¿Qué sentido tiene perseverar en el camino
cuando alrededor es contundente la sentencia de que no importa lo que hagas
nunca van a permitirte avanzar? Claro,
tiene lógica. El sistema del arte
institucionalizado -o sea, retribuido mensualmente con fondos públicos o
privados- es muy celoso de su status quo, de los beneficios que obtiene
manteniendo el juego restringido a sus reglas y a sus escogidos. Permitir el acceso de cualquier outsider,
cualquiera ajeno a su selecto gueto de pertenencia, implicaría correr el riesgo
de que se marquen diferencias y tal vez se cuestione ese oscuro y dogmático
andamiaje que los sostiene y apuntala su poder.
“La mafia del amor” la llama Rodrigo Cañete, crítico que ha tenido que sufrir múltiples intentos de cancelación por cuestionarlos públicamente. En la Argentina todo es tan chiquito -y cada vez más reducido- que literalmente el mercado del arte local es un grupo de conocidos que se cierran endogámicamente ante cualquier intromisión externa. Entre ellos se reparten el poco espacio y la escasa rentabilidad. La vaca atada en un corral blindado con criterios de accesibilidad de secta estricta que bien podría enseñar a los masones códigos de exclusividad.
Pero, de nuevo, es entendible que actúen así. En un mercado reducido tienen que asegurarse
que lo que reparte el erario público (becas, subvenciones, premios
nacionales, apoyos a la creación y etcéteras con denominaciones acordes a los
nuevos tiempos) y lo poco que viene del sector privado (auspicios y espónsores
publicitarios) no sea captado por nadie más que ellos. Las pocas ventas de obras deben ser de
artistas pertenecientes al grupo para asegurar el debido retorno. Todo dentro de la secta.
Tras tantos años de deambular en la periferia,
uno llega a conocerlos con nombre, apellido y prontuario, a descubrir sus
mecanismos de selección y los costos para postular como candidatos propicios al
proceso de iniciación. O sea, sumisión y pleitesía ciega, rendición incondicional
a su voluntad y renuncia absoluta al pensamiento propio. Pertenecer tiene sus privilegios, pero
condiciona la libertad.
Hace tiempo me aconsejaron -dada mi nefasta
doble condición de autodidacta y arisca-
ingresar al taller de algún maestro reconocido, de esos que “son jurados fijos
de los salones nacionales”. También frecuentar
asiduamente los vernisagge y trabar
“amistad” con los que manejan las cosas, o por los menos, "hacer lo
necesario" para caerles en gracia.
Trabajar en las “conexiones”, en acceder al séquito de los que
importan. Luchar por un lugar en la
corte, en el coro, en la claque. La
mafia del amor, claro. Ya sabemos que no
acaté el consejo por exceso de respeto a mi obra y ese vicio inconfesable por
la honestidad intelectual. Mala mía.
“Así no vamos a llegar a ningún lado”,
me decía ayer cuando, solo por costumbre, remitía un formulario digital para un
Salón Nacional. No lo hago por fe sino
por costumbre al rechazo. Necesito que
sigan diciéndome que el arte no es lo mío.
Se me ríe en la cara, deja en claro que considera infantil mi
persistencia en nadar contra corriente. “Se
vence al enemigo infiltrándose entre sus filas y atacando desde dentro” es
la estrategia que constantemente me sugiere.
Yo estoy condenada a ser una letra de tango, a ser más blanda que
el agua, que el agua blanda, ese agua que horada la piedra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario