Intento trabajar pese a esta -excesiva-
disminución de visión. Entre la medicación
que dilata mis pupilas y las persistentes mosquitas que lo enturbian todo y que
me tienen más concentrada en discernir si son reales o no espantando la nada
frente a mi rostro, la precisión de la línea y la nitidez de la forma me son
esquivas. Pero igual intento pintar, porque
no hacerlo me sume en la depresión y entonces el dolor de cabeza es lo único que queda. Combato la realidad apelando al
oficio. Si no veo lo suficiente intuyo
la forma, reemplazo la exactitud por el impacto -tosco- del color. Me embarco en lo confuso como si fuera premeditado
hacer las cosas mal.
Y lejos de lo patético que suena, dibujar
-aun de modo limitado y tinto de resignación- es tan placentero como
siempre. Una vez que abandono la aspiración
a lo exacto y relajo la intensión, el juego domina la acción creativa y el goce
es la única regla a seguir. Nosce te
ipsum. Me conozco y conozco mi
destino, pero en el mientras tanto todavía puedo jugar a jugar.
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