martes, 4 de septiembre de 2018







         A veces uno construye fantasías en las que habita en paralelo a la realidad real, esa que nos maltrata y nos agobia.  Uno sabe que es una fantasía, pero supone inofensivo el pasatiempo de evadirse en la irrealidad mientras acopia fuerza para hacerle frente a lo que en concreto nos obliga día a día y de lo que no hay otra manera de escapar.

     Una de mis fantasías, inocente fantasía consciente de ser fantasía, es adquirir cierta casita triangular y establecer ahí mi taller y una especie galería de arte.  Es una casita absurda por su estructura en esquina angosta franqueada por dos diagonales, disfuncional, de falso estilo antiguo, y sospechosamente precaria por su proximidad a las vías con esa tendencia a las grietas que suelen acarrear los trenes.  Paso diariamente por esa casita triangular ya que está a cuadra y media de la mía.  Hace tiempo que la llamo “la galería” y la uso de referencia para indicar direcciones.   Los últimos seis o siete años los he pasado fantaseando sobre ella, como modificar la fachada, cambiar las rejas, colocar un deck exterior para constituir área de fumadores en los vernisagges.  Una fantasía completa, con detalles minuciosos y exactos, tal como son mis fantasías.









     Y hace diez minutos, cuando pasaba por “la galería” de regreso a mi casa, por primera vez en todos estos años, veo que le han colgado el cartel de venta.  ¡Mi casita triangular ha salido finalmente a la venta!  He sentido tan absurda euforia que casi grito en mitad de la calle.

     Parecería cuestión menor el hecho de que no dispongo de los recursos para comprarla, aun si la vendieran muy barata.  Pero en el reino autocrático de la fantasía hemos avanzado un casillero hacia ese destino incuestionable –aunque imposible- de mudar mi taller a la casita triangular.













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