lunes, 25 de abril de 2022

 

 

 

    Hay preguntas con respuestas simples: ¿qué quiere un artista?  Mostrar su trabajo.  De esa acción se desprende todo lo demás (la difusión, tal vez el reconocimiento, excepcionalmente la posibilidad de vivir del arte). Después vienen las otras preguntas cuyas respuestas son un complejo galimatías: ¿Cómo se muestra la obra?  ¿Dónde? ¿Cuál es la herramienta para discernir que sirve y que no?

 

     Uno empieza tratando de mostrar lo que hace en pequeños salones, en muestras colectivas, después intenta en algún concurso y pareciera que la meta es una individual.   Sigue, en esa lógica, hacer idéntico caminito pero tratando de acceder a espacios de más prestigio: los salones se vuelven nacionales, los concursos internacionales y se intenta exponer en solitario en alguna galería de reconocida trayectoria con cobertura de prensa especializada.

























 

     Esa estructura de base se complejizó cundo internet se volvió masivo.  Entonces se sumaron en paralelo las muestras virtuales, y esa exhibición permanente que puede obtenerse manejando con cierta habilidad las redes sociales.  Instagram se volvió un recurso básico, un portfolio interactivo que hay que mantener actualizado y hacer circular.  Lo físico y lo digital en paralelo.  Si el artista ya tenía bastante quehacer, hubo que empezar a adiestrarse en nuevas tecnologías y equilibrar la presencia en el mundo físico y en el mundo virtual.

 

     Vino la peste y simplificó las decisiones: sólo se pudo mostrar en línea, lo que hizo que se multiplicaran y complejizaran las propuestas.  A los golpes se aprende.  Pero como es lógico, todo tiene un límite y la historia siempre se mueve de modo pendular, y tras casi dos años de encierro la necesidad de volver al fase to fase (aun con barbijo) se volvió imprescindible.  Pero, de vuelta, los códigos y reglas mutaron y se cambiaron otra vez las reglas.














































































 

     Son tiempos de acciones híbridas, lo físico tiene que implicar su reflejo digital.  Si se hace algo pero no se ve en redes es como si no existiera.  El artista necesita crear la obra, diagramar un discurso expositivo, conseguir un lugar donde colgar, coordinar traslados y puestas, una buena gráfica que acompañe y una campaña de prensa que difunda el evento, crearle un hashtag, hacer breves reels, muchas fotos y posteos, interesar (o contratar) un influencer para que asegure réplica de las imágenes.  Filmaciones en tiempo real, imágenes musicalizadas, capturas y reposteos de fotos de los visitantes a la muestra, como un espejo frente a un espejo que refleja hasta el infinito.























 

     El desafío es grande, la decisión de exponer se volvió asumir que el trabajo será mucho y no ya diario, sino permanente durante cada minuto del evento.  Y caro, porque es obvio que un artista no puede cubrir solo todos los frentes.  Así, optar por cada paso que se da genera un cúmulo de cálculos tanto de dinero a invertir como posibilidades concretas de hacerse cargo de múltiples tareas, tiempo a aplicar a cada gestión paralela a la cuelga, y la suficiente salud mental para afrontar ese despliegue sin una crisis de nervios cada media hora. Demasiadas decisiones juntas y, claro, siempre con data parcial y tendenciosa.

 

     En eso estoy, buscando un lugar físico que aún no consigo, bregando por obtener la información real de los costos de ferias internacionales para la segunda mitad del año, tratando de identificar los carriles más idóneos no solo para sacar la obra del país sino por dónde poder hacer pagos al exterior, ya que mi país considera que hacer algo por fuera de las fronteras (sin pagar peaje al político de turno) es alta traición  a la patria.  Todo el tiempo haciendo cálculos logísticos, dejando márgenes para errores y teniendo plan B, plan C, y así hasta un plan Z porque la Argentina se especializa en entorpecer, trabar y desquiciar a cualquier emprendedor.
























 

   Si, dan ganas de bajar los brazos, encerrarse en el taller y escindirse del mundo.  Pero los años pasan, uno le ha dedicado la vida a esto y renunciar ya no es opción. Se sostiene el ideal, se estudia y se aprende sobre las nuevas y mutantes plataformas, se prueba, se falla, se sigue, se vuelva a intentar.  No hay objetivos finales, es siempre un mientras tanto.  La acción creativa (y compartirla con el espectador) es siempre un acto del presente.























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