La
necesidad de feedback se vuelve urgente.
El artista elabora en la soledad de su taller, sigue un discurso
interno, vive en una realidad paralela, elaborando una obra que sin embargo no
es exclusivamente para sí. Todo se
compone para un espectador ideal, desconocido, ajeno e intangible. Y para confirmar que se está logrando mínimamente
esa comunicación entre lo que se hace y ese alguien que habrá de ser
destinatario final, se requiere algún tipo de señal.
¿De quién
se espera esa devolución, ese comentario circunstancial? De otro ente intangible (y bastante odioso):
el mercado del arte. De ahí que el
artista salga del refugio grato del taller para presentar su trabajo en
salones, concursos, muestras colectivas, de vez en cuando un solo-show. Realmente el artista no aspira a ganar
premios ni a ventas compulsivas y fabulosas.
Sólo está buscando una reacción, una pista, una mínima voz que indique
si se va en la dirección correcta. El feedback
es como la antorcha que va señalando un camino que así y todo seguirá siendo
oscuro, inhóspito e imprevisible. Pero
esa antorcha, esa llamita que apenas ilumine, alienta a continuar la marcha. Y eso le alcanza al artista.
Las redes
sociales hoy contribuyen mucho a esa comunicación, que se ha vuelto casi instantánea
y múltiple. Pero, esa masividad atenta
contra la fidelidad del mensaje. ¿Reemplazan
las redes al buscado espectador ideal?
No, puede que esté entre ellas, pero no hay garantías. Ayuda quizá esa babel de voces cuando se está
en el taller, abandonado y desorientado, a compensar la soledad y la duda. Pero hay un momento en que tiene que salirse
de ese desorden para focalizar en el sector de pertenencia (de nuevo, el
ingrato y odioso mercado) y exponerse a la verdad. Saber si estamos logrando un lenguaje que
vincule la obra con su destino. Y en
tiempos tan ingratos salir del taller se siente como un salto al vacío.
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