Podría enojarme por la falta de seriedad con
la que nos tratan a los artistas. Pero a
estas alturas no puedo enojarme con lo que ha sido siempre así. Gastaría energía, agravaría mi úlcera, y todo
seguiría igual. Nos maltratan, y
parece que seguirá de ese modo a menos que hagamos algo al respecto. Y, ahí está el verdadero problema, no hay
mucho que podamos hacer.
Se sabe que uno no puede vivir peleando,
mucho menos cuando no se tiene tiempo para aplicar a una guerra perdida de
antemano. Uno apenas tiene tiempo para
trabajar en su obra cuando a la vez debe trabajar en cualquier otra cosa para
poder sostenerse económicamente y, además, ocuparse de toda la logística que
rodea al arte: conseguir espacios donde exponer, coordinar esas muestras,
trasladar la obra, hacer gestión de prensa, diseñar y lograr la impresión de
catálogos, cursar incitaciones, conseguir que la gente concurra, y cantidades
exorbitantes de otras minucias que hacen que uno no tenga resto para meterse a
batallar con los que nos maltratan.
Sí, la solución es cortarse solo. Pero eso es teoría pura e ingenua. Solos tampoco podemos, ya que el arte implica
un dialogo, un discurso, un mensaje, que se completa cuando aparece ese otro,
el receptor, el destinatario desconocido y final de la obra. Entonces, como en un círculo vicioso, debemos
invariablemente caer en manos de quienes no nos respetan porque sin ellos no se
completa el circuito del que el artista es el eslabón inicial pero no el único.
Entonces, ¿qué nos queda más que la queja? Contra ese diseñador que no nos entregó las
muestras de catálogos para corregir y aprobar y que estuvieran a tiempo para la
inauguración para la que se los planeó; ese galerista que nos iba a
confirmar fecha y espacios pero después pareció olvidar todo compromiso
asumido; ese art-dealer que nos armó una propuesta que se fue desmoronando en demoras y
aplazamientos hasta quedar en nada; ese
crítico que iba a venir para evaluar nuestra obra y escribir un prólogo de
presentación pero evidentemente apareció alguien más que pagó mejor y nos
descartó al cajón de las buenas intenciones perdidas; esa empresa que nos iba a esponsorear pero en
la excusa del aumento del dólar prefirió no invertir ni en el arte ni en
nosotros… Y así la vida, cada cosa que
intentamos es a pulmón y contando más con traiciones y deslealtades que con la
colaboración (paga, porque siempre pagamos) de los que se suponen nos apoyan
en este asunto.
Insisto, podría enojarme. Pero no vale la pena. Pasen todos a mi lista de personas con las
que no voy a volver a intentar proyecto alguno, mi íntima lista negra. No es nada personal (aunque lo sea), pero con
ellos no juego más. ¿Estoy
discriminando? Definitivamente. Elegir dónde estar y con quién es un derecho que
ninguna corrección política de moda me va a quitar.
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