martes, 18 de agosto de 2020

 








          Es difícil explicar la sensación de nada que va paulatinamente colándosenos en las venas.  Nada.  No hay posibilidad de expectativa, de proyecto, de mínima seguridad de que mañana podremos hacer lo planeado.  Como si detrás de la puerta existiera un tinglado precario que apenas pongamos un pie afuera de nuestro refugio se desmoronará estrepitosamente sobre nosotros.

 







     ¿De quién es la culpa?  ¿De todos, de nadie, del destino?  No hay culpables, es lo que es.  El problema radica en uno, que no sabe como reaccionar, como pararse frente a un cambio tan definitivo e inesperado.  Veo a muchos hablando de reinventarse, de  acomodarse ante la nueva normalidad, pero es tan evidente que no pasa de un postulado de fantasía que por piedad solo atino a darles la razón y correrme para no ser testigo de otro derrumbe.  Qué triste todo.





 


     Esta sensación de ahogo se inmiscuye en mi trabajo.  Tengo -como siempre- muchas cosas entre manos pero no puedo terminar ninguna.  Me obligo pero no me hago caso.  La acción creativa no acepta imposiciones.  Deambulando entre esto y aquello me detengo en un pedacito de papel color en el que alguna vez trabajé, no me gustó el resultado, despegue lo pegado y dejé un despojo maltratado para vaya a saberse qué pudiera servir.








 

     El resto de una cartulina con algo de papel blanco que no se pudo despegar, y el trazado en tinta de parte de algún mapa fallido.

 





    ¿Para que puede servir?  Para nada, pero yo no tiro las cosas inútiles y en esta depresión me identifico con esa hoja rota.  Dibujo algo en ella, me desafío a limpiar la imagen de alguna manera.  Jugar a salvar los restos del naufragio que flotan cercan.

























     Probablemente no lo termine tampoco, que estos días de desánimo me sigan llevando de una cosa a la otra sin concretar nada.  Pero por hoy nos mantuvo la atención y la intensión de hacer.  Y ha sido suficiente.





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