A veces uno construye fantasías en las
que habita en paralelo a la realidad real, esa que nos maltrata y nos agobia. Uno sabe que es una fantasía, pero supone
inofensivo el pasatiempo de evadirse en la irrealidad mientras acopia fuerza
para hacerle frente a lo que en concreto nos obliga día a día y de lo que no
hay otra manera de escapar.
Una de mis fantasías, inocente fantasía
consciente de ser fantasía, es adquirir cierta casita triangular y establecer
ahí mi taller y una especie galería
de arte. Es una casita absurda por su
estructura en esquina angosta franqueada por dos diagonales, disfuncional, de falso
estilo antiguo, y sospechosamente precaria por su proximidad a las vías con esa
tendencia a las grietas que suelen acarrear los trenes. Paso diariamente por esa casita triangular ya
que está a cuadra y media de la mía. Hace
tiempo que la llamo “la galería” y la
uso de referencia para indicar direcciones.
Los últimos seis o siete años los he pasado fantaseando sobre ella, como
modificar la fachada, cambiar las rejas, colocar un deck exterior para
constituir área de fumadores en los vernisagges. Una fantasía completa, con detalles
minuciosos y exactos, tal como son mis fantasías.
Y hace diez minutos, cuando pasaba por “la galería” de regreso a mi casa, por
primera vez en todos estos años, veo que le han colgado el cartel de
venta. ¡Mi casita triangular ha salido finalmente
a la venta! He sentido tan absurda
euforia que casi grito en mitad de la calle.
Parecería cuestión menor el hecho de que
no dispongo de los recursos para comprarla, aun si la vendieran muy
barata. Pero en el reino autocrático de
la fantasía hemos avanzado un casillero hacia ese destino incuestionable –aunque
imposible- de mudar mi taller a la casita triangular.
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