domingo, 22 de noviembre de 2020

 







     Como principio, acepto toda crítica que se haga a mi trabajo, la considero, la analizo, y después sigo más o menos igual.  No es que no les dé la razón o no valore su intención de mejora, pero uno hace lo que puede y en definitiva, es quién es.  Salvo en contadísimas ocasiones direccioné mi trabajo sobre consejos ajenos.

 

    Hace años, tras un breve seminario que tomé con él, Juan Lascano me dijo que tratara de dibujar con lápices muy duros de punta extremadamente fina, que obligaran a detenerme, a insistir, a reiterar la línea.  A anteponer la disciplina y el control por sobre la facilidad displicente de la tara natural.  Tenia absoluta razón, aunque interpretado a mi manera, fue entonces cuando empecé a cambiar el lápiz de grafito blando por lapiceras de tinta en gel.  

 

















     Tiempo después, en una charla informal cuando iba a llevar o a retirar una obra de un salón, el director de la Revista Croquis, Martin Enrique Gil, me decía que por qué me empeñaba tanto en darle sentido a mis composiciones, por qué insistía en un mensaje literal.  Que dejara a la obra fluir, liberarse de mi voluntad; que lo bueno decanta al cabo si uno se aleja de las moralejas.   Diré que adherí a esa premisa con absoluto entusiasmo, dejando de lado toda justificación y abandonándome al placer de hacer como única razón y único destino.

 













     Más atrás todavía en el tempo, en mis primeras muestras, cuando accedí al espacio de exposiciones de la Agencia CID del Diario de Viajero, una de las editoras, la Lic. Elizabeth Tuma, refiriéndose a uno de mis dibujos de la serie Borgeanas -que quedaría en su poder-, me sugirió avanzar sobre “eso” que hacía con los rostros.  Puede que entonces creyera que me hablaba de la gestualidad.  Ahora entiendo que se refería a dejar el papel limpio y crudo para texturizar la piel.    Claro, como siempre, termino yendo al extremo y es muy raro ahora que pinte piel, solo sombras y luces y que el papel, ese digno soporte, se encargue de hacer la magia necesaria.

 












     Hace unos días me sugirieron empecinarme en las dos cosas: minimizar recursos para lograr los retratos sin dejar de lado lo intrincado de mis composiciones.  Unir en una misma imagen lo simple y escaso con lo recargado y excesivo.  Pensé que era una conversación de borrachos.   Sin embargo, desde entonces llevo dándole vueltas a la posibilidad de unir el “menos es más” con el “siempre más” del barroco.  Haciendo lo que he hecho siempre, acomodándolo de otra manera.  Priorizando, claro, la pura armonía estética.  Algo que sea, simplemente, muy grato de ver mientras es muy divertido de hacer.  En eso estamos.


































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