martes, 23 de julio de 2019










     Hace añares, literalmente en el siglo pasado, nos enredamos en una discusión que seguimos manteniendo hasta el día de hoy: cuál es la diferencia, qué es “eso” que determina a un artista real de quién no lo es.  A lo largo de los años él viene sosteniendo que es el mercado, la debida estrategia publicitaria que lo posicione en el lugar donde –oficialmente- es denominado “el artista”.  Yo continuo con mi teoría de que es algo interno, algo que se conforma en la obra, en su coherencia, en su natural posicionamiento en la memoria cultural de un grupo y en un tiempo. Para mí, la obra dice quién es y quien no es artista.  Él (y parece que el mundo entero le da la razón) dice que al artista se lo inventa con marketing.











    De algún modo esta discusión se convirtió en una apuesta, en un desafío de posturas ante la realidad.  No hace falta que aclare que él va ganando.  En este juego hacemos el seguimiento de las estrellas del mercado, los nombres estridentes, los más cotizados, la constelación del éxito.  Auténticos millonarios.  Y, que decir, en muchos casos la obra me parece una porquería destinada a la intrascendencia.  Claro, acepto, qué les puede importar a ellos y a todo el sistema aceitado que se enriquece y hace negocios en el entorno.  Pero yo soy terca, sigo insistiendo en mi postura.  Aunque siga equivocada y destinada al fracaso constante, no voy a dejar de pensar que la obra es lo único que importa.  Se me ríe en la cara.

















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