Trigésimo segundo día de cuarentena.
Intento trabajar como si todo fuera normal, pero como nada es normal, es
imposible. Y entonces toda la
anormalidad de la situación, del entorno y del futuro mediato saca a relucir mi
idiosincrasia. Esa persona bastante rara
que soy y que de común logro disimular.
Teniendo a medio camino una obra que
inicié con ganas de dibujar, que me gusta y que tiene potencial por todos
lados, la abandono sobre uno de mis
tableros de trabajo, sintiendo que se ha vuelto un mamotreto grande e incómodo
para este momento en que estoy tan a disgusto conmigo misma.
Amago a entusiasmarme con un trabajo
pequeño y simple, un comodín a mis gustos: desnudos y cartografía antigua. Pero
lo abandono también. Me pide
concentración para trabajar la piel y la luz, unas horas de paz, y eso
precisamente es lo que no tengo. Carezco de la calma que es imprescindible para
seguir con ella.
Me digo que voy a jugar con máscaras y papel,
componer algo inofensivo, el placer del sólo hacer sin objetivo, como una
terapia para calmar los nervios. Me dejo
llevar y lejos de que esa acción me tranquilice logra ponerme mucho más
aprensiva. Permitir en este contexto que
mi libertad creativa tome el control parece no haber sido tan buena idea. La obra me inquieta mientras la reconozco tan
indudablemente mía en estos tiempos…
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