lunes, 22 de mayo de 2023

 







     Ya he reconocido otras veces que mi obsesión por los dorados tal vez devenga de mi sangre india y se trate, sencillamente, de la memoria de El Dorado.  De ahí justifico que se me ocurriera tomar como base para mi próximo retrato una lámina de cartulina dorada con todo en contra: demasiado bajo gramaje, los bordes que se curvan, la textura precaria que resulta  frágil a la manipulación que exige el trabajo creativo y se daña al mínimo roce.  Párrafo aparte que es imposible fotografiar con ese fondo resplandeciente, pero eso termina siendo un detalle menor.

 

     En una Argentina que se derrumba por todos lados, me dejo influenciar por la decadencia generalizada del entorno y me dispongo a trabajar con papeles  escolares inadecuados para trabajos artísticos.  Sobre una lámina escolar de papel de caña de azúcar dibujo un retrato, de esos rostros clásicos de los años 20 del siglo pasado que tanto me gustan.














 

     Lo quemo, y los vestigios decido pegarlos sobre la cartulina dorada.  Pero es demasiado endeble, se enrolla en los bordes, su precariedad manifiesta augura ser un sostén inadecuado para mi papel de caña de azúcar  maltratado por el fuego y el agua.  Aplico mi lógica farnelliana, y en vez de descartar la cartulina dorada (no puedo, es el maleficio de la legendaria El Dorado, en donde debí habitar en alguna encarnación previa) decido fortalecer el soporte con unas tiras de papel artesanal batik de colores.  Supongo que con eso obtendré una base suficiente (con más fe que fundamento fáctico).



















 

      Adhiero el retrato intervenido por el fuego y compruebo lo difícil de fotografiar que es el pegote: el dorado encandila, come el resto de los colores, confunde todo.  Habrá que ver que sale.  Pero el desafío es más que tentador.
























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