miércoles, 14 de agosto de 2013

 


     Es imposible concentrarse. En la mesa vecina un psicótico (¿oligofrénico? ¿border line? Alguien evidentemente violento, alguien evidentemente simple, alguien evidentemente a punto de ebullición) habla a los gritos y gesticula aparatosamente. Paré por café, pausa a mis pies y refugio al frío de la calle, dispuesta a conceder unos minutos de calma a mis pensamientos. Pero elegí mal la mesa. No puedo elucubrar sesudamente la viabilidad de usar películas de acetato cristal para proteger las obras cuando alguien a menos de metro y medio despotrica audiblemente (muy) contra un montón de gente.

     Por más que me tuviera sin cuidado la vida ajena, este individuo pretendía que todos los presentes supiéramos detalles escabrosos (a su criterio) de sus parientes cercanos, compañeros de un presunto empleo y de la institución dónde (supongo) lo aíslan con periodicidad en beneficio de la sociedad. Por dios, que se calle. Al parecer lo que más lo indigna es que apaguen los cigarrillos en las macetas que le mandan a regar a él. “-¿Qué? ¿Tengo que regar los filtros? ¿Qué, van a brotar?”. Y, ¡oh, lo peor!, esta misma gente corta las factura en rodajas… Tengo que aprender a elegir mesa. 

    La mujer que está con él (me da la espalda y apenas habla) parece alimentar su indignación al replicar con gestos y monosílabos. Ahora la ira es contra los bomberos, prefectura y defensa civil, quienes, parece, visitan con frecuencia el lugar y permiten que se tiren los cigarrillos en las macetas y se rebanen las medialunas. Se inclina sobre la mesa, hablando muy bajito a su compañera, mirando alrededor como si sospechara de pronto una confabulación en su contra. Yo evito mirarlo, por si las moscas. Pero no puedo evadirme de su barullo. De pronto exclama teatralmente -¿Hace frio afuera?” y parándose apresuradamente se va con la mujer, a la que arrastra de un brazo. El mozo no lo corre, así que doy por hecho o que pagó antes o que lo conocen y no le cobran.






     Habemus silencio. Trato de volver a mis meditaciones sobre mi Silk Road y los recaudos para su traslado a la Córdoba andaluza. Una mujer aparece y ocupa la mesa liberada por el loco. Habiendo tantas otras mesas… La observo con desconfianza, pero ella está atenta a su celular. Parece normal y silenciosa. Vuelvo a lo mío. ¿Y si trato de conseguir esas cajas planas de acrílico donde suelen resguardarse los documentos y fascímil en exhibición en los museos? La mujer de la mesa vecina saca una pequeña notebook. Una Vaio. Y pidió medialunas con su café. ¿Irá a cortarlas en rebanadas? La verdad, ¿qué me importa? Por qué me distraigo... 

      Las cajas de acrílico pueden ser una idea, pero son frágiles para un traslado en bodega de avión, donde tiran y apilan los bultos de cualquier manera. Menos frágil que un vidrio, cierto, pero no lo suficientemente resistente. Si bien lo del doble paspartú es potable para unificar estéticas y continuar con el espíritu barroco que impera sobre toda la serie, no alcanza para asegurar que las obras estén en dignas condiciones de cuelga. Para eso hay que enmarcar –madera, metal, o hasta plástico- pero enmarcar a la vieja usanza. Y los marcos tampoco sobreviven los viajes, ya lo hemos experimentado. Parece que a esto no hay salida. De golpe una voz de mujer, con contundente acento español, parlotea con rapidez desde la mesa de la mujer. Desde su computadora. ¿Está viendo una telenovela o una película? Suena como Victoria Abril en una vieja película de Almodovar. ¿A las 10:30 de la mañana, en la mesa de un bar? ¿Es necesario? ¿Y cómo come las medialunas? Todavía no las tocó, ocupada en romper dos sobres de azúcar en su café. Azúcar, no edulcorante. No está a dieta. Se nota. Pero, ¿qué me importa? Vigilo con lo que supongo cierto disimulo el plato con las medialunas (de manteca, no de grasa). Repentinamente un destello me ciega y me distrae de mi distracción. En la mesa de atrás de la mujer un hombre mayor esgrime una lupa gigantesca para leer con atención no sé qué página del diario. El reflejo del sol contra la lupa me pega en los ojos obligándome a desviar la vista. Una lupa de quince centímetros de diámetro, como menos. La mujer agarra una medialuna y la hunde por completo en la taza de café. ¡Qué horror! ¿Dónde me metí? El hombre de la lupa pasa la página y veo que lee el Clarín. Clarín miente, recito por reflejo condicionado. La mujer termina la segunda medialuna mientras las voces desde su computadora hacen de música de fondo.







     No estuve ni veinte minutos en el bar y ya estoy completamente agobiada. ¿No hay normalidad en ninguna parte? O tal vez eso es normalidad y yo no lo entiendo porque soy la no-normal. Mejor me voy, antes que el dolor de cabeza que me asecha desde temprano me atrape por completo. Decido con resignación que la vida me supera y que debería remitir las obras enrolladas y que las enmarquen al recibirlas. Todo se ha vuelto demasiado complicado esta mañana.




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