martes, 27 de agosto de 2013




     ¿Por qué estoy tan molesta? Respuesta obvia: a veces el claro menosprecio puede colmar la paciencia del más calmo. Ya estoy acostumbrada a ese trato pero, de vez en cuando, me harto de soportarlo con mi inexplicable estoicismo. Así que soy, ¿qué? ¿mediocre? ¿estúpida? ¿del montón, inferior a, como corresponde, cualquier hombre por imbécil que éste sea? Y me callo la boca y sonrío como corresponde a una dócil mujercita doméstica que sabe que tiene que asumir su inferioridad con gracia y simpatía.






     Y, entonces, ¿por qué estoy molesta? ¿Por qué de un modo infantil y “romántico” espero recibir respeto de quién jamás lo he recibido? ¿Y qué me puede importar el respeto de quién no me respeta? El error está en ese empecinamiento de “ganar” su respeto. Yo ya soy yo, no tengo que hacer nada más que ser. Si eso no es suficiente, ¿para qué perder el tiempo? Y sobre todo a esta altura del partido…






     Una voz confusa repica a mis espaldas “¿Y ahora que le agarro? ¿Un ataque de sentimentalismo? ¿Espera que alguien se lo crea?”. Otra de mis voces sólo se ríe y la voz rubia, mi leal defensora, trata de encontrar un justificativo a mi patético arrebato: “Se supone que en tu casa no se atrinchera el enemigo. Es molesto tener que cuidarse las espaldas hasta cuando dormís.” Siento un poco de culpa ante su defensa. Tampoco es cierto. Que no confíe en nadie y jamás me relaje es verdad, pero también es un hecho que mi sensibilidad es la propia de un cactus. 

      O.K., estoy dramatizando de un modo exagerado y totalmente absurdo. No hay razón para que todo esto me afecte y, de hecho, no me llega más allá de provocarme la protesta aireada e innecesaria. Soy quién soy, ellos son ellos, cada uno tiene lo que se merece y cada cual seguirá siendo lo que siempre fue. Fin de la cuestión.







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