Otra gran verdad que he aprendido en estos
años es que no hay reglas. No existe un
manual de cómo actuar en el mercado del arte para garantizar una relativa (y mínima) visibilidad. Ningún
instructivo de uso.
Ni antes
(cuando yo empecé), en ese
tiempo prehistórico sin internet y su sociabilización masiva, ni en los últimos
años dónde vertiginosamente todo se ha puesto patas para arriba gracias a la
Red de Redes. Nunca hubo una plataforma
básica dónde pararse y desde ahí
arrancar a competir con algunas reglas de juego respetadas por todos. Ningún fair
play para los artistas. Antes se trataba de llamar la atención de
alguna galería tradicional y más o menos conocida, de presentarse en concursos
nacionales que eran seguidos por la prensa especializada, de ser parte de
eventos populares donde concurrían más personas que nuestros parientes y amigos,
de conseguir (costeándolo de nuestros
bolsillos) que una de nuestras obras apareciera incluida en las revistas de
arte que existían entonces… Era lograr
que la obra se viera, aunque fuera por unos pocos. La web vino a desbaratar eso y mostrar la
obra a montones de personas pasó a ser lo
más fácil de hacer. Pero ni antaño a
unos pocos ni ahora a millones implica per
se que mostrar la obra signifique al artista posicionarse en un mercado que
funciona a fuerza de caprichos, modas transitorias y negocios inconfesables tras
bambalinas que nadie menciona pero todos conocemos.
¿Qué se supone que haga el
artista para labrarse un caminito que le permita crear, desarrollar una obra
vital y coherente y a, la vez, vivir de su trabajo creativo? Quién sabe.
Puro azar y la única garantía de que va a ser todo sino imposible decididamente
MUY
DIFICIL. Como en
muchas otras cosas, la clave está en perseverar a pesar de todo, en sobrevivir, en hacerlo del modo difícil. Y ese mismo mantenerse empeñado en la sinrazón resulte la clave que –al final- permite
reconocer al verdadero artista del que no lo es. O no...
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