A veces arranco un trabajo con el pie izquierdo,
sabiendo que ya voy mal aspectada, pero como la esencia del juego creativo es sobreponerse a las
contingencias, sigo.
Ya la pifié
con exceso de fuego cuando empecé a horadar el boceto de un retrato clásico
de Carole Lombard (lánguida, aburrida, siempre hermosa). Quería solo un hueco en la mejilla y le quemé
media cara. Hago malabares pretendiendo
sostener al mismo tiempo el celular para fotografiar, la lámina cerca de la
canilla para el auxilio inmediato del agua, y el encendedor en la derecha intentando
controlar mínimamente el recorrido del fuego.
¿Qué podría salir mal?
Pero el
estropicio de este primer paso ígneo no es muy distinto al habitual, así que lo
adhiero a una lámina dorada. Si, esas
láminas doradas son poco convenientes para las mixturas (demasiado frágiles
como todo material de uso escolar, poco adherentes para la tinta y el
acrílico, se rasgan al mínimo roce del lápiz al bocetar), pero el efecto
final me encanta. Y, además, hay un par
dando vueltas sobre mi tablero y hasta que las use no me puedo desentender de
ellas.
Y ahí se me
ocurrió la (mala) idea de quemar también el soporte dorado para
adherirlo a un tercer papel. Se suponía que
eso me daría la estabilidad necesaria para superponer encima capas de tinta y
pintura. De nuevo, encendedor en una
mano, lámina y celular en la otra, me arrimé a la pileta para intervenir todo el soporte. Me di cuenta
tarde que colocando el encendedor debajo de la lámina esperando el chamuscado
arriba para abrir el hueco con el papel metalizado no iba a funcionar así. El fuego se extendió por debajo del
metalizado antes de abrir la capa superior.
Casi incendio todo (entendiendo por “todo” la obra, mi cabello y la
casa).
El película
metalizada se quemó menos que el papel que la sostenía, volviendo aún más
endeble el materia, frágil como el envoltorio de un chocolatín. Pegué todo sobre papel batik anaranjado en un
intento de estabilizar, tan abrumada por el desastre precedente que lo adherí
ladeado. Una cadena de chapucerías indescriptibles.
Me digo
(ingenuamente optimista) que lo torcido que pegué el diseño puedo corregirlo
dibujando alrededor. Lo intrincado y
recargado de mi trabajo puede servir para disimular tanto tosco fallo. Dibujo un rato, más que nada para calmarme
los nervios. Trato de sacarme de encima la sospecha que mi relación
con el fuego no va a terminar bien.