viernes, 19 de julio de 2013




Sin embargo, Ludovico se ha puesto al tanto del interés de Leonardo por la cocina, y le solicita que planifique una modificación para las cocinas del Castello Sforza, en el centro de Milán. Leonardo, encantado, pone en marcha su inventiva y creatividad. Se sienta en su gran estudio y de su lápiz comienzan a brotar las más fantásticas máquinas con las que alguien soñó equipar una cocina, para cubrir las necesidades que, para Leonardo, debe cubrir cualquier cocina que se precie: una fuente de fuego constante y una fuente de agua hirviente constante. Aparatos para cortar, moler, pelar y limpiar. Otros para espantar los humos y mantener el aire límpido. Otros para mantener el suelo limpio. Tambores mecánicos, ya que con música los hombres trabajan mejor, y, finalmente, un aparato que elimine las ranas del agua destinada al consumo humano. Gracias a Matteo Bandelli, novelista de la Corte, conocemos algunos detalles acerca de qué fue lo que Leonardo inventó, de los procedimientos que seguía y del resultado final de la aventura. Para cada necesidad un aparato, para cada aparato un considerable tiempo de estudio y exámenes: pasó días estudiando los fuegos de las distintas maderas para aislar el factor importante para obtener su fuente de fuego constante, y llegó a la conclusión que radicaba en el número de troncos, para lo cual inventó una sierra circular accionada por ocho caballos y cuatro hombres ubicados fuera de las cocinas que, mediante una cinta transportadora lleva los troncos junto al fuego. De este modo, pensaba Leonardo, se ahora un hombre dentro de la cocina alimentando el fuego, pero pasaba por alto los que están afuera, además de los caballos. Vemos que la supuesta economía de esfuerzo de Leonardo es sólo aparente. Cosa similar sucede con el suministro de agua caliente, para lo que idea una especie de serpentina alimentada por carbón, que pasa a reemplazar a la vieja encargada de la tarea hasta el momento. Para mantener el suelo limpio diseña unos enormes cepillos giratorios acarreados por bueyes. Para mantener el aire limpio, instala grandes fuelles que cuelgan del techo. Los aparatos para procesar alimentos son varios, desde un asador automático que gira más rápida o lentamente según la intensidad del fuego, pasando por una máquina rebanadora de pan y el moledor de ganado, un artefacto descomunal accionado por un pequeño ejército de hombres (y otro de caballos). La música será provista por tambores mecánicamente accionados y por tres hombres ejecutando un instrumento que se halla en la fase de desarrollo y que él llama órgano de boca. Además, agrega un sistema de lluvia artificial para casos de incendio y unas novedosas trampas para las ranas de los barriles de agua potable. Una vez que la fase de invención estuvo concluida, Leonardo pasó a la remodelación. Cayeron paredes y otras nuevas se levantaron, las remodelaciones llegaron a lo impensado: las nuevas cocinas de Leonardo ocupan la mitad del Gran Comedor del castillo, la armería contigua, los establos cercanos y las seis habitaciones que ocupa, en el piso superior, la madre de Ludovico. Éste, ante tamaña revolución, decide trasladarse al campo. Finalmente, llega el día del estreno de las nuevas cocinas. Leonardo, muy temprano, ha debido ya afrontar una cuasi sublevación en las cocinas, ya que los cocineros no consideran lícito que se les pida que tallen una remolacha con los rasgos de Ludovico para cada comensal: su arte no llega a tanto. La comida se retrasa y los comensales están impacientes. Una hora más tarde de lo que debería haber comenzado el banquete, comienzan a oirse, provenientes de las nuevas cocinas, estruendos y gritos ensordecedores. Intrigados, Ludovico y un grupo de amigos se adelantan a ver qué sucede y encuentran un espectáculo desolador: todo está cubierto de agua, la máquina proveedora de leña se ha descontrolado y lanza leños sin detenerse, los fuelles del techo, en vez de echar fuera el humo hacen crecer desproporcionadamente las llamas, que se tornan peligrosas, los bueyes que arrastran el cepillo rodante están asustados y corren de un lado a otro… En fin, Leonardo siempre ha sido más fuerte en la teoría que en la práctica.”

 Leonardo Da Vinci, Apuntes de Cocina (Códice Romanoff), Traducción, introducción y notas de Rafael Galvano, Editorial Astri S.A. España 2003, Pag. 26/29





“-Pepe Carvalho, el detective de Barcelona. (…) -No puedo perder ni un minuto. Me espera el gobernador del Banco de España, aún he de considerar los últimos detalles del premio y luego vendrá lo que vendrá. Charlaremos mientras almorzamos. ¿Ya está el almuerzo en marcha? -Lo está. ¿Te interesa saber de qué restaurante? -Un zumo de pomelo y un filete, vuelta y vuelta. No puedo distraer el paladar. He de morder mucho esta tarde. (…)- No se la había escapado a Conesal el mohín de disgusto que apareciera en la cara de Carvalho (…). –Presiento que mi menú no le ha gustado. -No lo comparto. -¿Lo desaprueba? -Es usted muy suyo, pero yo en su lugar, de tener pendiente una visita con el gobernador del Banco de España procuraría ir desde una sensación de dominio de la situación, dominio imposible de establecer si uno se ha tomado un vaso de zumo de pomelo, probablemente de lata, y un filete a la plancha o a la parrilla, vuelta y vuelta. (…) -…Sea, aconséjeme un menú previo a un encuentro con el gobernador del Banco de España. Carvalho ganó tiempo mientras examinaba la expresión irónica, condescendiente, casi divertida del financiero y finalmente emitió un veredicto, como si fuera la ficha más adecuada encontrada por la memoria de un ordenador. -Como entrante una combinación de verduras y mariscos serios, por ejemplo, unas ostras. Recuerdo un glorioso minestrone de ostras de Girardet que usted podría reconvertir en un minestrone de cangrejos de río, regado por un Ribera del Duero blanco o un Albariño o un Penedés, porque es importante que ante una comida de tan altos negocios usted registre variedad de gustos, desde la evidencia casi absoluta de que el señor gobernador del Banco de España va a tomarse unas judías tiernas cocidas aliñadas con aceite y una tortilla a la francesa muy hecha. A continuación algo barroco y sabroso, al estilo del brioche de tuétano y foie que yo probé en Jockey hace años, acompañado de un Rioja Alta, por ejemplo un 904 o un Centenario. Es posible que usted acumule la tentación de tener mala conciencia por haber abusado de la cantidad y la calidad y es aconsejable entonces un postre restaurador de la buena conciencia: frutas del bosque, por ejemplo. Sin nada. Ni vinos acompañantes, ni zumos, ni natas. Eso sí, café, un habano de reglamento y una copa de aguardientes viejos, de coñac para arriba. No cometa la tontería de tomarse un orujo o un licor de frambuesas. Los excelentes aguardientes blancos son coloquiales. Después de una comida de matrimonios o entre amigos. Para negociar con el gobernador del Banco de España no hay nada como un Armañac o un Calvados. Conesal repasaba mentalmente el menú y no tuvo más objeción que decir: -No fumo. -Usted se lo pierde y el gobernador del Banco de España se lo gana. Después de un Partagás Grand Connaisseur las victorias están aseguradas y sobre todo sobre un personaje que tiene cara de abstemio.”

 Manuel Vázquez Montalbán El Premio Editorial Planeta Barcelona, 2005 pág. 169/171






El lacayo anunció que la cena estaba servida. Todos lo siguieron en tropel del ala de los huéspedes al espléndido comedor de gala, lleno de retratos con barrocos marcos dorados de miembros de la familia real fallecidos. Era demasiado espacioso para la ocasión y Elsa se preguntó por qué lo había elegido el príncipe de Gales. Los cortinajes y la alfombra rojos daban calor a esa especie de cripta catedralicia de paredes dorado pálido y techos abovedados y calados. Aun así los hacía sentirse pequeños, y la mesa daba impresión de perderse en su enormidad. Las lámparas de araña estaban encendidas, y la luz que irradiaban sobre el cristal y la plata era cegadora. La repisa de la chimenea y el mantel eran de un blanco prístino como la nieve. El olor de los lirios que adornaban la mesa le hizo pensar en un invernadero. Por todas partes había lacayos con librea de relucientes botones dorados y guantes blancos inmaculados. (…) Anunciaron la cena y todos se dirigieron a la mesa… Se sirvió el primer plato de sopa juliana, rodaballo con salsa holandesa o salmonete, a elegir. Elsa comió muy poco. Sabía que seguiría un plato fuerte de carne o ave, un tercer plato de carne más pesada, tal vez caza, venado seguramente en esa época del año. Luego habría un cuarto plato, probablemente alguna clase de repostería, como tarta de fruta, tarteletas, natillas, y por último un postre de uva u otra fruta fresca, y después de la comida, queso. Se alargaría interminablemente antes de que las mujeres se retiraran dejando a los caballeros con el oporto y los puros. Los caballeros hablarían de África y el ferrocarril; las damas, si hablaban, se limitarían a chismorrear.”


 Anne Perry Un crimen en Buckingham Palace, Editorial Sudamericana S.A:, Buenos Aires 2008, pag. 147/148






Todo su cuerpo zozobró por dos veces de un lado para otro arrastrando las mantas y, por fin, extendió un brazo, cogió la jarra del agua antes de alcanzar el teléfono y, por fin, una voz gruñó: -Oiga… Sentado en la cama, mal sentado, pues no había tenido tiempo de colocar el almohadón y debía sostener aquel maldito teléfono, tenía ya una seguridad, una seguridad humillante: y era que, a pesar de los discursos indudablemente irónicos del capitán O´Brien sobre las virtudes diuréticas del whisky, sentía dolor de cabeza. -Maigret, sí… ¿Quién está al aparato…? ¿Cómo? Era MacGill y no tenía nada de agradable que le despertara un tipo por el que no sentía ninguna simpatía. Sobre todo, cuando el otro reconocía por su voz que estaba todavía en la cama y se permitía decirle: -¿Apuesto algo a que se acostó tarde? ¿Pasó por lo menos una buena noche? Maigret buscó con los ojos su reloj, pero no lo encontró aquella mañana. Terminó por descubrir un reloj eléctrico empotrado en la pared y abrió los ojos desmesuradamente al comprobar que eran las once. -Dígame, señor comisario… Le llamo de parte del jefe… Se sentiría muy contento si pasara a verle usted esta mañana… A partir de ahora puede ir, sí… Quiero decir en cuanto se haya arreglado. Inmediatamente…Se acuerda del piso, ¿verdad? El séptimo, al fondo del pasillo B… en seguida. Buscó por todas partes un timbre, como en Francia, para llamar al maitre d´hotel, al mozo, a cualquiera que acudiera, pero no encontró nada que se pareciera a eso y durante un momento tuvo la sensación de encontrarse perdido en aquella habitación ridículamente grande. Pensó, por fin, en el teléfono y tuvo que repetir tres veces en su imperfecto inglés: -Quisiera tomar mi desayuno, señorita… Desayuno, si… ¿Eh?... ¿Qué no comprende…? Café… Y ella le decía algo que él no lograba comprender. -¡Le pido mi desayuno! Creyó que le había colgado, pero le puso con otra línea donde oyó una nueva voz que le decía: -Room-service… Era muy sencillo, desde luego, pero era necesario saberlo y, en aquel momento, sintió un profundo desprecio por toda América por no tener la idea elemental de instalar timbres en las habitaciones de los hoteles. Para colmo, estaba en el baño cuando llamaron a la puerta y tuvo que gritar: -¡Entre! Pero continuaron llamando. No tuvo mas remedio que ponerse la bata, completamente mojado como estaba, e ir a abrir, pues había echado el cerrojo. ¿Qué esperaba el maitre d´hotel? Tenía que firmar la ficha. ¿Qué otra cosa quería? El otro continuaba esperando y Maigret comprendió, al fin, que deseaba la propina. ¡Y sus ropas estaban tiradas por los suelos!” 


Georges Simenon, Maigret en Nueva York, Hyspamerica Ediciones Argentina Sa Buenos Aires 1984, pag. sin numerar.









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