La cuarentena
infinita mutila el ánimo. No es que
quiera salir (el forzado encierro agrava mi natural ermitañez), pero no
hay forma de evitar que la paranoia colectiva se nos filtre por la piel. Con estos días demasiado benignos para ser
otoño intento pintar en caballete al aire libre. Pero no puedo entrar en ritmo, no me
concentro y acabo sin saber que estoy haciendo.
Las obras en las que debería trabajar en serio me superan y me veo
obligada al abandono.
Me refugio en la
cocina buscando el consuelo de un mate y
termino jugando con rollos de cartón.
Eso logra cambiarme el ánimo. Y
así dejo de pensar en pestes y mi cabeza se concentra en disimular el diseño tubular de Julian…
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