“Ha
llegado la hora, le dijo la Morsa al Carpintero…”,
con un eco de fondo de risas histéricas.
Lógicamente, es mi vida, no podía pretender otra cosa que un juego (estúpido) de espejos y carcajadas de
hienas.
Hay un momento en la vida (al menos uno, sospecho que múltiples si uno
tiene el privilegio de vivir los suficientes años) en el que el mentado
inconsciente toma el control ganándole de mano al educado, racional, amable y políticamente
correcto consciente y actúa como corresponde. El inconsciente pegando tres gritos y
sentando precedente de que no puede fastidiarse hasta tal extremo a una persona
tranquila.
¿Por qué permitimos el maltrato
constante? ¿Por qué suponemos que todos
los demás tienen sus razones, excusas o justificaciones para actuar como actúan
y que de nuestra parte sólo cabe la comprensión y la paciencia? ¿De dónde nos viene esta –idiota- vocación de mártir?
Pasemos en limpio: traumas de la infancia, en cantidades exageradas, para pretender en la vida adulta sólo un poco de
paz. En defensa de esa paz esquivamos los
conflictos, las discusiones, el tener razón.
El haya paz (y déjennos pintar)
por sobre todo y ante todo. Adherimos a
lo correcto, actuamos prolija y responsablemente, evitamos cualquier cuestión
que implique debate y gritos, y cedemos el paso siempre a los demás. Sólo por la paz. Sólo por pintar en paz. Y el entorno se acostumbra. Sabe que puede usarnos y abusarnos y que
nuestra proverbial paciencia y nuestra innata cortesía les asegura que sus
caprichos y desplantes jamás serán puestos en evidencia. ¡Resultamos tan
cómodos y convenientes! Presionan, presionan y presionan Se fila el límite tantas veces, pero por la paz,
por la bendita paz, corremos el límite al extremo y hacemos acrobacias en el
filo mismo del abismo de nuestra salud física y mental.
Pero hasta el anhelo de paz cede ante el
instinto de supervivencia (“El primer cuidao del hombre es defender su
pellejo…”, Viejo Vizcacha by Hernández
dixit). Y uno se sorprende en la
ferocidad de la reacción. ¿Qué
pasó? ¿De dónde vino eso? Del cansancio, evidentemente. De haber soportado demasiado sin que nadie se
diera cuenta de que era hora de retroceder y respetar. De ser prudentes con el hombre (o mujer) quieto.
Ahora queda esta sensación de
incertidumbre, de ellos y mía. ¿Recapacitarán
y pensarán las consecuencias de sus actos antes de volver a molestar? Poco probable. ¿Seguiré dando zarpazos de fiera acorralada?
Quién sabe. Mi inconsciente sigue por
afuera de la esfera de mi conciencia. Sorprendida
descubro, a esta altura de la vida, que puedo tomar el control si estoy lo suficientemente enojada.
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