Vigésimo noveno día de cuarentena. Hartazgo
absoluto. Harta de estar asustada, harta
de que mi miedo permita que el estado (un estado chambón, no uno confiable)
decida por mí aun en contra de mi mejor criterio. Harta de que el pánico me siga ganando y
aunque intelectualmente quiera rebelarme soy incapaz de poner un pie fuera de
la puerta de mi casa, cerrada a cal y canto.
Harta de temer que algún día vengan y me digan que puedo salir. Harta de sentir que esto es para siempre.
Harta de que el encierro condicione la
creatividad. No debiera ser así, si a
voluntad vivo aislada y evito salir a la calle en cuanta oportunidad tengo. No necesito socializar, ni frecuentar a demasiadas
personas y menos desconocidas, ni tengo ningún gusto por hacer actividades a la
intemperie. Mi casa, mi taller, es mi
universo y no necesito más. Y ahora que
puedo sin culpa permanecer aislada en mi propia dimensión descubro que cuando
algo es impuesto pierde la gracia y el placer del arte se vuelve esquivo. Estoy harta de mi propia contradicción. Estoy harta de esta evidencia práctica de mi
gataflorismo. Harta.
Harta de sentir que esto es el fin del
mundo. El fin de ese mundo que conocía y
en el que había aprendido a moverme a gusto.
Harta de esta convicción de que ya nada será como era, que lo que conocía
fue, que no va a volver, que habrá alguna vez, cuando esto acabe -que no será
pronto-, volver a adaptarse a otras reglas y a otro juego. Yo vivía feliz en el AC, antes del
coronavirus. Tendré que empezar
a contar todo de cero, DC, después del coronavirus. Espantoso.
Harta del espanto. Harta de la
tristeza. Harta de esta absoluta
desolación.
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