“Se trata de contar historias”
asegura con contundencia, pero tengo mis dudas. Recuerdo cuando me decían que
un pintor no debía ser “literal”, si tenía que decir algo que escribiera,
porque las artes visuales eran, necesariamente, “visuales”. Pero en estos tiempos espantosos, donde
pasamos de ser candidatos para que galerías y dealers nos cobren por días y
metros de sus paredes a víctimas propiciatorias de cursos on line, webinars
y encuentros virtuales para enseñarnos como ser artistas, toda regla
aprendida parece destinada al arcón del olvido.
“Deconstruirse”, se dice ahora, y al parecer se trata de
dar por inválido todo lo que hemos sido y convertirnos en la versión insulsa
que autoriza la generación de cristal.
Hay que contar historias, insiste el joven
que se anuncia dueño de todas las verdades necesarias para alcanzar fortuna y gloria
en el panteón de las artes. Contar
cómo, cuándo, por qué. Contar no para mostrar
la obra sino para ingresar al espectador directamente a la trastienda, a la
intimidad del artista. La obra queda -ante
la imposibilidad de encuentro físico derivada de la pandemia- en un plano
secundario, prescindible, a la espera de
mejores tiempos, y se coloca de cara a las pantallas al hacedor con su realidad
cotidiana. Una especie de zoológico
donde el artista es el animalito exótico a observar en su jaula virtual.
No niego que esto sea un poco así desde hace
ya un tiempo. Es más sencillo hoy para
el espectador adentrarse en la intimidad del taller y en el mientras
tanto de la obra internet mediante.
Este blog es prueba de ello desde hace casi 9 años. Pero este juego de compartir convicciones y
dudas del proceso creativo o deschavar las idiosincrasias y rarezas del creador
no quita de foco que lo único importante, lo único destinado a trascender si lo
vale, es la OBRA.
Pero el muchachito que tan alegremente se
proclama en el vivo de Instagram como el mayor gurú del éxito en el mundo del
arte dice que la clave de todo es “saber cómo contar una historia”. Storytelling. Otro cuento para no dormir.
El problema es que muchas veces no hay una
historia, al menos no una estructurada con planteo, nudo y desenlace, como nos
enseñaban en la escuela. Son relatos
erráticos, confusos y contradictorios, un voy y vengo, un avanzo para allá pero
me desvío, retrocedo, y al final me pierdo.
Un no llegar a ningún lado porque desde el inicio no iba a ningún
lugar.
Se empieza como siempre, casi como un
ejercicio de práctica. Un retrato como eje
central, un entrono con clásicos ornamentales.
Angelitos en tinta sólo porque es tan grato trazarlos.
Pero estamos encerrados, con augurios catastróficos
generalizados, y la realidad de que por
estos lados la inoperancia de nuestros gobernantes nos coloca en el peor
escenario imaginable, a merced de todos los males y sin esperanza de
rescate. No hay chance de templanza y
salud mental. Me fastidio, me enojo, le
grito al televisor que hace de música de fondo mientras trabajo. La frustración me gana, y en un berrinche
rompo en dos la lámina sobre la que estoy trabajando. Una historia sin final feliz.
Pero no es el final, porque para calmarme
los nervios me dejo componer una falsa máscara veneciana. Pegar papelitos siempre me sosiega. Cuando
las manos se mueven el cerebro no se desboca.
La máscara está sujeta a un viejo pedazo
de korlok, donde en otros tiempos había estructurado un malogrado amague de
obra. El soporte rígido me permite
adherir los fragmentos del dibujo roto.
La parte superior rebasa el borde del korlok y lo lógico sería
recortarlo. Pero de momento no me parece
una necesidad. Un poco más de cartapesta
a la máscara.
Y aunque perduremos en la técnica
veneciana decido que la versión sea esta vez más cercana al steampunk
victoriano. ¿Por qué? Porque sí. ¿Y qué usamos para esa estética? Juguetitos de plástico de cotillón que
quedaron de una piñata infantil.
Pulseritas, trompos, alguna mini cacerola y sartén a las que les
cortamos los mangos.
A esta altura es un auténtico
cachivache. Pero el color puede hacer
milagros. La historia de mi afición a
los dorados podría ser un resabio ancestral de la búsqueda de El Dorado. O no.
Adherimos papel crepé negro. ¿Por qué?
Porque andaba dando vueltas entre el papelerío de mi tablero (envolvió
una compra en línea, lo guardé porque guardo todo) y pegarlo en la obra es
encontrarle un buen destino. ¿Cuál es
la finalidad? Limpiar un poco mi
tablero.
Continuará...