Hay
preguntas con respuestas simples: ¿qué quiere un artista? Mostrar su trabajo. De esa acción se desprende todo lo demás (la
difusión, tal vez el reconocimiento, excepcionalmente la posibilidad de vivir
del arte). Después vienen las otras preguntas cuyas respuestas son un
complejo galimatías: ¿Cómo se muestra la obra?
¿Dónde? ¿Cuál es la herramienta para discernir que sirve y que no?
Uno empieza
tratando de mostrar lo que hace en pequeños salones, en muestras colectivas,
después intenta en algún concurso y pareciera que la meta es una individual. Sigue, en esa lógica, hacer idéntico caminito
pero tratando de acceder a espacios de más prestigio: los salones se vuelven
nacionales, los concursos internacionales y se intenta exponer en solitario en
alguna galería de reconocida trayectoria con cobertura de prensa especializada.
Esa estructura
de base se complejizó cundo internet se volvió masivo. Entonces se sumaron en paralelo las muestras
virtuales, y esa exhibición permanente que puede obtenerse manejando con cierta
habilidad las redes sociales. Instagram
se volvió un recurso básico, un portfolio interactivo que hay que mantener
actualizado y hacer circular. Lo físico
y lo digital en paralelo. Si el artista
ya tenía bastante quehacer, hubo que empezar a adiestrarse en nuevas
tecnologías y equilibrar la presencia en el mundo físico y en el mundo virtual.
Vino la
peste y simplificó las decisiones: sólo se pudo mostrar en línea, lo que hizo que
se multiplicaran y complejizaran las propuestas. A los golpes se aprende. Pero como es lógico, todo tiene un límite y la
historia siempre se mueve de modo pendular, y tras casi dos años de encierro la
necesidad de volver al fase to fase (aun con barbijo) se
volvió imprescindible. Pero, de vuelta,
los códigos y reglas mutaron y se cambiaron otra vez las reglas.
Son tiempos
de acciones híbridas, lo físico tiene que implicar su reflejo digital. Si se hace algo pero no se ve en redes es
como si no existiera. El artista necesita
crear la obra, diagramar un discurso expositivo, conseguir un lugar donde
colgar, coordinar traslados y puestas, una buena gráfica que acompañe y una
campaña de prensa que difunda el evento, crearle un hashtag, hacer breves reels,
muchas fotos y posteos, interesar (o contratar) un influencer
para que asegure réplica de las imágenes.
Filmaciones en tiempo real, imágenes musicalizadas, capturas y reposteos
de fotos de los visitantes a la muestra, como un espejo frente a un espejo que
refleja hasta el infinito.
El desafío
es grande, la decisión de exponer se volvió asumir que el trabajo será mucho y
no ya diario, sino permanente durante cada minuto del evento. Y caro, porque es obvio que un artista no
puede cubrir solo todos los frentes.
Así, optar por cada paso que se da genera un cúmulo de cálculos tanto de
dinero a invertir como posibilidades concretas de hacerse cargo de múltiples
tareas, tiempo a aplicar a cada gestión paralela a la cuelga, y la suficiente
salud mental para afrontar ese despliegue sin una crisis de nervios cada media
hora. Demasiadas decisiones juntas y, claro, siempre con data parcial y
tendenciosa.
En eso
estoy, buscando un lugar físico que aún no consigo, bregando por obtener la
información real de los costos de ferias internacionales para la segunda mitad
del año, tratando de identificar los carriles más idóneos no solo para sacar la
obra del país sino por dónde poder hacer pagos al exterior, ya que mi país considera
que hacer algo por fuera de las fronteras (sin pagar peaje al político de
turno) es alta traición a la
patria. Todo el tiempo haciendo cálculos
logísticos, dejando márgenes para errores y teniendo plan B, plan C, y así
hasta un plan Z porque la Argentina se especializa en entorpecer, trabar
y desquiciar a cualquier emprendedor.
Si, dan ganas
de bajar los brazos, encerrarse en el taller y escindirse del mundo. Pero los años pasan, uno le ha dedicado la
vida a esto y renunciar ya no es opción. Se sostiene el ideal, se estudia y se
aprende sobre las nuevas y mutantes plataformas, se prueba, se falla, se sigue,
se vuelva a intentar. No hay objetivos
finales, es siempre un mientras tanto.
La acción creativa (y compartirla con el espectador) es siempre
un acto del presente.
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