Este año tétrico e inesperado nos
pasa factura. No hay salud mental que
resista a la realidad de marzo para acá.
Y cuando la salud mental ya era escasa al inicio… ¡bingo! La pérdida total de contacto físico con esas
pocas personas que han funcionado como boyas en mi vida -aun cuando a través
de pantallas varias sigamos en el día a día- me genera una sensación de
desamparo de la que ya no puedo reponerme.
No necesito palabras, ni consejos, ni siquiera calor humano. Necesito poder ir y poder volver, poder
compartir la mesa de un bar y un café espantoso, necesito gravitar en el mismo
espacio y en el mismo tiempo. Necesito todo eso que no se dice con palabras ni
con gesto ni con abrazos. Necesito
respirar el mismo aire. Necesito que
perdamos el tiempo a dúo.
La
ausencia de la sinrazón en directo, física y contemporánea, impide decantar ese
margen de exceso de realismo, de seriedad, de responsabilidad y prudencia, que
uno tiene que sacarse de encima a lapsos regulares para no ahogarse. En estos días pareciera que nada tiene
realmente importancia y a la vez todo es tan trascendente, tan épico, tan de
dar significancia a valores que no son discutidos pero que de sostenerlos al
frente y arriba como estandarte sin pausas nos están aplastando el alma.
La ArtReview
publica hoy sus 100 personalidades más influyentes en el mundo del arte del año
2020. La primera es el movimiento
activista Black Lives Matter y el cuarto el movimiento #MeToo. Todo tan solemne, tan políticamente correcto,
tanta propensión a la epopeya, el mármol y la posteridad. ¿Cómo discutir contra las pancartas, los slogans
trending topic y las
marchas masivas y destructivas? No niego
lo que valen, pero a estas alturas me agobia esa obligación de darle
importancia sólo a lo importante. El
arte -como el diablo- está en los detalles y en las
insignificancias. Necesito volver a mi
intrascendente, pacífica y gratificante nada.
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