Al principio, cuando sin llegar a la
veintena quería mostrar mi obra a través de salones y concursos, como
explicación al sistemático rechazo aquellos que sabían me decían que el dibujo
era un arte menor, que debía despojar mi trabajo de tanto dibujo. Los escuché, ¿cómo no hacerlo?, y durante mucho tiempo me negué a “dibujar”. Aunque lo único que logré fue, pincel en
mano, seguir dibujando con pintura, de un modo muy tosco y rígido. Entonces pasaron
a criticar mi falta de plasticidad como causa de mis constantes
fracasos. No cuestiono todos los
rechazos de mis primeros años, mi trabajo era muy malo. Pero sigue doliéndome hoy, más de treinta
años después, que llamaran al dibujo “un arte menor” y me
enemistaran con él.
Reconoceré que eran tiempos en que lo no
figurativo y lo abstracto eran las estrellitas dominantes,
para pasar casi enseguida a un supuesto arte conceptual -a mi criterio-
decididamente estúpido y snob. Seguía yo
renegando del dibujo, aunque se colara en cualquier cosa que hiciera.
Recién ya empezados los 90 alguien con
buen criterio y absoluta buena fe me sugirió:
“¿Y si dibujás y postulás en esa disciplina?”. Nunca entenderá suficientemente esa persona lo
agradecida que le estaré siempre por el consejo. Dejé de lado prejuicios y temores a un arte
presuntamente menor y asumí mi identidad de dibujante. El primer primer premio que
obtuvo mi obra fue en dibujo. De ser
siempre rechazada en las preselecciones a entrar y ser premiada sólo por
aceptar el placer de dibujar. Somos lo
que somos, cuanto antes nos hagamos cargo más simple se vuelve el destino que
nos toca.
Femeneidad Reprimida
De allá para acá, dibujamos sin
pudor. Y jugamos, claro, con mixturas
varias, con cierta tendencia a la irreverencia y al exceso. Pero dibujamos. Dibujamos siempre.