lunes, 25 de junio de 2018










   



  Demasiadas preguntas, siempre.  Exceso de análisis.  Las cosas son, muchas veces, definitivamente simples.  Uno trata de que el entusiasmo disimule las frustraciones, que poniéndole ganas se deje de lado la falta de resultados tangibles.  Se intenta mirar para adelante aun cuando en el entorno inmediato el panorama no sea ni cálido ni acogedor.  Lo mejor está por delante, se miente uno con convicción; estamos entrenados para eso.  Pero no hay garantías, sabemos que es apenas un acto de fe.  Tal vez nada distinto nos espere allá delante, probablemente sea aún peor.  Quizá la frustración por el fracaso es el mensaje que deberíamos escuchar: no servimos para esto, nunca servimos; ha llegado la hora de renunciar.








     Claro que ahí surge otro hecho contundente, indiscutible y concreto: ya hemos renunciado.  Muchas veces en el pasado, cuanto más atrás en más oportunidades.  Ante cada fracaso el llanto, el clamar a los dioses, abandonarlo todo por unas semanas, volver al redil, seguir intentándolo, fracasar otra vez, insultar a los dioses, chillar que no lo hacemos más, un par de semanas de aburrimiento y volver, siempre volver…

     Conozco muchos casos de artistas que abandonaron, que cansados por la falta de resultados y ante la opción de una vida digna (y hasta exitosa) en otras áreas no dudaron mucho en irse donde calentaba el sol.  Y nunca los vi volver.  ¿Mi problema ha sido la falta de fortaleza para mantener la decisión y asumida la derrota mantener la distancia para no regresar jamás?  ¿Lo mío es cuestión de debilidad?








     ¿Lo que determina la fortaleza es mantener una postura aun en contra de nuestros más íntimos deseos?  Porque lo único constante en mi vida fue el deseo de dibujar, el placer de pintar, el disfrute de un tipo de libertad y de honestidad intelectual que sólo puede proporcionar el arte.  Mi obra (esa obra destinada a los fracasos, al rechazo, a no encontrar nunca un lugar) es la única forma permanente de felicidad que he tenido en mi vida.  ¿Aferrarme a ella es debilidad?  Pero, no hacerlo, ¿no es suprema estupidez? 

     ¿Debemos renunciar a lo que nos hace felices porque el mercado nos dice que “eso” no es bueno a la luz de sus reglas?  No nos darán el reconocimiento, ni el mérito, ni la posibilidad de vivir económicamente de ello; no nos van a dar nada.  Pero no pueden quitarnos el disfrute.  ¿Quién gana en ese juego?  ¿Ellos que me echan de mil maneras y de todas las formas que pueden, o yo que me quedo y sin darme por aludida sigo haciendo lo que quiero y disfrutándolo visiblemente y con impunidad?  Porque cuando no esperás que te den nada y nada pueden quitarte, ¿con qué te van a manipular, con qué pueden intentar presionarte?  Sí, esa forma de libertad que sólo el arte te puede dar…













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