viernes, 23 de agosto de 2013

Work break o de como la locura puede ser la única opción para vencer el desquicio.






     No es que me haya muerto ni que definitivamente renunciara a este seudo diario electrónico, sólo ha sido demasiado trabajo, todo junto y bajo presión. No es anormal, uno más o menos sabe que se dan estas rachas, y cuando aparecen uno hunde la cabeza entre los hombros, traba los músculos y le da para adelante. Y si bien soy una de las que siempre está despotricando sobre lo ingrata e inhumana que se ha vuelto la profesión que ejerzo en mi vida civil, realmente lo siento, lo digo, pero no me importa mucho.






     Pero cuando tengo frente a mí a una colega que, con voz ahogada y celeridad de desesperación, me relata como ya no puede soportar más esta actividad me alegro de la invulnerabilidad que me otorga mi apatía. Me dice con ojos húmedos en mitad de un pasillo que ya no soporta a la gente que demanda y demanda de un modo absurdo (llama un lunes, llama un martes, llama un miércoles ¡y los tres días uno le dice lo mismo! y llama el jueves, y llama el viernes…); el maltrato cotidiano de los empleados públicos que suponen que uno concurre (a trabajar) sólo para molestarlos; el tráfico que pareciera ser atraído por imanes todos juntos a las mismas intersecciones justo cuando uno tiene un límite horario que no puede posponer (los benditos vencimientos); y el dinero, ese dinero que no se consigue porque nadie paga y, cuando lo hacen excepcionalmente, los impuestos y cargas se llevan la mayor parte. 

     Sé (porque es lo que hago mecánicamente, como reflejo) que le sonreí con comprensión y simpatía y traté de que supiera que lo mismo sufrimos todos, por lo que le sirviera de consuelo el mal de todos. Y eso derivó –previsiblemente- en el enunciado de la pormenorizada nómina de todos los colegas que han ido cayendo como moscas los últimos meses. Infartos, accidentes cerebrovasculares, ataques de pánico. “Me bloquié” –me decía con una cara de espanto que me asustó más que la idea- “estaba sentada en la computadora y no sabía que tenía que hacer. Llamé una amiga y pensó que la cargaba. Cuando entendió que le hablaba en serio me quiso mandar una ambulancia.” Es triste, pero ese tipo de episodios se lo escuché contar a más de una persona. Parece un mal contagioso. Una de mis voces me susurró en paralelo “Y vos tan preocupada porque tu Buey Apis te salió con cara de langosta…” Ya bien adiestrada a no contestar en voz alta a mis voces (para disimular una normalidad acorde al medio), mientras seguía haciéndole de oyente terapéutica a mi colega, repliqué para mis adentros que realmente ese sí era un problema.






     Estructuré la hermosa y soberbia cabeza de mi Buey, cuidando que tuviera el porte suficiente para sostener la parte superior del Totem (mi Monito Gagool, mi León-Medusa, la Anfisbena y el Buho Oráculo); le dí solidez y prestancia, y cuando retrocedí tres pasos comprendí que lucía como ¡un insecto! 

      He pasado los últimos días, corriendo y bregando en mi trabajo civil, tratando de comprender porque mi inconsciente me jugó tan mala pasada. Atribuí la culpa –según mi particular lógica- a Woody Allen, ya que él fue la voz original de Flick en la película Ants, pero el tema es que mi Buey no se parece a una hormiga. Tiene cara de langosta. Salta, salta, salta, pequeña langosta, ve con el Pequeño Saltamontes… Pero no, no estaba pensando en Kung Fu. No sé. Un auténtico misterio.


 “Estoy buscando un trabajo en relación de dependencia. De lo que sea”- me seguía diciendo mi desesperada colega. “Necesito algo fijo, no puedo seguir así. Hay que pagar el alquiler de la oficina, el teléfono, la luz, las matrículas de Provincia y Capital, el aporte jubilatorio obligatorio porque si no te inhibe la Caja, el monotributo , las resmas de papel y los cartuchos de tinta de la impresora. ¡Ya no puedo cubrirlo todo! ¡No doy más! “ 

      Una parte de mi comprendía cada una de sus quejas, porque yo también las recito una o dos veces por semana. Pero para ella (más joven, tal vez por eso más vulnerable a la falsa fe de que una profesión liberal te da “libertad”) esas cuestiones la angustiaban de un modo físico que semejaban el fin de su mundo . Pensé con cierta filosófica curiosidad que esas mismas cosas a mi me angustian… cinco minutos. Y después se me corporiza en la mente mi Buey cara de langosta y me devano los sesos en cosas más ¿profundas? Digamos que distintas.






     Al rato cuando me separé de ella deseándole “suerte” (expresión estúpida si las hay) me quedé con dos sensaciones contundentes: la primera –obvia e indiscutible- de que soy una persona rara; la segunda, que mi locura me viene salvando de enloquecer en el ejercicio de un trabajo profesional que se ha vuelto manifiestamente insalubre. Y por asociación de ideas (cadena que si la explayara aquí haría que viniera alguien con el chaleco de fuerza) colegí que a la Zoología Fantástica de Borges que plagia a la de Plinio yo puedo aportarle una Zoología chanfleada donde la morfología de mis bestias es el resultado de una personalidad múltiple demasiado influenciable (esquizofrenia dubitativa). Y recordé a Eco contando la decepción de Marco Polo frente a los unicornios y su preocupación por las vírgenes:






Ante el fenómeno desconocido, a menudo se reacciona por aproximación: se busca ese recorte de contenido, ya presente en nuestra enciclopedia, que de alguna manera consiga dar razón del hecho nuevo. Un ejemplo clásico de este procedimiento lo encontramos en Marco Polo, que en Java (lo comprendemos nosotros ahora) ve unos rinocerontes. Se trata de animales que no ha visto jamás, pero, por analogía con otros animales conocidos, distingue el cuerpo, las cuatro patas y el cuerno. Como su cultura ponía a su disposición la noción de unicornio, precisamente como cuadrúpedo con un cuerno en el hocico, Marco Polo designa a esos animales como unicornios. Luego, puesto que es un cronista honrado y minucioso, se apresura a decirnos que, sin embargo, esos unicornios son bastante extraños, quisiéramos decir poco específicos, dado que nos son blancos y esbeltos, sino que tienen ´pelo de búfalo y patas de elefantes´, el cuerno es negro y poco agraciado, la lengua espinosa, la cabeza parecida a la de un jabalí. ´Trátase de bestia muy repulsiva a la vista. No es, como decimos nosotros, que se deje capturar por la doncella, sino lo contrario.´(Million, 143). 

 Umberto Eco, Kant y el ornitorrinco Random House Mondadori SA, Uruguay 2013, pág. 65








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