Disertar
sobre storytelling se ha vuelto la nueva e imperiosa moda. El
relato como se ha conocido por estos lados, mérito de los tiempos nefastos
que hemos sabido soportar.
Parece
que el éxito ahora está signado por saber contarla bien. De nuevo, no importa el contenido, que puede
ni existir, el tema es que sepas apuntalar la mera forma contándola
esplendorosamente. Aire, claro, que se
dispersará rápido. Pero luego habrá otra historia hueca y otra moda, y así al
infinito. Sin sustancia, la misma vida
se ha vuelto conceptual.
Acepto
que todo, todo, se ha tratado siempre de contar historias. Seguimos estando en la cueva, con miedo al
exterior desconocido, acurrucados junto al fuego contando historias mágicas
para pasar la noche hasta que el sol disipe el miedo. Siempre se están contando historias, con la
literatura, con la música, con el cine y el teatro, con las artes
visuales. Pero esas historias se cuentan
con códigos diversos, únicos y personalísimos, en tantos lenguajes distintos como
contadores haya. Cuando alguien viene
con su postura TED a dar tips “infalibles”
para convertirse en un storytelling exitoso, no puedo evitar las ganas de gritar y recurrir
a métodos violentos que mi buena educación suele desaconsejar…
Contar
historias. De eso también trata el
arte. Luchar con las imágenes hasta
pulirlas a las necesidades de significado que se está buscando, pelear a brazo
partido hasta aproximarse a esa sensación que pueda trasmitir un determinado
mensaje. Claro que después el
observador lo tomará desde su personal contexto y entenderá lo que le corresponda,
probablemente a kilómetros de lo que el artista pretendía, pero esa ya es otra
historia, distinta y exclusivísima entre obra y espectador. Historias, historias, historias.
Ayer me
demoré un rato con una escritora, una cuentista. Una storytelling que por cuestión generacional
ignora que lo es. Alguien que por estar contando historias no tiene tiempo de
tomar cursos para ser un exitoso contador de historias. En esa charla circunstancial y relajada
consideró las razones de su afición a las letras. La justificó heredada, y me explicó –contándome
sin entrenamiento TED- una pequeña y maravillosa historia. Su madre, nacida en un pueblo italiano, hija
ilegítima de una servidora de una familia adinerada, era una de las pocas niñas
de la zona que sabía leer y escribir.
Llegó la guerra, los hombres se fueron al frente de combate, y las
mujeres del pueblo concurrieron a esa muchachita para que les escribiera las cartas a enviar a
sus maridos, hijos, padres y hermanos.
Cartas que, probablemente, leyera alguien más a sus destinatarios
escasamente alfabetizados. ¿Cuántas historias
contó en esas cartas? ¿Cuántas variaciones
sobre un mismo tema; cuántas maneras
distintas de decir lo mismo? ¿Cuántos
inicios, desarrollo y finales redactó esa niña?
Cartas de la guerra escritas a pedido.
Me quedé añorando haber podido escuchar la historia de primera mano,
pero esa chiquilina emigró a Argentina, tuvo una hija escritora y murió mucho
tiempo antes de que yo supiera de su existencia y de sus cartas.
Contar
historias. Eso es contar historias.
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