Cuando años ha me enfrentaba a un nuevo
rechazo de mi trabajo me preguntaba -muchas veces desencajada en llanto-
que sentido tenía la insistencia si lo que hacía no era lo suficientemente
bueno para ser aceptado por los que -suponía- eran los dueños de la
verdad.
Pero pese a ello seguía pintando porque ya
había quemado las naves en mi adolescencia.
Era eso o la nada. Era aferrarme
a la posibilidad de que mi vida podía justificarse por el arte o un final
acelerado, consciente y provocado, por el camino de todos los vicios. Cuando no se tiene otra cosa se insiste, no
por terquead sino por mero instinto de supervivencia.
Y los años pasan y ante el rechazo se
empieza a reaccionar con cierta cuota de indiferente familiaridad. Es lo normal, es el mundo al que estamos
acostumbrados. Se sigue, simplemente,
porque es lo que hacemos. Excepcionalmente, nos agarraban con la
guardia baja y clamábamos desesperadas a los cielos por iluminación, por saber
cuál era la verdad. ¿Debíamos insistir,
realmente había algún mínimo valor en nuestro trabajo? ¿Para qué perpetuar la humillación de que
nuestra obra fuera rechazada una y otra vez, muchas veces sin ser siquiera
desembalada? Pero el ¿cuál es la
verdad? duraba cada vez menos frente a la necesidad física de volver a
las líneas y al color.
Tardé llegar a la vida adulta para descubrir
que la única verdad es el placer del acto creativo. No importan los fracasos, no importa que
nadie dé el mínimo valor a nuestro trabajo, que realmente no sea bueno en el
sentido artístico. Pero el hacer
nos significa una felicidad física, constante y leal, independiente de toda
opinión ajena. Podemos estar sumidos en
la oscuridad más absoluta, en el hueco más profundo, pero ese juego de luces,
esa mirada que de repente nos mira desde el papel, ese vértigo que golpea
directo al estómago cuando una línea se aproxima a la exactitud de la forma, ese pequeño
instante de magia de las naderías del
arte lo justifica todo.
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