lunes, 7 de agosto de 2023

 









          Muchas veces referí que escribir este blog es como encapsular un mensaje en una botella y arrojarlo al mar, con el destino utópico de llegar a alguien indefinido e iniciar una conversación.

     Y a veces pasa. 

     Hace unos días me contactó una persona que al ver mis obras intervenidas con fuego y reconstruidas con excesivas mixturas las vínculó con la tradición japonesa del kintsugi, y tuvo la gentileza de contarme al respecto.








     Ignoraba por completo esa técnica (mi educación ha sido absolutamente occidental), de reparar la porcelana o la cerámica rota reconstruyéndola uniendo las piezas con oro, de modo que la unión sea visible y valiosa.  Me explicó que es parte de la filosofía japonesa que plantea que las roturas y sus reparaciones forman parte de la historia de cada objeto, que en lugar de tratar de ocultarse deben ser exhibidas con orgullo.  La memoria visual del daño es un modo de contar la historia, de evidenciar la evolución y el triunfo sobre la adversidad.  La perseverancia del objeto que, en el derrotero de la vida ante las contingencias del tiempo, se vuelve más bello y más valioso.








     Me pareció una idea hermosa,  y que me lo contara vinculado a mi trabajo me hizo pensar si en alguna vida pasada no me dediqué al kintsugi, a reparar lo roto con exceso de dorados.  Y hoy, en esta vida y liada en esa memoria perdida, ando por ahí quemando y rompiendo papeles para generarme la excusa de reconstruirlos.  Mi búsqueda de El Dorado americano se mezcla con el kintsugi milenario para evidenciar -una vez más-  que todas las tradiciones se funden, se entrecruzan, y concluyen en una misma y  permanente búsqueda: la de la belleza (belleza dorada, por cierto).





















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