miércoles, 13 de junio de 2012

 
 
     Me es incomprensible la idea del “artista torturado”, enojado con el mundo y permanentemente amargado, ya que el acto de crear (básicamente en mi caso dibujar) es una acción estrictamente placentera. Aun se trate de una motivación, concepto o mensaje truculento o doloroso o frustrante, el sólo hecho de dibujar o pintar me genera un placer físico de tal magnitud que todo lo demás se torna indiferente.
 
     Es probable que en mi plano más inconsciente y primitivo yo dibujo sólo por dibujar, no importa qué, no importa como, no importa para qué. Todas esas cuestiones son una racionalización posterior de corte cultural: de hacer “algo útil”, de darle una moraleja a mi trabajo. Nos educan para hacer “lo correcto”, “lo que está bien”, para generar beneficios a la comunidad (izquierda) o para generar dinero (derecha). Los seres que sólo actúan por su propio placer son egoístas, filosóficamente hedonistas, psicológicamente psicopáticos y económicamente inútiles. Probablemente felices, pero eso es algo que no entra en la educación de una persona de bien. Decía Baudelaire: “Ser un hombre útil me ha parecido siempre una cosa repugnante”.
 
     Inconscientemente (deduzco) disfruto pintando cualquier cosa. Propendo al color, a las líneas que auguran movimiento, a la gracia y al equilibrio estético. Y a la dificultad. Cuanto más intrincado de realizar mejor. El desafío –innecesario- de poder hacerlo pese a todo. Ese afán por la complicación ha hecho que tuviera que escuchar varias veces el atributo de “trabajo de preso” asignado a mi obra. No sé si los presos trabajan (sospecho que no) y si realmente lo hacen, dudo que sea con mucho empeño. Pero las frases hechas no tienen que ser ciertas, sólo son.
 
     Mis nombres de herejes son “un trabajo de preso”. Y transcribirlos en el fondo de LSI es laborioso, ya que es un soporte irregular, rugoso, con bordes por la superposición de papeles. Digo (digo yo, lo que no es ninguna garantía) que esa aspereza del fondo más los nombres en distintos tamaños y variantes de rojos genera en el espectador la sensación vibrante del fuego. La verdad debe ser que mi inconsciente encuentra divertido pelear con el pincel para lograr trazar falsas letras medievales superando arruguitas y brujones de papel. Pura diversión.






     Las Cuatro Estaciones se encuadra entre esas obras que claramente no tienen ninguna motivación más que el placer de hacerla. Versión libre de un conocido Mucha, el gusto fue trabajar sobre papel reciclado, pegando los coloridos “papel manteca” que hoy se usan para adornar las bolsas de regalo o para proteger los zapatos dentro de sus cajas. Y el encendedor quemando sobre lo dibujado en papel industrializado sólo por ver que textura y que profundidad sugiere el fuego en su caprichosa danza. Ninguna razón, ninguna moraleja. Sólo porque me hace feliz. Puro placer visceral.

 


 
 
      A esta altura, un golpe de conciencia (poca, por que mucha reconozco no tengo) hace que me pregunte si tendría que buscar una justificación, una explicación dialéctica que suene como que realmente lo que hago es algo muy importante. Pero por fortuna a más de conciencia carezco de culpa. Por eso no habré podido adherir nunca a ninguna religión (gracias a dios).



 
 
 
 
 
 

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