martes, 12 de junio de 2018




      Sobre la impostura.


     Dice el diccionario que la impostura es un engaño con apariencia de verdad.  Y quizá por mi afición a las máscara (que he tenido siempre sin poder identificar un origen puntual), la apariencia de verdad es una de las constantes de mi vida.

    Cuando viajé por primera vez a Venecia dilapidé mis ahorros en la compra de una máscara tricornio hecha artesanalmente con las técnicas tradicionales de La Serenísima.  Era el 2001, al cambio de ese momento me resultó carísima.  Pero no sabía si alguna vez volvería y necesita traerme conmigo ese pedacito de historia.  Cuando me mudé a mi casa definitiva (al menos hasta hoy) la colgué en la entrada, mucho antes de llevar los muebles y de instalarme yo.  Como una proclama de principios.












     Tardé unos años en lograr plagiarla, muchos intentos decepcionantes mediantes, hasta que fui imitando los trucos y me aproximé a una aceptable impostura.














     Con el correr de la vida me topé con otras buenas imitaciones, made in China, a las que eventualmente tampoco pude resistirme.  Compré una en un shopping de Punta del Este que hoy comparte amontonamiento en mi biblioteca con mi Caja de Frutillas.  Una impostura de una impostura.


























      



      Las máscaras se mezclaron en mis obras, donde ya no pretenden simular ser originales sino meros elementos del juego creativo.  La impostura  que se reivindica al mezclarse y someterse a la identidad de la obra.  En El Portal las máscaras parecen menos máscaras y -digo yo- la impostura se diluye en el contexto y pierde importancia en el conjunto.
















     A veces pareciera que todo empieza en copiar a otro, lo que en el arte es casi una obviedad.  Todos copiamos de alguien que estuvo antes y solo el lento y largo camino de desarrollar nuestra propia impronta puede llegar a dar esa copia algo de identidad.  Identidad que podría juzgarse, tal vez, como originalidad.  Es muy difícil pensar en arte desconociendo eso, signando la “impostura” como pecado imperdonable.  Pero puede que mi interpretación esté sesgada por mis limitaciones y que dada mi pública, pacifica e ininterrumpida tendencia a la impostura me deje fuera de esta conversación.  Al fin y al cabo, yo soy la impostura farnell del oso de mi niñez...










Post data:  ¡No tengo más espacio!  Cuando veo el amontonamiento en mi biblioteca se me dificulta la respiración.  Tanta cosa, toda junta, y sigo arreando cachivaches a mi cueva por falta de espacio en mi taller…  voy a morir aplastada por mis propios excesos.






































Post data bis:  Un lector de este blog me hace notar vía mail la particularidad de los objetos que tengo sobre el dressoire bajo mi Tricornio original:














     Un Pinocchio de Bartolucci que me traje de Roma el año pasado, 







un Gato de Cheshire by Romero Brito que vino conmigo en una de mis procesiones a Disney 







y, ¡qué barbaridad!,  la pastora de porcelana de en medio  es un falso Lladró hecho por alguien de la familia...











   


   La personificación de la mentira, el gato del hablar enigmático y una abierta falsificación.  Sí, la entrada de mi casa es una auténtica proclama de (mis) principios.









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