jueves, 24 de enero de 2013





   


   Será, simplemente, evidencia de mi gataflorismo. O será, tal vez, exceso de inactividad física que exacerba el ritmo cerebral. Será no tener nada mejor que hacer que observar y tratar de sacar conclusiones. En mis último días en Uruguay, ya –seré sincera- bastante harta de tanta paz y tanto sol, habiendo leído todos los libros que arrié conmigo y negándome a pagar los pecios disparatados de las librerías locales gracias al desbarajuste del cambio, no hago más que analizar mi entorno. Puede que con un poco de mal humor, lo acepto. Lo mío es, aun con la lentitud de mi renguera, el movimiento.



 


     En Punta del Este, y en particular en La Barra, se han reproducido las galerías y los talleres de artistas. ¡Fantástico!, diría cualquiera que se dedicara a esto como yo. El arte ahí nomás, al alcance de la vista cuando te sacudís la arena de los pie, eso es accesividad masiva. Fantástico, sí. Muy bien. Y mientras yo empiezo a decirme que tal vez este sea mi lugar en el mundo, viene mi voz de anteojos y me pregunta con mucha razonabilidad: 
-¿Pero las obras exhibidas en las vidrieras, al rayo del sol, no se dañan?- Bueno, sí. No es lo ideal. Pero son obras de artistas emergentes y además es por un tiempo corto, un par de meses a lo sumo. Pasa el verano y acá no hay nadie. 
-Y el par de meses en los que el sol es corrosivo es un efecto insignificante para las obras. Todo es que las vean.- Bueno, está bien. Insisto, no es lo ideal. Pero son galerías de arte de playa. 
-Entre la arena, el viento, los críos berreando, la gente empastelada de crema y el precio de las gaseosas- describe la otra voz, la de buena madre de familia -las personas entran agradecida a las galerías en búsqueda de un poco de sombra.- Eso es maldad. La gente entra a la noche, más tranquila y más limpia. 
-Sin ojotas- aclara la de anteojos.Porque a mi criterio hay algo ofensivo en observar arte en ojotas.- 
-Cuando salen a dar la vuelta del perro mientras hacen tiempo para conseguir mesa en un restaurante económico- acota la madre de familia. 
-Los viernes hacen las Galleries Night importadas de Baires- tercia la vocecita rubia, amablemente. –Esas noches entran por las copas de champan gratis de los patrocinadores. Sin ojotas, obviamente. Ahí la gente se viste mejor.- Un ataque por tres frentes no es justo. 

      Ya sé que es cierto, la playa no es el mejor lugar para montar una galería de verdad, el sol destroza todo, el efecto de la arena y el aire de mar es fatal para las obras, durante el día la gente está en otra cosa y evidentemente el público masivo de las playas (básicamente por su juventud) no consume arte. Y a la noche es un pasatiempo para el público no muy distinto de una feria de artesanos. Se mira para pasar el rato, sin interés real. O.K. No es mi lugar en el mundo. Yo tomo el arte con un poquito más de seriedad. 

     En el centro de Punta del Este las galerías, un poco menos en cantidad, son edificios más sólidos y lógicamente fastuosos. Las obras no se calcinan en vidrieras al sol y el público es un poquito distinto –en algunos casos-. Y no entran en ojotas ni embadurnados de protector solar. Y salvo las inauguraciones –todo el mundo adora los “eventos” ya que no hay mucho más que hacer acá- no es masiva tampoco la concurrencia. 
-El arte es tan ingrato- se burla la de anteojos. 
-Es un quehacer solitario- opina la maternal. –Por eso le gusta a ella. Nunca hay mucha gente alrededor que se interese en lo que está haciendo.- Debería ofenderme pero al cabo es la verdad, así que no vale la pena discutir. 

      En los papeles, en la teoría publicitaria, estar acá es seguir al sol y seguir la movida del Arte con a mayúscula. Así te lo venden. Pero si uno está tan aburrido como para ser honesto sabe que no es real. Que es ni más ni menos que el mercado adaptado al verano, un impass en beneficio del calor y del mejor postor. Las cosas en serio se siguen cocinando en otro lugar. A la sombra.



 


     De cualquier manera, la vida sigue y llega febrero. Calculo que la vuelta a casa, a la rutina de un trabajo “civil” y al caos cotidiano de sobrevivir la realidad, terminan siendo un bálsamo que permite añorar con grata nostalgia estos días de lagarto en el paraíso del arte. La memoria es selectiva y tramposa y le gusta inventarse paraísos perdidos que nunca existieron. La farsa permite el olvido, pasa el invierno y uno, como las gaviotas de Capistrano, vuelve a seguir el sol y las engañosas mentiras publicitarias.





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