Hace añares, literalmente en el siglo
pasado, nos enredamos en una discusión que seguimos manteniendo hasta el día de
hoy: cuál es la diferencia, qué es “eso” que determina a un artista real de
quién no lo es. A lo largo de los años
él viene sosteniendo que es el mercado, la debida estrategia publicitaria que
lo posicione en el lugar donde –oficialmente- es denominado “el artista”. Yo continuo con mi teoría de que es algo
interno, algo que se conforma en la obra, en su coherencia, en su natural
posicionamiento en la memoria cultural de un grupo y en un tiempo. Para mí, la
obra dice quién es y quien no es artista.
Él (y parece que el mundo entero
le da la razón) dice que al artista se lo inventa con marketing.
De algún modo esta discusión se convirtió
en una apuesta, en un desafío de posturas ante la realidad. No hace falta que aclare que él va ganando. En este juego hacemos el seguimiento de las
estrellas del mercado, los nombres estridentes, los más cotizados, la
constelación del éxito. Auténticos
millonarios. Y, que decir, en muchos
casos la obra me parece una porquería destinada a la intrascendencia. Claro, acepto, qué les puede importar a ellos
y a todo el sistema aceitado que se enriquece y hace negocios en el
entorno. Pero yo soy terca, sigo
insistiendo en mi postura. Aunque siga
equivocada y destinada al fracaso constante, no voy a dejar de pensar que la
obra es lo único que importa. Se me ríe
en la cara.
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