Es mentira que somos aquello
que nuestros padres nos inculcaron en los primeros años de vida. Somos en realidad aquello que ha sobrevivido
entre los laberintos de culpa y manipulación desplegados por quienes nos
precedieron. Aun en lo que podríamos (con buena voluntad) tildar de “mandato familiar positivo”, somos apenas aquello que queda tras el naufragio de
nuestra identidad original. No estoy en
la etapa de poner la responsabilidad afuera, simplemente menciono un
hecho. La vida familiar está destinada a
convertirnos en zombies a merced de aquel con la psiquis más fuerte o más
perversa. Hechos, no teoría.
Los artistas convivimos con
el constante mensaje de ser una resignada decepción, que si nos hubiéramos
focalizado en tal o cual cosa que se esperaba de nosotros (la asignatura pendiente de nuestros antecesores que es mandato que la
generación que sigue les satisfaga) todo hubiera sido tan correcto (para
ellos). Los artistas debemos vivir con
la culpa extra de no haber sido el perfecto hijo del vecino. Seres despreciables que nos negamos a nuestra
propia frustración para cumplir con el sueño –frustrado- de quienes nos trajeron al mundo.
Desde muy chica tuve en claro
que yo no era quien importaba, sino ese hermano mayor que no pudo llegar a la
adolescencia. Él era el destinado a las
grandes cosas, pero no pudo ser. Quedé
yo – para lo que sirva- sin protagonismo,
sólo para compensar, para llenar un hueco, para consolar el llanto por esa
ausencia. Annie la huerfanita
mendigando un poco de afecto a cambio de un impersonal servilismo al culto
silencioso de la desgarradora ausencia del elegido.
¿Cómo se sobrevive siendo un
cero a la izquierda? Huyendo a un mundo
paralelo dónde imponemos las reglas.
Huyendo para el margen, saliendo de la realidad lineal. Fomentando la escapatoria del arte.
Claro que se supone que uno
crece y se sale de ese lugar ingrato y reescribe la historia. Pero no es tan fácil: cuando te meten la
culpa desde los cinco años (la culpa de
haber sobrevivido) los grilletes que te amaran los tobillos son difícil de
quitar.
¿Qué podría liberarnos de los
estúpidos traumas infantiles? He
empezado a sospechar que la ira. Es
obvio que también nos adoctrinaron contra esa posible escapatoria: “El que se enoja pierde” te repiten, en
pose zen. No hay que perder la calma,
respirar diez veces y consumir los ansiolíticos que te venden sin receta en
cualquier farmacia. Manzanilla y tilo como té blend en onda verde y melatonina para
dormir. Aguantar. Sin perder la sonrisa y los buenos
modales.
Hace unos días obtuve el
reconocimiento formal a mi existencia paralela.
Ese doblez de la huida, esa irrealidad surgida de la necesidad de espacio
a costa de la salud mental, se volvió una realidad real. Oficialmente soy dos personas. La persona que se construyó sobre un destino
patético que me tocó en suerte y la persona que construí en mi desesperación
por tener alguna chance de sobrevivir.
Esa otra que sin culpa y sin piedad se justifica sólo en el arte. Esa otra que ahora podría hacer las maletas e
irse definitivamente si un arrebato de ira le diera el empujón
final.
No hay comentarios:
Publicar un comentario