodes, que poco le falta ya. Dijo María, No se le ocurrió. Dijo el ángel, No, no se le ocurrió, pero eso no es disculpa.” 

José Saramago, El Evangelio según Jesucristo Santillana Ediciones Generales S.L. Madrid 2006 Pág.114/124






     Afortunadamente ya no somos inocentes (si es que alguna vez lo fuimos). Afortunadamente fuí marcada con la lucidez de no continuar trasmitiendo la confusa mitología que sólo propende al temor y a la culpa. Hoy siguen muriendo inocentes pero es inaceptable la promesa de un futuro milagro como consecuencia de ello. No debemos esperar el cumplimiento de profecías absurdas sino indignarnos ante la injusticia y actuar bajo la única opción ética viable: combatirla. Ninguna inocencia vale y los inocentes no son santos, son vícitmas -o cómplices-.








domingo, 23 de diciembre de 2012

MUSEO







“Pero este libro podría enseñar que liberarse del miedo al diablo es un acto de sabiduría. (…) Que la risa sea propia del hombre es signo de nuestra limitación como pecadores. ¡Pero cuántas mentes corruptas como la tuya extraerían de este libro la conclusión extrema, según la cual la risa sería el fin del hombre! La risa distrae, por unos instantes, al aldeano del miedo. Pero la ley se impone a través del miedo, cuyo verdadero nombre es temor de Dios. Y de este libro podría saltar la chispa luciferina que encendería un nuevo incendio en todo el mundo; y la risa sería el nuevo arte, ignorado incluso por Prometeo, capaz de aniquilar el miedo. Al aldeano que ríe, mientras ríe, no le importa morir, pero después, concluida su licencia, la liturgia vuelve a imponerle, según el designio divino, el miedo a la muerte. Y de este libro podría surgir la nueva y destructiva aspiración a destruir la muerte a través de la emancipación del miedo. ¿Y qué seríamos nosotros, criaturas pecadoras, sin el miedo, tal vez el más propicio y afectuoso de los dones divinos? (…) Pero si algún día alguien, esgrimiendo la palabra del filósofo, elevase el arte de la risa al rango de arma sutil, si la retórica de la convicción es reemplazada por la retórica de la irrisión, si la tópica de la construcción paciente y salvadora de las imágenes de la redención es reemplazada por la tópica de la destrucción impaciente y del desbarajuste de todas las imágenes más santas y venerables… ¡Oh, ese día también tú, Guillermo, y todo tu saber, quedaríais destruidos! -¿Por qué? Yo lucharía. Mi ingenio contra el ingenio del otro. Sería un mundo mejor que este donde el fuego y el hierro candente de Bernardo Gui humillan al fuego y al hierro candente de Dulcino. (…) El diablo no es el príncipe de la materia, el diablo es la arrogancia del espíritu, la fe sin sonrisa, la verdad jamás tocada por la duda. El diablo es sombrío porque sabe adonde va, y siempre va hacia el sitio del que procede. Eres el diablo, y como el diablo vives en las tinieblas. (…) -Tu eres peor que el diablo, franciscano- dijo entonces Jorge. –Eres un juglar, como el santo que os ha parido. Eres como tu Francisco, que de toto corpore facerat linguam, que pronunciaba sermones dando espectáculos como los saltimbanquis, que confundía al avaro dándole monedas de oro, (…) que se disfrazaba de vagabundo para confundir a los frailes glotones, que se echaba desnudo sobre la nieve, que hablaba con los animales y las plantas, que transformaba el propio misterio de la Navidad en espectáculo de aldea, que invocaba al cordero de Belén imitando el balido de la oveja… ¡Buena escuela!”

 Umberto Eco El Nombre de la rosa Editorial Lumen S.A. Barcelona 1988, pág. 447/450







“En aquel entonces había sido un jesuita quien había hecho rodar la piedra, al preguntar si era digno de veneración el santo prepucio que se guardaba como reliquia en un convento, pues a fin de cuentas había sido el evangelista san Lucas quien había dado a conocer al mundo que Jesucristo había sido circuncidado al octavo día de su nacimiento y que su prepucio había sido conservado en aceite de nardo. Pero la discusión en el seno del Santo Oficio tuvo consecuencias imprevisibles. No fue sólo el hecho de que empezasen a aparecer prepucios en muy distintos lugares, sino que también aquel excelso gremio se vio confrontado con preguntas como la de si Nuestro Señor Jesucristo, al resucitar y subir al cielo, no se habría llevado consigo sus partes impuras. Sus honorables eminencias se dedicaron a discutir aquel problema con tal ardor y virulencia, que hasta se vio obligada a tomar cartas en el asunto la que en aquel entonces se llamaba Comisión papal para la exégesis del derecho canónico, institución ésta que sólo pudo resolver a medias aquel problema, al decretar expresamente que concedía al sagrado prepucio el rango de reliquia, ya que, según el canon 1281, párrafo segundo, sólo podrían considerarse como reliquias aquellas partes del cuerpo que hubiesen sufrido también el martirio. En aquel entonces el Santo Oficio tan sólo supo encontrar una única salida al dilema: condenar con la excomunión speciali modo cualquier tipo de discusión, bien fuese oral o escrita, sobre el santo prepucio.” 

 Philipp Vandenberg, La Conjura Sixtina Grupo Editorial Planeta SAIC/ Booket Buenos Aires, 2006 Pág. 67/68







“En 1517 el Padre Bartolomé de las Casas tuvo mucha lástima de los indios que se extenuaban en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas, y propuso al emperador Carlos V la importación de negros, que se extenuaran en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas. A esa curiosa variación de un filántropo debemos infinitos hechos: los blues… el éxito logrado en Paris por el pintor doctor oriental Don Pedro Figari, (…) el tamaño mitológico de Abraham Lincoln, (…) la gracia de la señorita de Tal, el moreno que asesinó Martin Fierro, la deplorable rumba El Manisero, (…) la cruz y la serpiente en Haití, la sangre de las cabezas degolladas por el machete del papaloi, la habanera madre del tango, el candombe. Además: la culpable y magnífica existencia del atroz redentor Lazarus Morell.” 


 Jorge Luis Borges, Historia Universal de la Infamia – El atroz redentor Lazarus Morell Emecé Editores S.A. Buenos aires 1954 pág 17/18







“Amistad de borrachera se llama ésta/ Amistad de borrachera se llamará/ Hasta que dure la resaca seré tu hermano/ Si te he visto no me acuerdo en la sobriedad/ No es bueno que nadie esté solo ni mal acompañado/ Y creo que en estos dos minutos ya hemos conectado/ También siento que un lazo fraternal nos ha ido “enfraternando”/ Será una amistad hasta el final o hasta que llegues al baño.” 

 Kevin Johansen + The Nada Amistad de borrachera del Álbum Logo





sábado, 22 de diciembre de 2012




     Oficialmente ingresamos al solsticio de verano y yo entro en la etapa álgida de mi jolgorio navideño. Es gracioso que siendo la única agnóstica confesa y practicante de mi entorno soy la única que vive estas festividades con auténtico optimismo y buena voluntad para con todo el mundo. Adoro el colorinche y los brillitos y adhiero a todos los íconos y fetiches (salvo el pesebre, que es lo único que no he permitido colarse en mi casa). Arbolito, bolas y muérdago, Papá Noel y los renos de Santa Claus, cascabeles, velas, cintas y pompones, falsa nieve, guirnaldas y lucecitas intermitentes. Soy afecta a decorar la mesa aun cuando no reciba a nadie, y si viene gente es un despilfarro alegórico que, sospecho, agobia un poco a las visitas.






     Pero estoy segura que más que mi exceso decorativo lo que se torna insoportable en mí es la evidencia de que realmente la estoy pasando bien. Es políticamente correcto fastidiarse de las fiestas de fin de año, considerarlas un mero recurso comercial, una invasión cultural extranjerizante (la seudo faraona proclamó por decreto que nos gustan más los Reyes Magos que Papá Noel), y que en realidad todos preferirían tratar el asunto como un día más solos es sus casas. Que siempre son para peleas las reuniones familiares, que uno la pasa con gente que no soporta, que se come demasiado un montón de porquerías que siempre caen mal y que, ¡para colmo!, después hay que limpiar.






     Será consecuencia directa de mi temperamento huraño y mi solitaria existencia habitual que el juntarme con gente un par de días al año me vaya muy bien y que no llegue a molestarme particularmente nadie. Que tomo la reunión como lo que es: una reunión social, que la cortesía y la cordialidad es una obligación normal de una persona bien educada y que ya que el amontonamiento me es algo excepcional en estas fechas lo acepto gustosa y propensa al disfrute.






-No mientas- se mete una de mis voces. Si se supone que esto lo escribís para vos misma al menos sé honesta. Reconocé que sos sádica. Que lo que te complace es ver el disgusto en todos los demás, sobre todo en esas personas que no pueden criticarte nada porque tus alardes de anfitriona perfecta los apabullan tanto que ni pueden respirar. Saben que los odias pero no les das chance de que pesquen evidencia que lo corrobore para poder acusarte con pruebas después. Los torturas abiertamente, no les das margen de escape y contemplas satisfecha sus elocuentes expresiones de dolor. Eso es lo que te gusta de las fiestas. No. Nada que ver. Odiar a alguien es un exceso de energía que jamás desperdiciaría en quien no vale la pena. 
-Los pone en la obligación de soportar su estúpida alegría- comenta la voz de anteojos, la que sospecho también odia la Navidad. No me habla a mi, obviamente, sino que me analiza con las otras, ignorándome por insignificante. – Y a nadie le agrada la alegría ajena. Máxime cuando te obligan a aguantar esa tonelada de cliches de las que hace gala, tanto papá Noel, tanto renito, tanta pelotudés. Te decora todo, desde la mesa hasta el baño, y vos terminás con brillantina en la cabeza. ¿Cómo conservar la dignidad del gesto de reprobación permanente a las tradiciones de la masa en ese contexto? No podés ser superior cuando te emborracha con clericot y te pone una serpentina de bufanda. Insufrible. Vulgarmente cursi. Una ofensa al mínimo buen gusto.

     Infamia. El baño no lo decoro. El poner una toalla roja no es más que ser alegórico. Y los jaboncitos colorado y verde con un pequeño brillito son una monada, pero se pueden usar. Y no se te pega la brillantina a menos que te los pases para el pelo, lo que supongo que nadie sobrio hace. 
-Es un poco densa- dice conciliadora la voz rubia. Y da un poco de calor tanto gorro y tanta bufanda que cuelgan por todos lados cuando uno apenas soporta el clima en ropa interior. Y de verdad la profusión de botas me hacen doler los pies de solo pensar en ellas con treinta y cinco grados de calor. Pero en conjunto tanto color y tanto alcohol no es mala manera de atravesar una tradición social un poco deprimente. 
-Lo que molesta es su buen humor-insiste la de anteojos-. ¡Nadie normal de más de cinco años es feliz en Navidad! Uno bebe abundantemente sólo para pasar de largo estas dos semanas y arrancar enero en la nebulosa del olvido. ¡Ella no tiene derecho a perpetuarte el sufrimiento con las fotos del evento en marquitos de paño lenci con gorritos y barras de caramelo! Ella es peor que la Inquisición. 

      Es probable que, como siempre, mis voces tengan algo de razón. Sé que no a todo el mundo le divierte como a mi estas fechas, que están aguantando la respiración hasta que pasen. Pero yo me divierto y es -¡nadie lo puede negar!- una diversión inofensiva. No he sabido de nadie que haya muerto por exceso de espíritu navideño. Todavía.



martes, 18 de diciembre de 2012




"Satanás/ Es un capo llevando el compás,/ Infiltrado en el supermercado/ De la Navidad."

 Serrat & Sabina Canción de Navidad del Álbum La Orquesta del Titanic






     Para alguien como yo, que adora la parafernalia navideña (mucho color, brillitos por todos lados, exceso kitsch sin pudor ni verguenza), la luxación de mi rótula se ha convertido en un Scrooge inconmovible que me amarga los planes. Mi forzada inmovilidad me ha impedido materialmente mi habitual jolgorio navideño, el que el año pasado se condensó en comprar bolas de espejitos de colores (¿espejitos de colores?, será mi inconciente que delata la herencia de cierta afición –se dice- que tenían mis ancestros en la época de Colón) que luego desarmé para usar esos trocitos de espejo en la intervención de cajas y otros objetos utilitarios.










     Hoy con mi renguera a cuestas, lidiando con kinesiólogos y entrenadores que poseen el absurdo afán de compatibilizar un riguroso entrenamiento gimnástico con mi natural esencia de ballena varada en la playa, siendo cobardemente incapaz de andar sola por la calle, me he perdido de la histeria colectiva y de mi tradicional espíritu navideño. No he podido comprar chucherías para expandirme como una mancha de aceite por todo mi entorno.






     Obviamente estoy más cerca del festejo tribal del solsticio de verano que de venerar el pesebre. Las dos últimas semanas de diciembre son -a mi criterio- la celebración lógica de la cosecha de todo un año, donde justificamos nuestros pecados de workaholic comprando bonitos e inútiles regalos para nuestros afectos. En eso aplicamos nuestro tiempo en los últimos doce meses: en conseguir el dinero para este montoncitos de objetos envueltos primorosamente en papelitos brillantes y moños de color. La abundancia de la cosecha la simbolizamos (o la invocamos para delante) con comida, mucha comida, excesiva comida. Los rojos de un merlot, los violetas de un syrah, los dorados de la champaña, el verde de la lechuga que pretende aligerar nuestro canibalismo primordial que se desboca frente al asado y al lechón a las brasas. 

      Y todos esos platos de otras culturas (más frías que la nuestra) que igual comemos porque somos los descendientes de los barcos. Todo viene bien, mixtura indigesta pero mixtura sanguínea a la que propendemos sin darnos cuenta: todos tenemos abuelos de España e Italia, algún polaco, quien no dice un ruso, judíos sefaradís o ezkenazi, alemanes, armenios y galeses. Y gente de por acá nomás, de la América que nos rodea, y seguimos adhiriendo a la comida, a la tradición y a las celebraciones ajenas para seguir mestizándonos y festejando, porque se trata simplemente de eso: festejar. Festejar quienes somos, donde estamos y por un año bueno (o no) y porque el próximo sea mejor. 


“Somos todo el pasado, somos nuestra sangre, somos la gente que hemos visto morir, somos los libros que nos han mejorado, somos gratamente los otros” 

 Jorge Luis Borges, Epílogo a sus Obras Completas.






     Y después llega enero. Ese mes que es “el mes” de las vacaciones aunque no nos las tomemos en ese mes. Enero es el verano. Buenos Aires sin gente, Buenos Aires sin tráfico, Buenos Aires somnolienta y calurosa, estática y esplendorosa. Viniendo del sur bajar el Puente Pueyrredón y ver extenderse la 9 de Julio –ahí sí la más ancha del mundo- por delante nuestro, vacía, plana y sin final a la vista, pretendiéndose infinita, reflejando el sol en asfalto plateado bordeada de sus palos borrachos; y allá lejos el Obelisco augurando una Avenida Corrientes tranquila, llena de teatros y de librerías para revolver, con bares y restaurantes de mesas disponibles sin espera.    Es la postal del verano que más me identifica. Baires para mi sola.



domingo, 16 de diciembre de 2012

MUSEO






“Maldito sea el día en que la curia romana decidió ordenar la restauración de la Capilla Sixtina, utilizando para ello los últimos conocimientos científicos. Maldito sea el florentino, malditas todas las artes, maldita la osadía de no expresar las ideas heréticas con el atrevimiento del hereje y confiárselas en cambio a la piedra caliza, la más asquerosa de todas las rocas, pintándola y mezclándola al buon fresco con colores lascivos. El cardenal Joseph Jellinek alzó la mirada a lo alto de la bóveda, contemplando el lugar donde colgaba un andamiaje cubierto por toldos; todavía podía divisarse a duras penas el cuerpo de Adán señalado por el índice del Creador. Como si se sintiese atemorizado por la diestra poderosa de Dios, el rostro del cardenal se contrajo con un temblor perceptible, que le sacudió la tez varias veces a intervalos irregulares; pues allá arriba, envuelto en rojas vestiduras, se cernía un Dios que nada tenía de clemente, se alzaba un Creador robusto y hermoso, de fuerte musculatura, digna de un gladiador, esparciendo vida a su alrededor. Allí el verbo se había convertido en carne. Desde los tiempos aciagos de Julio II, aquel pontífice de exquisito gusto artístico, ningún papa encontró placer alguno en las pinturas orgiásticas de Michelangelo Buonarroti, cuya postura ante la fe cristiana- y esto fue ya un secreto a voces durante su vida- se caracterizó por la incredulidad, sumándose a esto además el hecho de que componía las imágenes que le dictaba su fantasía, entresacándolas de una mezcolanza extravagante de tradiciones transmitidas por el Antiguo Testamento o que se remontaban a la antigüedad griega, quizá también con elementos incluso de un pasado romano idealizado, lo que para entonces era considerado, llana y simplemente, pecaminoso. El papa Julio II, según se cuenta, se hincó de rodillas y se puso a orar cuando el artista le descubrió por vez primera el fresco de aquel Juez despiadado, ante el que temblaban tanto el bien como el mal, atemorizados por el poder infinito de su sentencia, y se dice también que en cuanto se repuso el pontífice de su ataque de humildad, se enzarzó con Miguel Ángel en violenta disputa en torno al carácter extraño y enigmático, así como a la desnudez de esa representación. Desconcertada por ese simbolismo inescrutable, plagado de insinuaciones y de alusiones neoplatónicas, la curia no encontró más camino que censurar esa aglomeración de carne humana, desnuda y bien rellena; es más, exigió su destrucción, y por encima de todas esas voces de condena se alzó la de Biagio da Cesena, maestro de ceremonias del papa, quién creyó reconocerse en Minos, el juez de los infiernos; tan sólo el veto indignado que opusieron los artistas más significados de Roma impidió que fuesen raspadas las escenas de El Juicio Final. (…) Debida a la mano de Miguel Ángel tan sólo había una representación de Cristo en la bóveda de la Capilla Sixtina, la del Hijo del Hombre en El Juicio Final. (…) ¿Era acaso el Redentor resucitado ese titán musculoso, cuya diestra alzada podría haber derribado de un golpe a cualquier gigante como Goliat, era aquél el Cristo de las enseñanzas y predicaciones de la Iglesia? ¿Era ese héroe homérico la imagen y semejanza de aquel hombre que en el sermón de la Montaña supo encontrar las siguientes palabras de consuelo?: ´Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán hartos. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.` Muchos siglos antes de Miguel Ángel y muchas generaciones después, Nuestro señor Jesucristo había sido representado en la dulzura y la clemencia, con una figura excelsa, intemporal, de aspecto venerable, barbudo y santo. Pero ni siquiera la sedosa luz artificial podía otorgar a ese Cristo –el cardenal se detuvo ante el primer peldaño de la escalerilla que conducía al altar- la más lejana apariencia de un Dios misericordioso, sino todo lo contrario, pues aquel ser miraba con expresión iracunda desde las alturas, con gesto severo, al tiempo que rehuía los ojos de todo aquel que alzase la vista hacia él, presentándose en toda su pujante majestuosidad, rebosante en poderosos músculos, desnudo y hermoso como una deidad griega. Tan sólo su bello aspecto exterior revelaba la divinidad, denotaba la presencia de un Júpiter Tonante, de un Hércules omnipotente, de un Apolo sutil y zalamero… ¿de un Apolo? ¿No presentaba acaso ese Jesucristo un parecido sorprendente con el Apolo de Belvedere, con aquella divinidad de la antigüedad, esculpida en mármol, que otrora, fundida en bronce, había animado con su augusta presencia el ágora ateniense, y que después, por sendas aún desconocidas, encontró el camino para llegar a Roma, antes de que el papa Julio II mandase emplazar la estatua en el patio del pabellón de Belvedere? ¿Jesús convertido en Apolo? ¿Qué clase de travesura impía había puesto en escena Michelangelo Buonarroti?” 

 Philipp Vandenberg, La Conjura Sixtina Grupo Editorial Planeta SAIC/ Booket Buenos Aires, 2006 Pág. 17/18 - 49/50






“No había escapatoria posible. Jamás podría llegar a ser ni siquiera parte del escultor que pretendía ser, si no se preparaba debidamente por medio de la disección, si no estudiaba todos los componentes del cuerpo humano y la función exacta que cada uno de ellos cumplía y cómo alcanzaban sus fines, las interrelaciones que existían entre todas las partes: huesos, sangre, cerebro, músculos, tendones, piel, órganos, intestinos. Las estatuas completas, capaces de ser observadas desde todos los ángulos, tenían que ser eso, completas. Un escultor no podría crear movimientos sin percibir primero su causa; no podría reproducir una tensión, un conflicto, un drama, un esfuerzo o potencia, a no ser que viese todas las fibras y sustancias que originaban esa potencia y ese impulso en movimiento dentro del cuerpo. En una palabra: ¡tenía que aprender anatomía! Pero ¿cómo? (…) El problema no se apartaba un solo instante de su mente. ¿Dónde podría encontrar cadáveres disponibles? Los muertos de las familias ricas eran sepultados en las tumbas familiares; los de las familias de clase media se veían sometidos siempre a los ritos religiosos… ¿Qué cadáveres no tenían a nadie que los reclamase? Únicamente lo de los muy pobres, los que morían sin familia, los mendigos que llenaban los caminos de Italia. Ésos eran llevados a hospitales cuando estaban enfermos. ¿A qué hospitales? A los que pertenecían a las iglesias, donde las camas eran gratuitas. (…) ¡Santo Spirito! Santo Spirito, donde conocía, no solamente al prior sino todos los corredores, la biblioteca, los jardines, el hospital y los claustros. ¿Podría pedirle al prior Bichiellini los cadáveres que nadie reclamase? (…) Llegó al monasterio alrededor de la medianoche. (…) Ante la de la morgue se quedó rígido un instante. Luego insertó la lleve e hizo un lento movimiento hacia la derecha y enseguida hacia la izquierda. Sintió que la pestaña de la cerradura corría. Un instante después había abierto la puerta, se deslizó silenciosamente en la habitación y cerró con llave. En aquel momento, no sabía si le sería posible armarse del valor suficiente para realizar la tarea que tenía ante él. (…) En el centro de la habitación, sobre angostos tablones montados en caballetes de madera y envuelto de pies a cabeza en una sábana, había un cadáver. Miguel Ángel se quedó recostado contra la puerta. (…) Era la primera vez en su vida que se encontraba solo con un muerto en una habitación cerrada y a punto de cometer un acto sacrílego. Sentía un miedo enorme como jamás lo había experimentado en su vida. ¿Quién era la persona que se encontraba allí, tapada completamente por la sábana? ¿Qué encontraría cuando le sacase aquel blanco sudario? Pero reaccionó, mientras se preguntaba: “¿Qué tontería es esta? ¿Qué diferencia puede significar para el muerto todo cuanto le haga? Su cuerpo no va al reino de los cielos, sino su alma. Y yo no tengo la intención de disecar el alma de este pobre hombre.” Algo más tranquilo con aquellos pensamientos, dejó la bolsa en el suelo y buscó un lugar donde colocar la vela. Aquello era de suma importancia para él, no sólo como luz para ver lo que hacía sino como reloj. Porque tenía que estar fuera de la morgue antes de las tres de la madrugada, cuando los monjes que trabajaban en los grandes hornos de panadería del monasterio, en la esquina de la Via Sant´Agostino con la Piazza Santo Spirito, se levantaban para elaborar el pan del día… (…) Pasó mucho tiempo antes de que le fuera posible recoger el cuchillo del suelo, recordar cuanto había leído sobre el cuerpo humano y las ilustraciones que había visto sobre el mismo. Se inclinó sobre el cadáver, helado él también y respirando agitadamente. Luego bajó el cuchillo y practicó su primera incisión, desde el hueso del pecho hasta el empeine. Pero no había ejercido suficiente presión. La piel era sorprendentemente dura. Repitió la operación. Ahora puso más fuerza en su mano y encontró que las sustancia bajo la piel era blanda. La piel se abrió unos cinco centímetros. Se preguntó: “¿Dónde estará la sangre?”, porque ésta no corría. Sintió que se acrecentaba aquella impresión de frio y muerte. Y vio la grasa, blanda, de un color amarillo intenso. (…) Hizo un tajo más profundo para llegar a los músculos, que eran de un color distinto a la piel y la grasa, así como más difíciles de cortar. (…) Sujetó la bolsa de lona bajo un pie del cadáver y colocó la vela a la altura del cuerpo. Todos sus sentidos parecieron despertar de pronto. Los intestinos, que ahora comenzaba a manipular, eran blandos, resbaladizos, movibles. Sintió una aguda punzada en los suyos, como si fueran ellos los apretados en sus manos. Tomó aquella masa, dividiéndola en partes y separándolas para poder mirar mejor. Vio una especie de culebra color gris pálido, transparente, larga, que se enroscaba en numerosas vueltas. Tenía un aspecto superficial de madreperla y brillaba porque estaba ligeramente húmeda, llena de algo que se movió y vació al tocarlo. Su sensación inicial de repugnancia se trocó en excitación. Tomó el cuchillo y comenzó a cortar hacia arriba, desde el extremo inferior de la caja torácica. El cuchillo no era lo bastante fuerte. Probó con la tijera, pero carecía de ángulo a lo largo de las costillas y tuvo que atacarlas una a una. Los huesos eran duros. Era como cortar alambre. De pronto la luz de la vela comenzó a vacilar. ¡Tres horas ya! (…) Puso la bolsa de lona y la vela en el suelo y recogió el sudario del rincón donde lo había colocado. El proceso de envolver el cadáver fue muchísimo más difícil, porque ya no podía ponerlo de costado puesto que todas las vísceras se habrían desparramado por el suelo. (…) Al día siguiente estuvo con fiebre. (…) No podía desprenderse de aquel olor a muerto. (…) A eso de las once de la noche se levantó, se vistió y se fue hacia Santo Spirito; caminaba con cierta dificultad, pues sus piernas se negaban a sostenerlo. No había ningún cadáver en la morgue. Tampoco encontró ninguno la noche siguiente. Pero a la tercera había uno envuelto en su sudario blanco, sobre los tablones…” 

 Irving Stone, La Agonía y el Éxtasis, Emece Editores SA –Diario El País, Madrid 2005 pág 171/180






“El lunes 6 de marzo de 1474, a las cuatro de la madrugada, nació en el castillo de Caprese, emplazado en el territorio de Arezzo, un niño de sexo masculino que recibió en la pila bautismal el nombre de Miguel Ángel. (…) El padre de ese niño que acababa de nacer se llamaba Ludovico de Leonardo de los Buonarroti, podestà de Chiusi y de Caprese, y descendía de los condes de Canosa, una de las antiguas familias de Toscaza. (…) …El buen podestà soñaba para su primogénito un porvenir más brillante, una carrera más ambiciosa, más ilustre: lo destinaba a sucederlo en los empleos civiles. Algún día, su pequeño Miguel Ángel sería podestà, secretario, embajador, quizá gonfaloniere, ¡tan lejos estaba de pensar que acababa de introducir en su familia a un albañil!... como dijera después en su vana cólera. (…) Parece un instinto de los padres ese impulso de forzar a sus hijos a seguir, precisamente, la carrera por la que menos gusto y disposiciones tienen: sed poeta, como Ovidio o Tetrarca, y os quemarán los sesos con el derecho romano a los decretales; sed artista, como Miguel Ángel o Cellini, y os forzarán a aprender el griego o a tocar la flauta. (…) El padre de Buonarroti, con toda su autoridad de podestà, no ofreció sino corta resistencia; aunque también es cierto que no tenía que habérselas con otro menos testarudo que él; pero, después de todo, el pobre hombre no carece de excusas. Todos los niños comienzan por hacer dibujitos al carbón, pero no todos los niños llegan a ser Miguel Ángel. Cuando comprendió que la fatalidad había tomado injerencia y que su desdichado hijo prefería decididamente la brocha al libro y la cuchara a la pluma, resignóse; sin duda con dolor, con malhumor y con algunos arrebatos, pero resignóse. (…) Julio II ascendió al trono de San Pedro. Era un hombre de grandes ambiciones, de carácter de hierro, altivo, inflexible, imperioso, ávido de dominio, impetuoso en su cólera, terrible en sus órdenes, sordo a las respuestas y capaz de aplastar bajo su pie cuanto se opusiera a sus deseos. Un solo trazo pintará al hombre. Cuando el Papa encomendó a Miguel Ángel que hiciera su retrato, dictó su orden en los siguientes términos: -Vas- le dijo a su escultor –a fundirme en bronce una estatua colosal que ubicarás frente al portal de San Petronio; aquí tienes tres mil ducados a cuenta. Cuando tengas necesidad de dinero dirígete directamente a mi. Haz rápidamente tu modelo y trata que él sea digno, al mismo tiempo, de Julio II y de Miguel Ángel. -Tengo pensado mi dibujo- respondió Miguel Ángel -. Vuestra Santidad, con su mano derecha impartirá la bendición, como corresponde, y en su mano izquierda colocaré un libro. -¡Un libro! ¡Un libro!- interrumpió Julio II enfurecido-. ¡Un espada! Por san Pablo, la verdad es que yo nada entiendo de vuestros libros, en cambio la espada es otra cosa y sobre esto desafío a los más hábiles. Pocos días después, yendo al taller del artista para ver cómo adelantaba la obra, dijo sonriéndose: -Todo eso está muy bien pero dime, ¿esa estatua imparte la bendición o la maldición? -Amenaza al pueblo, si éste no se comporta con prudencia- respondió Miguel Ángel. El pueblo no fue prudente y, en efecto, en 1511 destrozó la estatua del Papa. (…) Miguel Ángel, que vivía por costumbre en el más completo aislamiento, ignorando cuanto acababa de suceder en la corte… fue al Vaticano para pedir dinero… Le respondieron que Su Santidad no estaba visible. (…) -Está bien- respondió entonces el artista, indignado-, cuando el Papa mande por mí, le diréis que yo tampoco estoy. Una hora más tarde marchábase a Florencia. Pero Julio II no era hombre de dejar escapar de sus manos a un artista que consideraba como de su pertenencia. Al conocer la respuesta y la fuga de Miguel Ángel, la cólera del Papa hizo explosión. Cinco correos, unos tras otro, partieron al galope para traer al fugitivo. Viendo que los ruegos no surtían efecto alguno, los mensajeros de Julio II pretendieron emplear la fuerza; pero Miguel Ángel saltó sobre sus armas, gritándoles con terrible voz: “¡Si os atrevéis a tocarme, os mato!” Los mensajeros, intimidados, dejaron que Miguel Ángel prosiguiera su camino. El furor del Papa ya no conoció límites. Amenazó asolar a Florencia a sangre y fuego si no le devolvía a su escultor. Soderini recibió tres breves en tres días; el primero prometiendo la amnistía y el perdón del artista; el segundo declarando la guerra a la república; el tercero anunciaba que si Miguel Ángel no se encaminaba a Roma en el plazo de veinticuatro horas, todos los florentinos serían excomulgados. -Te has propuesto perdernos a todos- decía el pobre gonfaloniere temblando de miedo. -¡Ah, ah!- replicaba Miguel Ángel-. ¡Eso le enseñará a prohibirme la entrada! -Pero es que no puedo guardarte aquí, desgraciado. -Bueno, me iré, entonces, a lo del Gran Turco. -¿A lo del Gran Turco? -Sí, estoy seguro que me tratará mejor que el Papa. Por otra parte, tiene deseos de tender un puente desde Constantinopla a Pera y me ha hecho llegar algunas propuestas. -Vete al diablo, si quieres; pero descárgame de la cólera del Papa. Mientras tanto, Julio II, cumpliendo su palabra, avanzaba a la cabeza de un ejército. Había tomado Bolonia y demostraba gran alegría por su victoria. Miguel Ángel, cambiando de pronto de idea, penetró en la ciudad conquistada y se presentó al Papa. Julio II estaba sentado a la mesa en el palacio de los Diez y seis, donde se alojaba provisionalmente, cuando le anunciaron la llegada del escultor. Hizo señas de que lo introdujeran y no pudiendo ya contener su cólera al ver al rebelde, exclamó con voz alterada: -¡Debías venir a nosotros y has esperado que nosotros viniéramos a ti! Miguel Ángel había flexionado una rodilla, pero no obstante esta actitud de sumisión y respeto, se leía en su semblante más orgullo que arrepentimiento; sombrío, mudo, el entrecejo fruncido, parecía decir al Papa: Non homini sed Petro. Todos los testigos de esa escena temblaban por el pobre escultor, pues la impetuosidad del Papa era harto conocida y nadie osaba tomar la palabra. Solamente el cardenal Soderini, digno hermano del gonfaloniere, queriendo conjurar la tormenta, comenzó a presentar las excusas del artista. -Santo Padre, perdonad a este hombre, pues no sabía lo que hacía. Los artistas, si los retiráis de su arte, son así… Si ha pecado ha sido por torpeza, por ignorancia. Julio II ya no pudo contenerse por más tiempo y golpeando con su bastón al cardenal, gritó con voz de trueno: -¡Cómo, infeliz! ¿Te atreves a injuriar a mi escultor? ¡Tú eres el ignorante y el pecador; sal de mi presencia! Y como el pobre prelado, completamente confuso, permanecía allí, inmovilizado por el asombro y el miedo, ordenó exasperado: -Arrojadme a ese indiscreto por la ventana. Los lacayos cumplieron con la ingrata tarea de arrojar a Su Eminencia de la estancia. Como puede apreciarse, los Sorderini carecían de suerte. Esa misma noche Julio II y Miguel Ángel eran los mejores amigos del mundo. Ambos hombres se entendían a las mil maravillas.” 

Alejandro Dumas Pintores del Renacimiento, Editorial Claridad SA Buenos Aires 2008, pág. 9/31







viernes, 14 de diciembre de 2012

   

     Finalmente sacamos un par de obras a pasear. Tras tanto rechazo (obviamente, expresados con la sutileza propia de los curadores, galeristas o art-dealer del caso de “ya está cerrada la convocatoria”, “no es el perfil de la galería”, “momentáneamente no estamos trabajando con artistas nuevos”), pude incluir dos de mis chicas de Plagiaria en una exhibición. 

      Pero para no contradecir la tradición de que en su tierra nadie profetiza, no es en Buenos Aires donde me entreabrieron una puerta sino que será del otro lado del charco donde después de tanto tiempo vuelvo a mostrar mi trabajo. Será en el Hotel-Casino Conrad de Punta del Este, Uruguay, en el evento Arte Punta 2013 Feria Internacional de Arte Contemporáneo, del 10 al 14 de enero de 2013. Allá irán Versión libre y cartográfica de una Odalisca de Ingres







Y Versión libre y cartográfica de una Odalisca de Fortuny








Estas dos mixturas (grafito, lapiceras de gel, algo de óleo) están hechas sobre paspartout (cartón con relieve que se usa de contramarco para las obras en papel con vidrio). Eran dos pedazos de cartón que había quedado de cuando enmarque made in house dos chicas de la serie Fantasias de una Muñeca Inflable, mis Chicas Domésticas: Alimento Masculino







y Gratitud






     Durante más de tres o cuatro años esos cartones dieron vueltas por mi taller, propendiendo al cesto de basura, hasta que repentinamente lucieron ante mis ojos como soportes interesantes para jugar con mis mapas. El cartón fucsia me resultó uno de los desafíos más atractivo de los últimos años: durante casi seis meses trabajé con óleo blanco la base de la piel de la odalisca de Fortuny los días miércoles, y ya para el fin de semana la piel estaba de un rosa chillón impropio y ridículo. Los lunes, al salir hacia mi trabajo civil, me detenía casi religiosamente a observarla críticamente cinco minutos, me hacía cargo de su realidad, maldecía violentamente el fucsia rebelde que no se sometía a mi decisión de ser deliciosa piel pálida, y vuelta las tardes de los miércoles a abundar óleo blanco en mi paleta para matar ese pigmento impertinente y desafiante. 

      Al final, como se ve, gané yo. Es oficial: soy más terca que el fucsia


      Adoro esos dos cuadritos, que caprichosamente están enmarcados de un modo suntuoso y caro como resarcimiento poético a esos dos cartones que tendrían que haber ido a la basura. Más allá del valor artístico que desde afuera pueda dárseles, creo que nadie puede discutirme que montados en sus lindos marcos y con sus vidrios resplandecientes son dos obritas elegantes y coloridas que te obligan a mirarlas dos veces. 

   “¿Qué significan?” Puro y contundente placer. Mi total disfrute lúdico al hacerlas con la clara motivación de generar aunque sea un 1% de ese placer a quien se detenga unos segundos a verlas.









martes, 11 de diciembre de 2012




OTRA DIGRESION INTIMA ¿Qué hacer con el apabullante sentimiento del ridículo que nos embarga cuando la buena educación nos hace condescender con todo? Está muy bien respetar a rajatabla la totalidad de las creencias ajenas. Es puntal fundamental de la convivencia y de la amplitud de mente de una persona instruida. En nuestra arrogante convicción de haber sido favorecida con una natural tendencia a la intelectualidad (¡ja!), aceptamos con cortesía todo comentario de aliento venga del credo que venga sin tomarlo demasiado en serio.






     Así recibimos confirmaciones por mensajito de texto de que una de las brujas ya destrabó el hechizo que nos “ata los pies”, mientras telefónicamente nos consuelan piadosamente con la promesa de “ponernos en cadena de oración”. A ambos decimos “gracias” y nos comportamos como si creyéramos en lo mismo, que no vamos a ponernos a discutir con quien, con autentica buena voluntad, nos trata de ayudar. Después vendrá otra "creyente" (vaya uno a saber en qué) con una compleja explicación de la intervención de los santos y una especie de ritual que debe cumplirse durante “la novena de la Virgen” (entiendo que esto involucra al rosario), mientras el brujo de otro nos avisa de poner una estatua del Arcángel Miguel mirando para la puerta. Ya no solo debo averiguar donde se compran las velas negras sino donde se venden arcángeles. Y como hacer para diferenciar a San Miguel de otros entes alados (que simplemente creerle al vendedor santero no me parece suficiente cuando se trata de mi pierna inmóvil). Alguien más opina que tengo que hacer lo que le dijo una vez un pai umbanda cuando algo parecido le pasó: hay que escribir el nombre de la persona que pidió el trabajo en nuestra contra (¡como si yo supiera! Por favor: como si existiera esa persona y si existiera la posibilidad de hacer un “trabajo”), untarlo con miel y enterrarlo en un hormiguero. (Otro ítem para la investigación: donde hallar hormigueros disponibles en la Ciudad de Buenos Aires). Otro me sugirió ponerme paños embebidos en vinagre helado sobre la rodilla (esto no se si es para algún resultado mágico o solo para desinflamar).






     Mi yo racional se concentra en las consultas médicas con renombrados especialistas en la materia, donde científicamente me informan que ya voy a mejorar (tal vez) y que siga con la kinesiología y los ejercicios de recuperación. Que va a llevar tiempo (¿cuánto?) y si no mejoro –lo que se ve que es una opción también-, evaluaremos la necesidad de una cirugía (o sea que la medicina es prueba y error, como todo en esta vida). Mi yo impaciente -luego de maldecir desde el bisabuelo hasta los nietos del médico que con tan certero diagnóstico y pronóstico me despacha tras una consulta de cuatro minutos después de una espera de dos horas (¡y teniendo turno previo obtenido dos semanas antes!)- decide que tal vez probar métodos alternativos no sea tan mala idea. ¿Flores de Bach? ¿Acupuntura? ¿El poder de las runas?






     Y mi yo pacífico propende a la paz, y se consuela con el hecho de poder subir, aunque lento, la escalera y tener cierto acceso a mi biblioteca. No sé como de la nada acabé con una rodilla destrozada y una pierna inmóvil. No sé como sale uno de esta especie de pesadilla irracional donde todo el mundo me da concejos y explicaciones absurdas. Todo se me puso patas para arriba y no logro volver a enfocar la realidad de modo que la entienda. Empiezo a sentirme como la cucaracha de Kafka.