¿Qué he aprendido después de
tantos años involucrada en el mundillo del arte? Primero, en no creerle demasiado a
nadie. Cualquier promesa de acceso a la
gloria –para nosotros- es a cambio de
una fortuna -para ellos-. La premisa que gobierna sobre las otras es
que el artista tiene que pagar por todo, somos el burro de carga que sostiene
el endeble andamiaje glamoroso de galeristas, dealers y curadores varios.
Segunda verdad: que si no
queremos alimentar alimañas debemos multiplicarnos en los roles secundarios que
se requieren para poder hacer algo en este ambiente. No sólo debemos abocarnos a nuestra obra
sino, por sobre todo, dedicarnos a su difusión.
Conseguir espacios, arbitrar la logística de la cuelga, ver embalajes y
fletes, negociar seguros, hacer de publicistas, redactar gacetillas y deambular
por las redes para promocionarlas. Jugarla de fotógrafos para atraer la
atención en Instagram, discutir en Twitter, sociabilizar en Facebook. Y si después de tamaño multitarget logramos
una venta, a lidiar con la AFIP para
poder emitir una factura y que no se nos vaya en impuestos el magro precio al
que hemos logrado cotizar después de tanto esfuerzo. Quizá la posdata de la segunda verdad sea
volver cabizbajos a la primera verdad y aceptar gustosos pagarle a quién sea
para que haga esto por nosotros y poder volvernos a nuestro taller.
Tercera verdad: el arte nunca
será un buen negocio, sobre todo para el artista. Haríamos (mucho) más dinero dedicándonos a otra
cosa y, probablemente, viviríamos con menos crisis existenciales. Pero siendo el arte un destino y no una
opción, está cuestión se vuelve retórica, y para qué perder el tiempo en lo
irrevocable.
Cuarta verdad –la que me agobia
en este instante-: los artistas terminamos enredados en amistades muy extrañas,
de esas que uno se pregunta seriamente como llegamos a conocer, luego a
frecuentar y finalmente a resignarnos a su interferencia. Es evidente que nuestra propia esencia de
bicho raro nos vuelve gregarios con la manada general de esperpentos…
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