Con
un sentido de la oportunidad encomiable, estaba trabajando con múltiples
estructuras de cartapesta,
desparramadas por mi taller, cuando el clima decidió obsequiarnos con varios
días de lluvias torrenciales. Por
arrogancia, convencida que tras llevar años bregando con la famosa humedad de Buenos Aires podía seguir en la mía
pese a los pronósticos agoreros, estaba lo más tranquila el pasado sábado
pegando papelitos en diversos proyectos cuando se desató el diluvio. Y ya no fue la humedad sino literalmente el
agua. La intensidad de la lluvia
abarrotó los desagües, el patio lindero de pronto acumuló unos 30 cms. de agua
(no exagero, me llegaba a mitad de las
patorrillas) y, siguiendo la lógica propia del agua, ésta no encontró mejor
camino a seguir que traspasar las puertas de vidrio y entrar a mi taller.
Habrán sido a lo sumo unos veinte minutos del más absoluto pánico. A los gritos empezar a subir todo a donde se
pudiera, que en el descontrol habitual de mi taller es de por sí complejo,
tratando primero de evitar el contacto directo y después ver como impedir que
el agua siguiera entrando. Cachivaches
de papel buscando las tierras altas.
La
intensidad de la tormenta saturó los desagües generales, y en un
momento el agua de la calle empezó a ingresar por los desagües internos, y los
cuartos de baños de la casa también se inundaron. ¿Y dónde suelo guardar yo mis
cachivaches? En los baños. Otro caos paralelo al del taller.
Tras
la crisis y el recuento de daños diré que nada fue muy grave y que ya está en
marcha el secado y la reparación, pero mi personal humanidad no se recompone
tan rápido. He logrado renunciar a mi
primera reacción de ir a vivir a un piso 20.
Y he entendido que mudarme a un desierto tampoco es la solución (la arena
es muy inconveniente para lo que hago, se adhiere con facilidad a la pintura
fresca). Pero la teoría paranoica de que en estos días hasta el clima está en mi contra no pude descartarla todavía...
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