Muchas veces referí que escribir este blog es como encapsular un mensaje en una botella y arrojarlo al mar, con el destino utópico de llegar a alguien indefinido e iniciar una conversación.
Y a veces
pasa.
Hace unos
días me contactó una persona que al ver mis obras intervenidas con fuego y
reconstruidas con excesivas mixturas las vínculó con la tradición japonesa del
kintsugi, y tuvo la gentileza de contarme al respecto.
Ignoraba
por completo esa técnica (mi educación ha sido absolutamente occidental),
de reparar la porcelana o la cerámica rota reconstruyéndola uniendo las piezas
con oro, de modo que la unión sea visible y valiosa. Me explicó que es parte de la filosofía japonesa
que plantea que las roturas y sus reparaciones forman parte de la historia de cada
objeto, que en lugar de tratar de ocultarse deben ser exhibidas con orgullo. La memoria visual del daño es un modo de
contar la historia, de evidenciar la evolución y el triunfo sobre la
adversidad. La perseverancia del objeto
que, en el derrotero de la vida ante las contingencias del tiempo, se vuelve
más bello y más valioso.
Me pareció
una idea hermosa, y que me lo contara
vinculado a mi trabajo me hizo pensar si en alguna vida pasada no me dediqué al
kintsugi, a reparar lo roto con exceso de dorados. Y hoy, en esta vida y liada en esa memoria
perdida, ando por ahí quemando y rompiendo papeles para generarme la excusa de
reconstruirlos. Mi búsqueda de El
Dorado americano se mezcla con el kintsugi milenario para
evidenciar -una vez más- que todas las
tradiciones se funden, se entrecruzan, y concluyen en una misma y permanente búsqueda: la de la belleza (belleza
dorada, por cierto).
No hay comentarios:
Publicar un comentario