jueves, 4 de abril de 2019







Se supone que a cierta edad (a esta edad y en las anteriores, el designio fatalista es atemporal y empecinado), uno debe asumir la derrota, proclamar solemnemente que con el arte no se va a ninguna parte y dejar de insistir.  “Haciendo dibujitos no vas a llegar a ningún lado” me dijeron –asumo que sin mala fe- hace tantísimos años.  Entonces (y ahora) sigo preguntándome cuándo di yo la impresión de querer ir hacia algún lado.  Finis Terra, claro, pero ya sabemos que no es, desgraciadamente, un lugar físico en esta dimensión.  Nunca tuve otra aspiración que la que me dejaran pintar en paz.  Lo sigo intentando.  DÉJENME EN PAZ. 

     Pero no, todo sigue como era entonces: la casa, la calle, el río, los árboles con sus hojas y las ramas con sus nidos…, Andrade dixit.  La mirada despectiva del entorno, la insistencia en que uno capitule y se dé por vencido, la constante voz de censura.  El eterno bla-bla-bla.









    Lamentablemente (para ellos), para el artista no suele haber opciones.  El arte es un destino no una elección vocacional de una carrera corta con la que ganarse la vida sin gran esfuerzo.  No es un negocio, no es un emprendimiento de estación. El arte no es una decisión post estudio de marketing ni el análisis de nicho disponible para posicionarse en el mercado.  El arte es otra cosa.  Ni fortuna ni gloria,  ni siquiera el respeto por hacer las cosas con honestidad. 


































     ¿Y entonces?  Entonces nada, como siempre.  Uno se corre al margen y los deja pasar con sus afirmaciones de preclara sabiduría y su reprobación contundente por nuestra sin razón.  Nos salimos del juego, nos bajamos de escenario, nos ponemos al costadito, ahí, dónde no estorbemos y casi no nos vean.  Puede que el margen sea la antesala de Finis Terra… 














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