Me
comprometí a redactar un "texto decente" dónde explique mi método de “intervención con fuego”. Sí, es para esa misma postulación para la que
he estado transformando fotografías personales en inútiles postales vintage.
El dossier para una beca que sabemos que no voy a ganar pero que por puro
masoquismo voy a postular.
Un texto decente, me traduce, es algo
que resulte entendible para el lego pero que genere entusiasmo snob en la secta
de presuntos conocedores del arte. Lo
miro y no discuto, para qué, pero realmente no sé qué pretende. ¿Cómo puede ser algo entendible si se escribe
en la jerga críptica y hueca de críticos, curadores y demás propietarios del
mercado? Me agota sólo pensarlo. Pero, insisto, me comprometí y soy persona de
palabra.
Cómo dicen que una imagen vale más que mil
palabras y lo mío es, incuestionablemente visual, inicio un boceto y me
entretengo en quemarlo… vamos a
registrar el juego:
¿Por qué el fuego? Bueno, podría decirse que –si se tiene cuidado porque no será la
primera vez arruino todo- uno puede quemar los sectores del boceto que no
nos satisfacen o que nos parecen innecesarios.
El borde chamuscado y desparejo priorizará en esa área la textura, la
trampa al ojo del espectador, la posibilidad de sorpresa. El fuego es un aliado para el desconcierto. Jugamos a confundir y a provocar.
Por supuesto que el fuego no es un dócil
súbdito de nuestros caprichos. El fuego
hace por lo general lo que a él le venga en ganas. Por eso esta etapa de composición se hace al
lado de una pileta con la prudente proximidad del agua corriente. La canilla abierta en paralelo al encendedor
es la clave para no incendiar: 1) todo el boceto 2) nuestro cabello 3) la
casa. Cuando la llamita se desbanda vamos prestos
bajo el agua. Fin del problema
ígneo. Inicio del problema acuoso. Jugamos a salvar los restos del naufragio.
El agua también aporta texturas: hincha el
papel, lo arruga, lo torna extremadamente frágil. Lo expande por fuera de su estructura
original. Nuestro pobre boceto queda maltratado en
extremo, como debe ser.
Cuando seca lo adherimos a un papel base,
generalmente artesanal y preferentemente de color. ¿Por qué? Inicialmente porque el pobre boceto
quemado y humedecido no puede aguantar demasiado más, y de trabajarlo
manteniendo los huecos nos reduce el espacio de trabajo y nos obligaría a
enmarcarlo entre dos vidrios. Lo hemos
hecho alguna que otra vez, queda muy interesante pero el peso de la obra
montada la vuelve excesivamente frágil para los traslados. Y romper dos vidrios es duplicar el riesgo de
lastimar a alguien, por lo que la prudencia aconseja duplicar el papel que es
mucho más inofensivo.
¿Y el color? Por el color.
Por el desafío de hallarme condicionada por una base tonal que obligará
a mixturizarse con ella para mitigar efectos y abusar de los complementarios para acentuar impactos. ¿Dije alguna vez que todo se
trata de jugar?
Montado papel sobre papel, lista la base,
comienza la parte divertida. ¿Hacia dónde
iremos? Nunca lo sé por anticipado,
parto de un dibujo que me atraiga –manos expresivas
en este caso- y de ahí que la propia obra indique lo que quiere. Porque en este juego somos democráticos y
dejamos a todos hacer su voluntad: el fuego va por donde quiere, el agua se
estanca dónde le plazca, el papel artesanal se arruga a su antojo y la obra en
conjunto digita mi voluntad hacia su significancia. Yo sólo juego a ser obediente peón.
Post data: Sé cómo termina esto: lo lee y
me dice que es demasiado simple.
Protesto que quería que se entendiera.
Me grita que no tanto. Le
devuelvo el grito reclamándole que entonces lo haga él. Sé que va a reescribirlo con un exceso de
palabrerío absurdo, incomprensible e innecesario, pero muy apropiado para el vocabulario
habitual de quienes van a leerlo.
Supongo que es justo, todos estamos jugando acá. Juguemos en paz, pacem in ludo.
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