El año del espanto. El año en que se volvió costumbre sentarnos a
la noche frente al televisor a contar los muertos del día. El año en que nos encerramos, que reprimimos
con pánico cualquier manifestación de afecto.
El año en que rendimos un culto (innecesario) a la soledad. El año en que el miedo a lo que sea (a la
peste, a la muerte en solitario, a la pérdida material, a la incapacidad de
adaptarse a las nuevas reglas de juego) nos ganó.
Quién sabe lo que nos depara el año que se inicia en unas horas, pero no puede ser tan espantoso como este. Al menos, no nos va a tomar por sorpresa; avisados ya no cabe la traición a nuestras expectativas.
Arrancamos de nuevo con lo que queda de nosotros,
sin otro entusiasmo que dejar el 2020 atrás y dispuestos a seguir adelante, porque
eso es lo que hacemos. Aguantar abroquelados,
adaptarnos hasta donde se pueda, y seguir.
El instinto de supervivencia es el más fuerte que tenemos. Seguimos adelante. Sin otra cosa por la que brindar que el estar vivos, que de verdad y tras estos meses, ciertamente no es poco.
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