Soy una
persona simple, aunque lo barroco -por recargado- de mi estilo parezca
indicar lo contrario. Soy realmente
simple, con pocas ideas sostenidas en el tiempo. Siempre he querido lo mismo (dibujar)
y siempre he creído que lo que determina que una obra se valore es que se la vea. Después, cada obra labra su destino, pero si
no la ven, si no sale del taller, de la intimidad solitaria del artista, es
imposible que llegue a su espectador ideal y construya su historia.
En un
debate en mi adolescencia con uno de esos pocos amigos que he conservado a lo
largo de los años, mi postura inicial era que lo que determina que una obra se
imponga como referente de una época y de su entorno cultural era la calidad. Mi buen amigo se burlaba de mi diciendo que
lo único que marcaba la diferencia era la publicidad. Me ofuscaba ante eso, porque la publicidad
me resultaba algo malo, engañoso, una especie de trampa. El tiempo -la edad- me hizo entender
que esa publicidad era sólo el mostrar la obra lo más masivamente posible, de
manera de potenciar esa chance, casi mágica, de que la obra diera con su
espectador ideal.
Por los años
en que me negaba a considerar la “publicidad” como herramienta de desarrollo de
la obra, intentaba participar en muestras y cuelgas donde fuera (bares,
plazas, la sala de espera de una clínica médica), y me tomaba el trabajo de
mandar gacetillas al diario Clarín con la esperanza de aparecer
en la sección Panorama de la Plástica o en la Agenda. A principio de los 90 eran secciones que aparecían
en las últimas páginas del diario y donde se reseñaban las exposiciones del día. Era algo discreto, atrás de todo, pero que
los que estábamos en el mundillo del arte local leíamos para saber quién estaba
haciendo qué. Todos desesperábamos porque
incluyeran nuestra muestra en esos mínimos y poco lucidos espacios. Porque estar ahí publicitaba la exhibición,
daba trascendencia a nuestro nombre y generaba que algunas personas
concurrieran a ver la muestra. Era
publicidad, de la real y concreta. Era
tratar de hacer que la obra se viera.
Llegaron los
2000 e internet empezó a involucrarse en todo, y las redes y la
publicidad se convirtieron en una cuestión cotidiana. Hacer que la obra se viera nunca resultó tan
fácil (si, es un trabajo a destajo: buena fotografía, presentarla en forma
atractiva, usar el lenguaje visual y veloz que impone la modernidad, mantenerse
en tiempo real, actualizar constantemente, mejorar con los avances
tecnológicos, aprender códigos y reglas, compartir y difundir a diario).
Hoy no discuto que la publicidad es lo que determina que la obra pueda trazar
su camino escindida del artista, proyectarse y arribar al lugar que le
corresponda. Publicidad. Que la obra se vea.
Así que
eso es lo que hago: buscar exposiciones y eventos donde mi obra pueda verse y
comunicar. Ninguna vía es mejor o peor
que otra, todas tienen el mismo objetivo: que la obra se vea. Una muestra en un evento masivo donde mi obra
se presenta reproducida (en la Scuola Grande di San Teodoro, en el marco
del Carnaval de Venecia el próximo 10 de febrero), o donde viaja físicamente para un proyecto
curatorial (como Latin Blood, también en Venecia, en el Palacio
Mora, a través de la galería chilena South Trip Art Gallery de abril a noviembre).
O las
exhibiciones de pequeño formato, donde obras muy chiquitas que se trasladan por
correo postal integran exhibiciones de múltiples artistas internacionales (como
Within the Limitations en Ashford, Inglaterra o RoCo
6X6 en Nueva York)
O mediante
la exhibición de la imagen de la obra en
pantallas led en el marco de una feria, como será en la Art Expo New york
el próximo abril a través de Circle Foundation, participación de The
Empire Almanac que he cerrado ayer.
Todo es
para que la obra se vea y, tal vez, si la magia se produce,
encuentre a su espectador ideal y se vaya con él a seguir su historia.