Pareciera
que estos días sólo nos enredamos en obras que quedan inconclusas, prontamente abandonadas. Siempre se trata de dibujar, sólo por
dibujar, con la excusa de agilizar la mano, de mantenerla en movimiento. Trazar líneas sin intención ni pretensión,
como un violinista que ensaya diariamente en busca de la perfección de cada nota. Dibujo como práctica diaria, disciplinada y constante.
Pruebo trazar flecos con tinta, para medirme cuidadamente en la forma:
El desnudo en una tranquila pose clásica me gustaba. El problema fue el
tamaño del papel, que no me dejó lugar suficiente para la cabeza. Incluirla a Judith era la forzosa referencia
a la decapitación. El chiste obvio me
cansó pronto.
Demasiadas cosas, demasiado verde. Podría haber sido, pero me agobió la sobrecarga. Soy excesiva pero también tengo
un límite...
El papel había cubierto el piso durante la
reparación de un techo y quedó manchado por un goteo de yeso. Recorté un pedazo y decidí usarlo como base para una obra. Superpuse otros papeles, amagué, me entusiasme diez minutos y no llegué a
ningún lado.
De nuevo, vamos, vamos, vamos, y abandono. Nada del conjunto me atrajo a continuar.
Me permito jugar en mi libreta de apuntes. Agregar esmalte de uñas. Lo adhiero a otros papeles para aumentar el tamaño
y las posibilidades y me aburro y me distraigo con otras cosas.
Hay obras inconclusas que, aun a medio hacer, me
resultan simpáticas y queribles. Deambulan en mi
taller, se amontonan en mi tablero. Me
da pena tirarlas y las dejo por ahí, mirándome de a ratos. Ignoro si tendrán un destino distinto al del bote
de basura cuando pasado los años deba hacerse lugar. Tampoco las regalo porque me parece una falta
de respeto al destinatario, no se obsequian cosas sin terminar. Tal vez, me
digo, algún día las retome y surja la magia y arribemos a buen puerto. Se que es
mentira, pero me digo que es una de esas promesas que nadie espera cumplir pero que no por eso dejan de ser una posibilidad y una quimera.
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