lunes, 20 de abril de 2020




     Trigésimo segundo día de cuarentena.  Intento trabajar como si todo fuera normal, pero como nada es normal, es imposible.  Y entonces toda la anormalidad de la situación, del entorno y del futuro mediato saca a relucir mi idiosincrasia.  Esa persona bastante rara que soy y que de común logro disimular.


     Teniendo a medio camino una obra que inicié con ganas de dibujar, que me gusta y que tiene potencial por todos lados, la  abandono sobre uno de mis tableros de trabajo, sintiendo que se ha vuelto un mamotreto grande e incómodo para este momento en que estoy tan a disgusto conmigo misma.























     Amago a entusiasmarme con un trabajo pequeño y simple, un comodín a mis gustos: desnudos y cartografía antigua. Pero lo abandono también.  Me pide concentración para trabajar la piel y la luz, unas horas de paz, y eso precisamente es lo que no tengo. Carezco de la calma que es imprescindible para seguir con ella.











     Me digo que voy a jugar con máscaras y papel, componer algo inofensivo, el placer del sólo hacer sin objetivo, como una terapia para calmar los nervios.  Me dejo llevar y lejos de que esa acción me tranquilice logra ponerme mucho más aprensiva.  Permitir en este contexto que mi libertad creativa tome el control parece no haber sido tan buena idea.  La obra me inquieta mientras la reconozco tan indudablemente mía en estos tiempos…
















































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