jueves, 3 de diciembre de 2020

 






              Este año tétrico e inesperado nos pasa factura.  No hay salud mental que resista a la realidad de marzo para acá.  Y cuando la salud mental ya era escasa al inicio… ¡bingo!   La pérdida total de contacto físico con esas pocas personas que han funcionado como boyas en mi vida -aun cuando a través de pantallas varias sigamos en el día a día- me genera una sensación de desamparo de la que ya no puedo reponerme.  No necesito palabras, ni consejos, ni siquiera calor humano.  Necesito poder ir y poder volver, poder compartir la mesa de un bar y un café espantoso, necesito gravitar en el mismo espacio y en el mismo tiempo. Necesito todo eso que no se dice con palabras ni con gesto ni con abrazos.  Necesito respirar el mismo aire.  Necesito que perdamos el tiempo a dúo.

 






















     La ausencia de la sinrazón en directo, física y contemporánea, impide decantar ese margen de exceso de realismo, de seriedad, de responsabilidad y prudencia, que uno tiene que sacarse de encima a lapsos regulares para no ahogarse.  En estos días pareciera que nada tiene realmente importancia y a la vez todo es tan trascendente, tan épico, tan de dar significancia a valores que no son discutidos pero que de sostenerlos al frente y arriba como estandarte sin pausas nos están aplastando el alma.

 

     La ArtReview publica hoy sus 100 personalidades más influyentes en el mundo del arte del año 2020.   La primera es el movimiento activista Black Lives Matter y el cuarto el movimiento #MeToo.  Todo tan solemne, tan políticamente correcto, tanta propensión a la epopeya, el mármol y la posteridad.  ¿Cómo discutir contra las pancartas, los slogans  trending topic y las marchas masivas y destructivas?  No niego lo que valen, pero a estas alturas me agobia esa obligación de darle importancia sólo a lo importante.  El arte -como el diablo- está en los detalles y en las insignificancias.  Necesito volver a mi intrascendente, pacífica y gratificante nada. 























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