Si me
hubieran contado que las cosas iban a ser así, hubiera dado las gracias
amablemente y me habría marchado a paso
veloz para otro lado. Pero la vida suele
darse de ese modo, uno no tiene claro donde se mete y nadie derrocha sinceridad
contándonos cómo va el asunto. Y al
cabo de los años terminamos dándonos cuenta que estamos metidos en mitad de una
vorágine de absurdos que si no fueran palmariamente reales los tomaríamos por una
broma de pésimo gusto.
Por mi
trabajo civil –ese que me mantiene y me
permite derrochar el dinero en pintura y papelitos de colores- trato con
muchas personas. Un pequeño mundo
alegórico del mundo total. Y cada vez se
me vuelve más evidente que la gran mayoría está completa y perdidamente
trastornada. No tengo el tupé de
argumentar en favor de mi propia salud mental –inexistente- pero mi entorno no me va en saga. Y se multiplican a gran velocidad.
Ayer fue,
literalmente, un desfile. Yo tenía poco
tiempo, comprometida a terminar una labor que me requería sentarme a escribir un
rato con cierta cuota de concentración.
Primero cayó una señora mayor, venida a menos pero sin perder la
compostura. Avanzada en los sesenta, traía las manos con una manicuría
impecable, cada uña con un acabado distintivo: la de los anulares en un
puntillado plateado iridiscente, la del dedo medio con base blanca y un moñito
de strasses, la del índice blanca con
una francesita en plateado y un strass
en el ángulo de la luna, la del pulgar y del meñique con franjas verticales
plata y blanco. Para combinar, sus
múltiples añillos eran plateados y con circones, y una pulsera con muchos dijes,
que tintineaba con sus ademanes, en plata también. ¿Tengo que aclarar que me distraje por
completo con sus manos y sólo por oficio pude mantener una conversación de
rigor con ella? No había consulta
pendiente, sólo su paso habitual por novedades que sabe que aún no habrá. Se quedó veinte minutos parloteándome sobre
su fin de semana, que visitó a su madre (ya octogenaria) en un geriátrico y la
encontró atada a la silla de ruedas. Que
la ataban porque quería “sublevar” a otras abuelas. Que su mamá llevaba 40 años internada,
primero en psiquiátricos y los últimos años, pese a su buena salud física, en
un hogar de ancianos. Me lo contaba como
otros comentan una noticia escandalosa.
Revoleando sus manos preciosas mientras hablaba. ¿Por qué la gente cuenta esas cosas a un
perfecto extraño? ¿Qué se supone que el
perfecto extraño –ergo yo- debe pensar tras esas confesiones? ¿Qué motiva a una persona a realizarse
semejante manicuría que seguramente no subsiste a una ducha o al fregado de un
plato?
Sin que
tuviera razón tampoco pasó un viejo cliente que, sin prurito, reconoce que viene
para charlar un rato y me cuenta con detalle las últimas novedades de su barrio
(cuestión que me tiene sin cuidado). Lo reconozco, la culpa es mía: se nota que
escuchar es algo que se me da naturalmente.
Siempre estamos en busca de una buena historia…
Y de
inmediato una clienta que es mi debilidad: la que no sabe qué hacer con los
fragmentos de yeso de una virgen rota por accidente y que me cuenta de gente “que ya no está” porque nunca pronuncia
la palabra muerte. Después fue una
seguidilla de extravagancia habitual: una psicóloga retirada que habla (habla y le contestan) con los árboles
del fondo de su casa paterna, razón por la cual se opone terminantemente a la
venta de esa casa; un ex jugador de futbol que pretende estructurar negocios en
el aire, sin dinero, sin suscribir contratos, evadiendo toda la legislación
vigente y que culpa al sistema (y a mi incompetencia) cada vez que le digo que
como él pretende no se puede hacer nada; una mujer joven e instruida que asegura que el
vecino (que ya no es el que era porque ha
habido varias mudanzas aunque ella
sostiene que están todos de acuerdo y el original nunca se fue, “perdura”)
la espía por los techos y remueve tejas para observarla por las noches. Un
inquilino que reconoce no pagar el suministro eléctrico desde hace cuatro meses
porque no le llega la boleta. Le sugiero
que vaya a reclamar y pague, porque le van a cortar el servicio. Pareciera que recién
ahí le cae la ficha de que si no paga un servicio se lo cortan. Su angustiada manifestación, junto a una cara
de sorpresa de lo más pintoresca, fue que para él sería una complicación si le
cortaban la luz porque tenía chicos chicos y sin televisión ni computadora se volvían insoportables.
Andá a pagar urgente, aconsejé, y por su expresión mis carabelas y yo acabábamos
de descubrirle América.
Había
entrado a la oficina las ocho de la mañana con la expectativa de poder dedicar
dos horas al trabajo escrito que tenía pendiente. Lo pude terminar a las siete de la
tarde. Nada productivo hice en el medio,
salvo escuchar las peculiares idiosincrasias de otra personas. ¿Soy un imán para lo raro? ¿O será que al prestar atención a todo
registro lo que es por demás habitual en el mundo? No sé.
Pero concluyo que estamos todos muy mal…
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