domingo, 5 de agosto de 2018











     “Ha llegado la hora, le dijo la Morsa al Carpintero…”, con un eco de fondo de risas histéricas.  Lógicamente, es mi vida, no podía pretender otra cosa que un juego (estúpido) de espejos y carcajadas de hienas.

     Hay un momento en la vida (al menos uno, sospecho que múltiples si uno tiene el privilegio de vivir los suficientes años) en el que el mentado inconsciente toma el control ganándole de mano al educado, racional, amable y políticamente correcto consciente y actúa como corresponde.  El inconsciente pegando tres gritos y sentando precedente de que no puede fastidiarse hasta tal extremo a una persona tranquila. 









     ¿Por qué permitimos el maltrato constante?   ¿Por qué suponemos que todos los demás tienen sus razones, excusas o justificaciones para actuar como actúan y que de nuestra parte sólo cabe la comprensión y la paciencia?  ¿De dónde nos viene esta –idiota- vocación de mártir?

     Pasemos en limpio: traumas de la infancia, en cantidades exageradas, para pretender en la vida adulta sólo un poco de paz.  En defensa de esa paz esquivamos los conflictos, las discusiones, el tener razón.  El haya paz (y déjennos pintar) por sobre todo y ante todo.  Adherimos a lo correcto, actuamos prolija y responsablemente, evitamos cualquier cuestión que implique debate y gritos, y cedemos el paso siempre a los demás.  Sólo por la paz.  Sólo por pintar en paz.  Y el entorno se acostumbra.  Sabe que puede usarnos y abusarnos y que nuestra proverbial paciencia y nuestra innata cortesía les asegura que sus caprichos y desplantes jamás serán puestos en evidencia. ¡Resultamos tan cómodos y convenientes! Presionan, presionan y presionan  Se fila el límite tantas veces, pero por la paz, por la bendita paz, corremos el límite al extremo y hacemos acrobacias en el filo mismo del abismo de nuestra salud física y mental.

   Pero hasta el anhelo de paz cede ante el instinto de supervivencia (“El primer cuidao del hombre es defender su pellejo…”, Viejo Vizcacha by Hernández dixit).  Y uno se sorprende en la ferocidad de la reacción.  ¿Qué pasó?  ¿De dónde vino eso?  Del cansancio, evidentemente.  De haber soportado demasiado sin que nadie se diera cuenta de que era hora de retroceder y respetar.  De ser prudentes con el hombre (o mujer) quieto.









     Ahora queda esta sensación de incertidumbre, de ellos y mía.  ¿Recapacitarán y pensarán las consecuencias de sus actos antes de volver a molestar?  Poco probable.  ¿Seguiré dando zarpazos de fiera acorralada? Quién sabe.  Mi inconsciente sigue por afuera de la esfera de mi conciencia.  Sorprendida descubro, a esta altura de la vida, que puedo tomar el control si estoy lo suficientemente enojada.











No hay comentarios:

Publicar un comentario