sábado, 27 de abril de 2013




MUSEO

 “…Porque yo amaba a esa mujer/ 
De cartón piedra/ 
Que de San Esteban a Navidades,/ 
Entre saldos y novedades,/ 
Hacía más tierna mi acera./ 
No era como esas muñecas de abril/ 
Que me arañaron de frente y perfil;/ 
Que se comieron mi naranja a gajos,/ 
Que me arrancaron la ilusión de cuajo./ 
Con esa presteza que le da el alquiler/ 
Olvida el aire que respiró ayer./ 
Juega a las cartas que le da el momento/ 
Mañana es sólo un adverbio de tiempo./ 
No, ella esperaba en su vitrina/ 
Verme doblar aquella esquina/ 
Como una novia…” 

Joan Manuel Serrat, De cartón piedra





Sé que algunos dijeron que no tuve suerte en el matrimonio. Más vale que la gente de afuera no opine sobre asuntos reservados, porque en general se equivoca. Pero explíqueles al barrio y a la familia que son de afuera. El carácter de mi señora es más bien difícil. Diana no perdona ningún olvido, si siquiera lo entiende, y si caigo a casa con un regalo extraordinario me pregunta: ´¿Para hacerte perdonar qué?´. Es enteramente cavilosa y desconfiada. Cualquier buena noticia la entristece, porque da en suponer que para compensarla vendrá una mala. (…) Ceferina, que me quiere como a un hijo, nunca aceptó enteramente a mi señora. En un esfuerzo para comprender ese encono, llegué a sospechar que Ceferina mostraría igual disposición con toda mujer que se me arrimara. Cuando hice la reflexión, Diana contestó: -Yo pago con la misma moneda. A nadie quiere tanto la gente como a sus odios. (…) Una cosa aprendí: es falso que uno se entienda hablando. Le doy como ejemplo una situación que se ha repetido la mar de veces. La veo a mi señora deprimida o alunada y, naturalmente, me entristezco. Al rato pregunta: -¿Por qué estás triste? -Porque me pareció que no estabas contenta. -Ya se me pasó. Ganas no me faltan de contestarle que a mí no, que no soy tan ágil, que yo no me mudo tan rápido de la tristeza a la alegría. A lo mejor, creyendo ser cariñoso, agrego: -Si no querés entristecerme, no estés nunca triste. Viera cómo se enoja. -Entones no vengás con el cuento de que es por mí que te preocupás- me grita como si yo fuera sordo-. Lo que yo siento, a vos te tiene sin cuidado. El señor quiere que su mujer esté bien, para que lo deje tranquilo. Está muy interesado en lo suyo y no quiere que lo molesten. Es, además, vanidoso. -No te enojés que después te sale un herpes de labio- le digo, porque siempre fue propensa a estas llaguitas que la molestan y la irritan. Me contesta: -¿Tenés miedo que te contagie? No le refiero la escena para hablar mal de mi señora. Tal vez la cuento contra mí. Mientras la oigo a Diana, le doy la razón, aunque por momentos dude. Si por casualidad toma, entonces, la más características de sus posturas –acurrucada en un sillón, abrazada a una pierna, con la cara apoyada en la rodilla, con la mirada perdida en el vacío- ya no dudo, me embeleso y pido perdón. Yo me muero por su forma y su tamaño, por su piel rosada, por su pelo rubio, por sus manos finas, por su olor, y sobre todo, por sus ojos incomparables. A lo mejor usted me llama esclavo; cada cual es como es.” 

Adolfo Bioy Casares, Dormir al Sol, Emecé Editores S.A. Buenos Aires 1992 Pág. 14/17







El prójimo es bueno, me dije, nadie te quiere mal, no hay razón alguna para que te desmiembren, no has hecho nada que concite la inquina de cuantos te rodean, aunque éstos parezcan propensos a manifestarse en tal sentido. Calma. Todo tiene una explicación muy sencilla: algo raro que te pasó en la infancia; la proyección de tus propias obsesiones. Calma. En unos segundos se despejará la incógnita y podrás reírte de tus miedos infantiles. Llevas cinco años de tratamiento psiquiátrico, tu mente no es ya una barquichuela a la deriva en el proceloso mar de los delirios, como antes, cuando creías, pedazo de bruto, que las fobias eran esas ventosidades silenciosas y particularmente fétidas que la gente incivil se permite en los transportes públicos abarrotados. Agorafobia: temor a los espacios abiertos; claustrofobia: temor a los espacios cerrados, cual sarcófagos y hormigueros. Calma, calma. Y mientras me iba tranquilizando con estos pensamientos reconfortantes, traté de apearme del lecho y, al hacerlo, cayó sobre mí una como tela de araña fría y pesada que me inmovilizó contra las sábanas y percibí claramente el ruido que hacía el pomo de la puerta al girar y el chirriar de los goznes y unos pasos acolchados que penetraban en la alcoba y el jadeo entrecortado de quién se apresta a cometer el más horrendo de los crímenes. Y no pudiendo resistir más el miedo que me embargaba, me oriné en los pantalones y me puse a llamar a mi mamá en voz muy queda, con la tonta esperanza de que pudiera oírme desde el más allá y acudiera a mi encuentro en el umbral del reino de las sombras, pues me cohíben los ambientes nuevos. Y en eso estaba cuando escuché una voz a mi lado que decía: -¿Duermes, tú?- en la que reconocí a Mercedes Negrer y a la que quise responder sin conseguirlo, saliendo sólo de mi garganta un murmullo quejumbroso que poco a poco se fue transformando en alarido. Una mano se posó en mi espalda. -¿Qué haces envuelto en la mosquitera? -No veo- pude articular por fin-. Me parece que estoy ciego. -No, hombre. Hay un apagón.”

 Eduardo Mendoza, El Misterio de la Cripta Embrujada Editorial Planeta S.A. Barcelona 1985 Pág. 104/105





  “´Puesto que para huir de mí siempre te refugiaste en esas fantasías inintelegibles de lo que debería ser si el ser pudiese ser distinto a lo que indefectiblemente es, cuyas puertas de acceso cerraste siempre en mis narices.´ Dejó de leer para mirar el fuego y sorprenderse de la perspicacia con que ella demostraba saber demasiado bien cómo era él. En cambio Derrourelle nunca había explorado debidamente las otras cosas que había dentro de esa cosa llamada Simone. ¿Era un descuido o la negación de un egoísta perverso y solitario? Se había limitado a observarla en los momentos (muy frecuentes, pensó ahora como justificativo) en que ella se asomaba a las ventanas exteriores de su ser, dando casi por supuesto que esa mujer le había sido deparada por un destino a la vez perverso y condescendiente, no por pura casualidad (como suele pensar la mayoría de los hombres) sino como castigo expiatorio de su viciosa incesante costumbre de ensimismarse en conjeturas sobre la realidad, el acceso a cuyas conclusiones, en efecto, Derrourelle siempre le había negado.”

Miguel Brascó El Prisionero Vocación, Buenos Aires 2012 Pág. 96/97







 

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