viernes, 2 de noviembre de 2018










































     Disertar sobre storytelling se ha vuelto  la nueva e imperiosa moda.  El relato como se ha conocido por estos lados, mérito de los tiempos nefastos que hemos sabido soportar. 

     Parece que el éxito ahora está signado por saber contarla bien.  De nuevo, no importa el contenido, que puede ni existir, el tema es que sepas apuntalar la mera forma contándola esplendorosamente.  Aire, claro, que se dispersará rápido.  Pero luego habrá otra historia hueca y otra moda, y así al infinito.  Sin sustancia, la misma vida se ha vuelto conceptual.







     Acepto que todo, todo, se ha tratado siempre de contar historias.  Seguimos estando en la cueva, con miedo al exterior desconocido, acurrucados junto al fuego contando historias mágicas para pasar la noche hasta que el sol disipe el miedo.  Siempre se están contando historias, con la literatura, con la música, con el cine y el teatro, con las artes visuales.  Pero esas historias se cuentan con códigos diversos, únicos y personalísimos, en tantos lenguajes distintos como contadores haya.  Cuando alguien viene con su postura TED a dar tips “infalibles” para convertirse en un storytelling exitoso,  no puedo evitar las ganas de gritar y recurrir a métodos violentos que mi buena educación suele desaconsejar…







     Contar historias.  De eso también trata el arte.  Luchar con las imágenes hasta pulirlas a las necesidades de significado que se está buscando, pelear a brazo partido hasta aproximarse a esa sensación que pueda trasmitir un determinado mensaje.  Claro que después el observador lo tomará desde su personal contexto y entenderá lo que le corresponda, probablemente a kilómetros de lo que el artista pretendía, pero esa ya es otra historia, distinta y exclusivísima entre obra y espectador.  Historias, historias, historias.








     Ayer me demoré un rato con una escritora, una cuentista.  Una storytelling que por cuestión generacional ignora que lo es. Alguien que por estar contando historias no tiene tiempo de tomar cursos para ser un exitoso contador de historias.  En esa charla circunstancial y relajada consideró las razones de su afición a las letras.  La justificó heredada, y me explicó –contándome sin entrenamiento TED- una pequeña y maravillosa historia.  Su madre, nacida en un pueblo italiano, hija ilegítima de una servidora de una familia adinerada, era una de las pocas niñas de la zona que sabía leer y escribir.  Llegó la guerra, los hombres se fueron al frente de combate, y las mujeres del pueblo concurrieron a esa muchachita  para que les escribiera las cartas a enviar a sus maridos, hijos, padres y hermanos.  Cartas que, probablemente, leyera alguien más a sus destinatarios escasamente alfabetizados.  ¿Cuántas historias contó en esas cartas?  ¿Cuántas variaciones sobre un mismo tema; cuántas maneras distintas de decir lo mismo?  ¿Cuántos inicios, desarrollo y finales redactó esa niña?  Cartas de la guerra escritas a pedido.  Me quedé añorando haber podido escuchar la historia de primera mano, pero esa chiquilina emigró a Argentina, tuvo una hija escritora y murió mucho tiempo antes de que  yo supiera de su existencia y de sus cartas.

     Contar historias.  Eso es contar historias.











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