Soy por fuerza una persona del Siglo XX, porque la mayor parte de mi educación
formal sucedió en ese siglo. Como emergente de mi época amo los libros en papel, con su gravedad y su olor
inconfundible, y propendo a la santidad de las bibliotecas, al deambular errático por los museos, a la mística energía de los
teatros y los grandes cines, al ritual voluntario de rendir pleitesía a la cultura. Así,
pese a mi fascinación por lo digital, soy esencialmente analógica. De ahí que aunque use herramientas
tecnológicas las uso en modo manual, aplicando ese antiguo precepto de que hay
que trabajar mucho y muy duro si uno quiere hacer alguna diferencia. Ganamos el pan con el obstinado sudor de la frente y
del resto de nuestra anatomía.
Me explican –sé que de buena fe- todas las virtudes del SEO, del Search Engine Optimization, de las múltiples ventajas de utilizar programaciones automáticas de difusión y mailing, de que un boot (yo no puedo dejar de imaginármelo al Bender de Futurama, mi imaginación también es analógica) ajustado en funciones y tiempos envíe correos o enlaces a un directorio de referencias preconfigurado. Yo ya lo hago, explico; de a uno a la vez, sabiendo a quién y qué le envío, eligiendo en cada caso el material con el que quiero difundir mi trabajo. Obviamente, puedo a lo sumo enviar una docena de mails por día y no todos los días, pero sigo prefiriendo ese modo artesanal de “SEO”. Puede que sea menos eficaz y en menor escala, pero hay estructuras a las que pertenecemos y de las que no podemos -ni queremos- deshacernos.
Seguramente un algoritmo será más rápido que
yo al seleccionar destinatarios a los que podría interesar mi obra, pero yo, a
mi ritmo, no lo vengo haciendo tan mal.
En menor escala, si, pero sospecho que con menor grado de error y
definitivamente sin ningún perfil invasivo.
Entiendo que invitar a alguien a conocer y disfrutar mi obra es por
fuerza una invitación personal, privada e intencional. Una invitación
analógica.
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