sábado, 31 de julio de 2021

 







     ¿Qué sentido tiene perseverar en el camino cuando alrededor es contundente la sentencia de que no importa lo que hagas nunca van a permitirte avanzar?  Claro, tiene lógica.  El sistema del arte institucionalizado -o sea, retribuido mensualmente con fondos públicos o privados- es muy celoso de su status quo, de los beneficios que obtiene manteniendo el juego restringido a sus reglas y a sus escogidos.  Permitir el acceso de cualquier outsider, cualquiera ajeno a su selecto gueto de pertenencia, implicaría correr el riesgo de que se marquen diferencias y tal vez se cuestione ese oscuro y dogmático andamiaje que los sostiene y apuntala su poder.


















    “La mafia del amor” la llama Rodrigo Cañete, crítico que ha tenido que sufrir múltiples intentos de cancelación por cuestionarlos públicamente.  En la Argentina todo es tan chiquito -y cada vez más reducido-  que literalmente el mercado del arte local es un grupo de conocidos que se cierran endogámicamente ante cualquier intromisión externa.  Entre ellos se reparten el poco espacio y la escasa rentabilidad.  La vaca atada en un corral blindado con criterios de accesibilidad de secta estricta que bien podría enseñar a los masones códigos de exclusividad.


    Pero, de nuevo, es entendible que actúen así.  En un mercado reducido tienen que asegurarse que lo que reparte el erario público (becas, subvenciones, premios nacionales, apoyos a la creación y etcéteras con denominaciones acordes a los nuevos tiempos) y lo poco que viene del sector privado (auspicios y espónsores publicitarios) no sea captado por nadie más que ellos.  Las pocas ventas de obras deben ser de artistas pertenecientes al grupo para  asegurar el debido retorno.  Todo dentro de la secta.









     Tras tantos años de deambular en la periferia, uno llega a conocerlos con nombre, apellido y prontuario, a descubrir sus mecanismos de selección y los costos para postular como candidatos propicios al proceso de iniciación.   O sea, sumisión y pleitesía ciega, rendición incondicional a su voluntad y renuncia absoluta al pensamiento propio.  Pertenecer tiene sus privilegios, pero condiciona la libertad.

 

     Hace tiempo me aconsejaron -dada mi nefasta doble condición de autodidacta y  arisca- ingresar al taller de algún maestro reconocido, de esos que “son jurados fijos de los salones nacionales”.  También frecuentar asiduamente los vernisagge  y trabar “amistad” con los que manejan las cosas, o por los menos, "hacer lo necesario" para caerles en gracia.  Trabajar en las “conexiones”, en acceder al séquito de los que importan.  Luchar por un lugar en la corte, en el coro, en la claque.  La mafia del amor, claro.  Ya sabemos que no acaté el consejo por exceso de respeto a mi obra y ese vicio inconfesable por la honestidad intelectual.  Mala mía.






 


     “Así no vamos a llegar a ningún lado”, me decía ayer cuando, solo por costumbre, remitía un formulario digital para un Salón Nacional.  No lo hago por fe sino por costumbre al rechazo.  Necesito que sigan diciéndome que el arte no es lo mío.  Se me ríe en la cara, deja en claro que considera infantil mi persistencia en nadar contra corriente.  “Se vence al enemigo infiltrándose entre sus filas y atacando desde dentro” es la estrategia que constantemente me sugiere.  Yo estoy condenada a ser una letra de tango, a ser más blanda que el agua, que el agua blanda, ese agua que horada la piedra. 






















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