Ya he reconocido
otras veces que mi obsesión por los dorados tal vez devenga de mi sangre india
y se trate, sencillamente, de la memoria de El Dorado. De ahí justifico que se me ocurriera tomar
como base para mi próximo retrato una lámina de cartulina dorada con todo en
contra: demasiado bajo gramaje, los bordes que se curvan, la textura precaria que
resulta frágil a la manipulación que exige el trabajo creativo y se
daña al mínimo roce. Párrafo aparte que
es imposible fotografiar con ese fondo resplandeciente, pero eso termina siendo
un detalle menor.
En una
Argentina que se derrumba por todos lados, me dejo influenciar por la decadencia
generalizada del entorno y me dispongo a trabajar con papeles escolares inadecuados para trabajos
artísticos. Sobre una lámina escolar de
papel de caña de azúcar dibujo un retrato, de esos rostros clásicos de los años
20 del siglo pasado que tanto me gustan.
Lo quemo, y
los vestigios decido pegarlos sobre la cartulina dorada. Pero es demasiado endeble, se enrolla en los
bordes, su precariedad manifiesta augura ser un sostén inadecuado para mi papel
de caña de azúcar maltratado por el
fuego y el agua. Aplico mi lógica farnelliana,
y en vez de descartar la cartulina dorada (no puedo, es el maleficio de la
legendaria El Dorado, en donde debí habitar en alguna encarnación
previa) decido fortalecer el soporte con unas tiras de papel artesanal batik
de colores. Supongo que con eso obtendré
una base suficiente (con más fe que fundamento fáctico).
Adhiero el
retrato intervenido por el fuego y compruebo lo difícil de fotografiar que es
el pegote: el dorado encandila, come el resto de los colores, confunde todo. Habrá que ver que sale. Pero el desafío es más que tentador.
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